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»Una noche empezó a respirar más débilmente, se le cerraron los ojos y ya no pudo despertar. Los médicos dijeron que había entrado en coma.

Eddie recordaba aquella noche. Otra llamada telefónica al señor Nathanson. Otra llamada a su puerta.

– Después de eso, tu madre se quedaba a su lado. Noche y día. Murmuraba como si estuviera rezando: «Debía haber hecho algo. Debí haber hecho algo…».

»Por fin, una noche, obligada por los médicos, fue a casa a dormir. A primera hora de la mañana siguiente, una enfermera encontró a tu padre caído sobre el alféizar de la ventana.

– Espere -dijo Eddie. Entrecerró los ojos-. ¿La ventana?

Ruby asintió con la cabeza.

– En algún momento de la noche, tu padre se despertó. Se levantó de la cama, atravesó titubeante la habitación y encontró fuerzas para levantar la hoja de la ventana. Llamó a tu madre con aquella poca voz que le quedaba, y también te llamó a ti y a tu hermano Joe. Y llamó a Mickey. En aquel momento, al parecer, tenía el corazón rebosante de culpabilidad y pesar. Quizá notaba que se acercaba la luz de la muerte. Quizá se daba cuenta de que estabais allí fuera, en alguna de las calles de debajo de la ventana. La noche era muy fría. El viento y la humedad, en su estado, fueron suficiente. Estaba muerto antes de amanecer.

»Las enfermeras que lo encontraron lo llevaron de vuelta a la cama, y como temían por su trabajo, no dijeron ni una palabra de lo sucedido. Se dijo que había muerto mientras dormía.

Eddie quedó aturdido. Pensaba en aquella imagen final. Su padre, el viejo resistente, tratando de trepar a una ventana. ¿Adónde quería ir? ¿En qué estaba pensando? ¿Qué era peor cuando quedaba sin explicar, una vida o una muerte?

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– ¿Cómo sabe usted todo esto? -preguntó Eddie a Ruby.

Ella suspiró.

– Tu padre no tenía dinero para una habitación individual en el hospital, y lo mismo le pasaba al hombre del otro lado de la cortina.

Hizo una pausa.

– Emile. Mi marido.

Eddie alzó la vista. Echó la cabeza atrás como si acabara de resolver un rompecabezas.

– Entonces usted vio a mi padre.

– Sí.

– Y a mi madre.

– La oía murmurar aquellas noches tan solitarias. Nunca hablamos. Pero después de la muerte de tu padre, le pregunté por su familia. Cuando me enteré de dónde había trabajado él, sentí un dolor muy agudo, como si hubiera perdido a un ser muy querido. El parque que llevaba mi nombre. Noté su condenada sombra y volví a desear que nunca lo hubieran construido.

»Ese deseo me siguió al cielo, incluso mientras te esperaba.

Eddie parecía confuso.

– ¿El restaurante? -dijo ella. Señaló la mota de luz de las montañas-. Está ahí porque yo quería volver a mi juventud. Una vida sencilla pero segura. Y quería que todos los que alguna vez hubieran sufrido en el Ruby Pier (por accidentes, incendios, peleas, resbalones y caídas) estuvieran sanos y salvos. Quería que todos estuvieran como yo quería que estuviese mi Emile: calientes, bien alimentados, en un sitio agradable, lejos del mar.

Ruby se puso de pie y Eddie la imitó. No podía dejar de pensar en la muerte de su padre.

– Le odiaba -murmuró.

La anciana asintió con la cabeza.

– Fue un demonio conmigo cuando yo era niño. Y cuando me hice mayor fue peor.

Ruby avanzó hacia él.

– Edward -dijo suavemente. Era la primera vez que le llamaba por su nombre-. Préstame atención. Contener el odio hace que éste se convierta en un veneno. Te corroe por dentro. Creemos que el odio es un arma que ataca a la persona que nos hace daño, pero el odio es una espada de doble filo. Y el daño que hacemos, nos lo hacemos a nosotros mismos.

»Perdona, Edward. Perdona. ¿Te acuerdas de la ligereza que sentiste recién llegado al cielo?

Eddie se acordaba. ¿Dónde está mi dolor?

– Eso es porque nadie nace con odio. Y cuando morimos, el alma se libera de él. Pero ahora, aquí, para poder seguir adelante, debes entender por qué sentiste lo que sentiste y por qué ya no necesitas sentirlo.

Le tocó la mano.

– Tienes que perdonar a tu padre.

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Eddie pensó en los años siguientes al entierro de su padre. En cómo él nunca consiguió nada, nunca fue a ninguna parte. Durante todo aquel tiempo, Eddie había imaginado una determinada vida -una vida que «podría haber tenido»- que habría tenido si no hubiese sido por la muerte de su padre y el posterior hundimiento de su madre. Con los años, glorificó aquella vida imaginaria e hizo a su padre responsable de todas sus carencias: la falta de libertad, la falta de una carrera, la falta de esperanza. Nunca consiguió abandonar el sucio y aburrido trabajo que le había dejado su padre.

– Cuando murió -dijo Eddie-, se llevó parte de mí con él. Quedé paralizado después de eso.

Ruby negó con la cabeza.

– Tu padre no es el culpable de que nunca te hayas ido del parque.

Eddie alzó la vista.

– Entonces ¿quién lo es?

Ella se alisó la falda. Se ajustó las gafas. Empezó a alejarse.

– Todavía hay dos personas que debes conocer -dijo.

Eddie trató de decir: «Espere», pero un viento gélido casi le arrebata la voz de la garganta. Luego todo se volvió negro.

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Ruby se había ido. Él había vuelto a la montaña, al exterior del restaurante, donde estaba parado en la nieve.

Estuvo allí de pie mucho tiempo, solo, en silencio, hasta que se dio cuenta de que la anciana no volvía. Entonces se dirigió a la puerta y la abrió empujándola lentamente. Oyó el sonido de cubiertos y de platos que estaban amontonando. Olió a comida recién hecha, a pan, carne y salsas. Los espíritus de los que habían fenecido en el parque estaban todos allí, relacionándose unos con otros, comiendo, bebiendo y hablando.

Eddie avanzó vacilante, sabiendo lo que debía hacer. Dobló a su derecha, hacia la mesa del rincón, hacia el espíritu de su padre, que fumaba un puro. Notó un estremecimiento. Pensó en el viejo caído sobre el alféizar de la ventana del hospital, que había muerto solo en plena noche.

– Padre -susurró Eddie.

Su padre no podía oírle. Eddie se acercó más.

– Papá. Ya sé lo que pasó.

Sintió un ahogo en el pecho. Se puso de rodillas junto a la mesa. Su padre estaba tan cerca que Eddie podía verle las patillas y ver el extremo mordisqueado de su puro. Vio las bolsas que tenía debajo de los cansados ojos, la nariz curvada, los nudillos huesudos y los hombros cuadrados, propios de un obrero. Miró sus propios brazos y se dio cuenta, con su cuerpo terrenal, que ahora él era más viejo que su padre. Le había sobrevivido en todos los sentidos.

– Estaba enfadado contigo, papá. Te odiaba.

Eddie notó que le brotaban lágrimas. Notó un temblor en el pecho. Algo estaba fluyendo de él.

– Me pegaste. Me hiciste callar. Yo no lo entendía. Todavía no lo entiendo. ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué? -Respiró con dolor.- No lo sabía, ¿entiendes? No sabía qué te pasó en la vida. No te conocía. Pero eres mi padre. Y ahora quiero olvidarlo todo. ¿De acuerdo? ¿Podemos olvidar los dos, papá?

La voz le temblaba y acabó convirtiéndose en un grito agudo. Ya no era la suya.

– ¿Muy bien? ¿Me oyes? -gritó. Luego repitió, más bajo-: ¿Me oyes, papá?

Se acercó más. Vio las manos sucias de su padre. Dijo las últimas palabras tan conocidas en un susurro:

– Ya está arreglado.

Eddie dio un puñetazo en la mesa y después se desplomó en el suelo. Cuando alzó la vista, vio a Ruby de pie, joven y hermosa. Luego ella bajó la cabeza, abrió la puerta y se elevó en el cielo de color jade.

JUEVES, 11 HORAS

¿Quién pagaría el funeral de Eddie? No tenía parientes. No había dejado instrucciones. Su cuerpo permaneció en el depósito de cadáveres de la ciudad, lo mismo que su ropa y sus efectos personales, camisa de trabajo, calcetines, zapatos, gorra de tela, anillo de boda, pitillos y limpiapipas; todo esperando que lo reclamasen.

Al final, el señor Bullock, el dueño del parque, liquidó la factura utilizando el dinero de un cheque que Eddie ya no podía cobrar. El ataúd fue una caja de madera y la iglesia se eligió por su situación, la más cercana al parque, pues muchos de los asistentes tenían que volver al trabajo.

Unos minutos antes de la ceremonia el pastor pidió a Domínguez, que llevaba una chaqueta sport azul marino y sus vaqueros negros más nuevos, que pasara a su despacho.

– ¿Podría contarme algunas de las cualidades del fallecido? -preguntó el pastor-. Tengo entendido que usted trabajaba con él.

Domínguez tragó saliva. Nunca se sentía demasiado cómodo con los curas. Cruzó los dedos nerviosamente, como para alejar un maleficio, y habló en voz baja, tal como creía que debía hablarse en una situación así.

– Eddie -dijo finalmente- quería mucho a su mujer.

Descruzó los dedos y luego añadió rápidamente:

– Yo, naturalmente, nunca la conocí.

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