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De repente Eddie entendió por qué la mujer le parecía conocida. Había visto una fotografía suya en algún sitio del fondo del taller de mantenimiento, entre los viejos manuales y documentos del dueño original del parque.

– La antigua entrada… -dijo Eddie.

Ella asintió con satisfacción. La entrada original al Ruby Pier había sido una especie de hito, una arcada gigante inspirada en un templo histórico francés, con columnas acanaladas y una cúpula abovedada en lo más alto. Justo debajo de esa cúpula, bajo la que debían pasar todos los que entraran, estaba pintada la cara de una hermosa mujer. Aquella mujer. Ruby.

– Pero desapareció hace mucho tiempo -dijo Eddie-. Hubo un gran…

Hizo una pausa.

– Incendio -dijo la anciana-. Sí, un incendio muy grande. -Hundió la barbilla, y miró hacia abajo detrás de las gafas, como si estuviera leyendo algo de su regazo.

»Fue el día de la Independencia, el 4 de Julio, un día de fiesta. A Emile le encantaban las fiestas. "Son buenas para el negocio", decía. Si el día de la Independencia iba bien, todo el verano iría bien. De modo que Emile organizó unos fuegos artificiales y contrató a una banda de música e, incluso, a trabajadores extra, por lo general peones, para aquel fin de semana.

»Pero pasó algo la noche anterior a la fiesta. Hacía mucho calor, incluso después de ponerse el sol, y algunos de los peones decidieron dormir fuera, detrás de los almacenes. Encendieron fuego en un barril metálico para calentarse la comida.

»Según avanzaba la noche, hubo bebida y juerga. Los trabajadores cogieron algunos de los cohetes más pequeños y los encendieron. Soplaba viento. Las chispas se dispersaron. En aquella época todo estaba hecho de madera y alquitrán…

Meneó la cabeza.

– Lo demás pasó rápidamente. El fuego se extendió por la avenida central hasta los puestos de comida y las jaulas de los animales. Los peones escaparon corriendo. En ese momento vino alguien a nuestra casa a despertarnos. El Ruby Pier estaba en llamas. Desde nuestra ventana vimos el horrible resplandor naranja. Oímos los cascos de los caballos y los vehículos a vapor de la brigada de incendios. La gente estaba en la calle.

»Supliqué a Emile que no saliera, pero fue inútil. Claro que iría. Se acercó al furioso fuego y trató de salvar sus años de trabajo. Estaba dominado por la ira y el miedo, y cuando se incendió la entrada, la entrada con mi nombre y mi retrato, perdió toda sensación de dónde estaba. Estaba tratando de apagarla con cubos de agua cuando le cayó encima una columna.

La anciana unió los dedos y se los llevó a los labios.

– En el curso de una noche nuestras vidas cambiaron para siempre. Como siempre corría riesgos, Emile había asegurado el parque por el mínimo. Perdió su fortuna. El regalo espléndido que me había hecho.

»Desesperado, vendió los restos abrasados a un hombre de Pensilvania por menos de lo que valían. Aquel hombre mantuvo el nombre del parque, Ruby Pier, y con el tiempo volvió a abrirlo. Pero ya no era nuestro.

»El ánimo de Emile quedó tan destrozado como su cuerpo. Tardó tres años en volver a andar solo. Nos trasladamos a un sitio de fuera de la ciudad, un apartamento pequeño, donde vivimos modestamente, yo atendiendo a mi lisiado marido y alimentando un deseo.

Se interrumpió.

– ¿Qué deseo? -dijo Eddie.

– Que él nunca hubiera construido aquel sitio.

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La anciana siguió sentada en silencio. Eddie examinó el inmenso cielo de color jade. Pensó en las veces que él había deseado lo mismo, que el que había construido el Ruby Pier hubiese hecho otra cosa con su dinero.

– Siento lo de su marido -dijo Eddie, más que nada porque no sabía qué otra cosa decir.

La anciana sonrió.

– Gracias, querido. Pero vivimos muchos años más después de aquel incendio. Criamos tres hijos. Emile estaba enfermo, entraba y salía del hospital. Me dejó viuda cuando yo tenía poco más de cincuenta años. ¿Ves esta cara, estas arrugas? -Alzó el rostro.- Me las gané, una a una.

Eddie frunció el ceño.

– No entiendo. Nosotros, ¿no nos vimos nunca? ¿Nunca fue usted por el parque?

– No -dijo ella-. Nunca quise volver a verlo. Mis hijos sí fueron, y sus hijos y los hijos de sus hijos. Pero yo no. Mi idea del cielo estaba muy lejos del océano, estaba en aquel restaurante con tanto público, cuando mi vida era sencilla, cuando Emile era mi novio.

Eddie se frotó las sienes. Cuando respiraba, soltaba vapor.

– Entonces ¿por qué estoy yo aquí? -dijo-. Me refiero a su historia, el incendio… Todo eso pasó antes de que yo naciera.

– Las cosas que pasan antes de que uno nazca también tienen importancia en nuestras vidas -dijo ella-, al igual que las personas que viven antes que nosotros.

»Todos los días pasamos por sitios que nunca habrían existido si no fuera por los que vivieron antes que nosotros. Los sitios donde trabajamos, en los que pasamos tanto tiempo… muchas veces pensamos que empezaron cuando llegamos nosotros. Y eso no es cierto.

Unió y separó las yemas de los dedos.

– De no haber nacido Emile, yo no habría tenido marido. Si no hubiera sido por nuestro matrimonio, nunca habría existido el parque. Si no hubiera existido el parque, tú no habrías terminado trabajando allí.

Eddie se rascó la cabeza.

– Entonces, ¿usted está aquí para hablarme del trabajo?

– No, querido -respondió Ruby con voz más débil-. Estoy aquí para decirte por qué murió tu padre.

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La llamada de teléfono era de la madre de Eddie. Su padre había sufrido un colapso aquella tarde en el extremo este de la pasarela, cerca del Cohete Infantil. Tenía mucha fiebre.

– Eddie, estoy asustada -dijo su madre con voz temblorosa. Le contó que una noche, a principios de semana, cuando su padre había, vuelto a casa al amanecer, estaba empapado. Tenía la ropa llena de arena y había perdido un zapato. Según ella, olía a mar. Eddie pensó que también debía de oler a alcohol.

– Tosía -explicó su madre-. Empeoró. Deberíamos haber llamado al médico inmediatamente… -Hablaba de forma atropellada. Su padre había ido a trabajar aquel día, dijo, aunque estaba enfermo, con su cinturón de herramientas y su martillo mecánico, como siempre, pero aquella noche se negó a cenar y en la cama tosía y respiraba con dificultad y empapó de sudor la camiseta. Al día siguiente estaba peor. Y ahora, aquella tarde, había sufrido un colapso.

– El médico dijo que era neumonía. Yo debería de haber hecho algo. Debería de haber hecho algo.

– ¿Y qué podrías haber hecho tú? -preguntó Eddie. Le molestaba que su madre se culpara de todo cuando las únicas culpables eran las borracheras de su padre.

La oyó llorar por el teléfono.

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El padre de Eddie solía decir que había pasado tantos años a orillas del océano que respiraba agua de mar. Ahora, lejos del océano, confinado en la cama de un hospital, el cuerpo empezó a consumírsele como le ocurre a un pez fuera del agua. Se produjeron complicaciones. El pecho se le congestionó. Su estado pasó de bueno a estable y de estable a grave. Los amigos pasaron de decir: «Estará en casa en un día» a «Estará en casa en una semana». En ausencia de su padre, Eddie ayudó en el parque, iba a trabajar por las tardes después de dejar el taxi. Engrasaba los raíles y comprobaba los frenos y las palancas, incluso reparó en el taller algunas piezas estropeadas de las atracciones.

Lo que en realidad hacía era conservarle el puesto de trabajo a su padre. Los propietarios agradecieron sus esfuerzos y luego le pagaron la mitad de lo que ganaba su padre. Él le dio el dinero a su madre, que iba todos los días al hospital y se quedaba a dormir allí la mayoría de las noches. Eddie y Marguerite le limpiaban el apartamento y le hacían la compra.

Cuando Eddie era adolescente, si alguna vez se quejaba o parecía aburrido con el parque, su padre le decía: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?». Y antes de que Eddie fuera a la guerra, cuando hablaba de casarse con Marguerite y hacerse ingeniero, su padre dijo: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?».

Y ahora, a pesar de todo eso, allí estaba, en el parque, haciendo el trabajo de su padre.

Finalmente, una noche, empujado por su madre, Eddie fue al hospital. Entró lentamente en la habitación. Su padre, que durante años se había negado a hablar con él, ahora no tenía ni fuerzas para intentarlo. Miró a su hijo con los ojos entrecerrados. Eddie, después de esforzarse por encontrar una frase que decir, hizo lo único que se le ocurrió hacer: levantó las manos y le enseñó a su padre las puntas de los dedos manchadas de grasa.

– No te preocupes, chico -le decían los demás trabajadores de mantenimiento-. Tu viejo saldrá adelante. Es el hijo de su madre más duro que hemos conocido nunca.

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Los padres raramente dejan que sus hijos se vayan, de modo que los hijos les dejan. Se trasladan. Se alejan. Lo que antes les solía definir -la aprobación de su madre, el asentimiento de su padre- queda sustituido ahora por sus propios logros. Hasta mucho más tarde, cuando la piel se arruga y el corazón se debilita, los hijos no entienden; sus historias y todos sus logros se asientan sobre las historias de sus padres y madres, piedra sobre piedra, por debajo de las aguas de su vida.

Cuando le dieron la noticia de que su padre había muerto -«se fue», le dijo una enfermera, como si hubiera salido a comprar leche-, Eddie se sintió presa de una ira inútil, de ese tipo de ira que no lleva a ninguna parte. Como la mayoría de los hijos de obreros, Eddie había imaginado una muerte heroica para su padre que contrarrestara la vulgaridad de su vida. No había nada de heroico en que un borracho se quedara dormido en la playa.

Al día siguiente fue al apartamento de sus padres, entró en su dormitorio y abrió todos los cajones, como si dentro fuera a encontrar un trozo de su padre. Pasó por alto unas monedas, un alfiler de corbata, un botellín de brandy, cintas de goma, recibos de la luz, plumas y un encendedor con una sirena a un lado. Finalmente encontró un mazo de cartas. Se lo guardó en el bolsillo.

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