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En realidad, nunca habían podido extraerle la bala del todo. Había desgarrado varios nervios y tendones, y se había hecho pedazos contra un hueso, al que fracturó verticalmente. Eddie pasó por dos operaciones. Ninguna resolvió el problema. Los médicos dijeron que le quedaría una cojera que probablemente empeoraría con la edad, cuando se deteriorasen los huesos dañados.

– Es todo lo que podemos hacer -le dijeron.

¿Lo era? ¿Quién lo podría decir? Lo único que Eddie sabía era que había despertado en una unidad médica y que su vida ya nunca fue igual. Ya no volvió a correr. Ya no volvió a bailar. Peor aún, por algún motivo, empezó a sentir de modo distinto las cosas. Se metió en sí mismo. Las cosas parecían estúpidas o sin interés. La guerra se había instalado en el interior de Eddie, en su pierna y en su alma. Aprendió muchas cosas siendo soldado. Volvió a casa convertido en un hombre diferente.

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– ¿Sabías que yo procedo de tres generaciones de militares? -dijo el capitán.

Eddie se encogió de hombros.

– Pues así es. Ya sabía disparar una pistola a los seis años. Por las mañanas, mi padre pasaba revista a mi cama y me dejaba veinticinco centavos entre las sábanas. En la cena siempre era: «Sí, señor» y «No, señor».

»Antes de alistarme, lo único que hice fue recibir órdenes. Lo siguiente de lo que me di cuenta era de que las estaba dando yo.

»En tiempo de paz la cosa era de un modo. Enderezar a reclutas que se creían listos. Pero luego empezó la guerra y los nuevos acudieron en masa -jóvenes como tú- y todos me saludaban y querían que les dijese qué hacer. Podía ver el miedo en sus ojos. Se comportaban como si supieran algo de la guerra que era secreto. Creían que yo les mantendría con vida. Tú también, ¿verdad?

Eddie tuvo que admitir que sí.

El capitán se echó hacia atrás y se rascó la nuca.

– Yo no podía manteneros con vida, claro. También recibía órdenes. Pero si no conseguía manteneros con vida, pensé que por lo menos podría manteneros unidos. En mitad de una gran guerra, uno busca una idea, por pequeña que sea, en la que creer. Cuando encuentras una, te aferras a ella como un soldado se aferra a un crucifijo cuando está rezando en una trinchera.

»Para mí, esa idea era lo que os decía todos los días. Que no abandonaría a nadie.

Eddie asintió con la cabeza.

– Eso era muy importante -dijo.

El capitán le miró fijamente.

– Eso espero -dijo.

Se buscó en el bolsillo de la camisa, sacó otro pitillo y lo encendió.

– ¿Por qué ha dicho eso? -preguntó Eddie.

El capitán soltó humo y señaló con la punta del cigarrillo hacia la pierna de Eddie.

– Porque yo fui el que te disparó -dijo.

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Eddie se miró la pierna, que colgaba de la rama del árbol. De nuevo pudo ver las cicatrices de las operaciones y sentir el mismo dolor. Notó que dentro le fluía algo que no había sentido desde antes de la muerte, que en realidad no había sentido en muchos años: una rabia feroz y un deseo de hacer daño a alguien. Los ojos se le empequeñecieron y miró fijamente al capitán, que le devolvió una mirada inexpresiva, como si supiera lo que estaba pasando. Dejó que el pitillo le cayera de los dedos.

– Adelante -susurró.

Eddie soltó un grito y arremetió contra el capitán. Los dos hombres cayeron de la rama del árbol y se deslizaron entre las tupidas lianas y enredaderas luchando mientras caían.

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– ¿Por qué? ¡Bastardo! ¡Bastardo…! ¡Usted no…! ¿Por qué?

Ahora luchaban cuerpo a cuerpo en el barro. Eddie se subió encima del pecho del capitán y le golpeó repetidamente en la cara. El capitán no sangraba. Eddie le agarró por el cuello y le golpeó el cráneo contra el barro. El capitán no pestañeaba. En vez de eso, se movía de un lado a otro a cada puñetazo, dejando que Eddie descargara su rabia. Finalmente, con un brazo, agarró a Eddie y lo apartó.

– Porque -dijo tranquilamente agarrando a Eddie por el codo- te habríamos perdido en aquel incendio. Habrías muerto. Y no era tu hora.

Eddie jadeó con fuerza.

– ¿Mi… hora?

El capitán continuó.

– Estabas obsesionado con entrar allí. Casi dejas fuera de combate a Morton cuando intentó impedírtelo. Nos quedaba un minuto para irnos y, maldita sea, eras demasiado fuerte para luchar contigo cuerpo a cuerpo.

Eddie notó un arranque final de rabia y agarró al capitán por el cuello. Se lo acercó. Vio sus dientes amarillos de tabaco.

– ¡Mi… pierna! -soltó encolerizado-. ¡Mi vida!

– Te disparé a la pierna -dijo el capitán tranquilamente- para salvarte la vida.

Eddie le soltó y cayó exhausto hacia atrás. Le dolían los brazos. La cabeza le daba vueltas. Durante muchos años le había obsesionado aquel momento, aquel error, que cambió toda su vida.

– En aquella cabaña no había nadie. ¿En qué estaba pensando yo? Si no hubiera entrado allí… -Su voz se convirtió en un susurro.- ¿Por qué no morí entonces?

– No se abandona a nadie, ¿recuerdas? -dijo el capitán-. Lo que te pasó a ti… ya lo había visto antes. Un soldado llega a un punto determinado y luego ya no puede seguir. A veces pasa en plena noche. Un hombre sale de su tienda y empieza a andar, descalzo, medio desnudo, como si volviera a casa, como si viviera a la vuelta de la esquina.

»A veces ocurre en pleno combate. El hombre deja caer su arma y se queda con los ojos en blanco. Ha terminado. Ya no puede luchar más. Habitualmente le alcanza un disparo.

»En tu caso, pasó lo mismo, te viniste abajo delante de un incendio un minuto antes de que nos hubiéramos ido de ese sitio. Yo no podía dejar que te quemaras vivo. Imaginé que la pierna se curaría. Te sacamos de allí y los otros te llevaron a la unidad médica.

La respiración de Eddie le sonaba como un martillo dentro del pecho. Tenía la cabeza manchada de barro y hojas. Le llevó un momento hacerse cargo de lo último que había dicho el capitán.

– ¿Los otros? -dijo Eddie-. ¿A qué se refiere con «los otros»?

El capitán se levantó. Se quitó una rama de la pierna.

– ¿Me volviste a ver? -preguntó.

Eddie no lo había vuelto a ver. A él le habían llevado en avión al hospital militar y al final, debido a sus problemas de salud, lo licenciaron y lo devolvieron a Estados Unidos. Se había enterado, meses después, de que el capitán no había salido con vida, pero imaginó que fue en un combate posterior con otra unidad. Al final recibió una carta, con una medalla dentro, pero Eddie la dejó a un lado, sin abrir. Los meses posteriores a la guerra fueron oscuros y duros, y se olvidó de detalles que no tenía interés en recordar. Finalmente, cambió de dirección.

– Ya te lo he dicho antes -dijo el capitán-. ¿Tétanos? ¿Fiebre amarilla? ¿Todas aquellas inyecciones? Sólo una gran pérdida de tiempo.

Asintió con la cabeza mirando a algún lugar por encima del hombro de Eddie. Éste se volvió para mirar.

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Lo que vio, de pronto, ya no eran las colinas áridas, sino la noche de su fuga, la luna nebulosa en el cielo, los aviones que llegaban, las cabañas en llamas. El capitán conducía el vehículo con Smitty, Morton y Eddie dentro. Éste iba tumbado en el asiento de atrás, con quemaduras, herido, semiconsciente. Morton le había hecho un torniquete por encima de la rodilla. El bombardeo cada vez se oía más cerca. El cielo negro se encendía cada pocos segundos, como si el sol estuviera parpadeando. El vehículo se desvió cuando llegaron a la cima de una colina y luego se detuvo. Había una puerta, una construcción provisional hecha de madera y alambre, pero como el terreno caía verticalmente a los dos lados, no la podían rodear. El capitán agarró un fusil y se apeó de un salto. Disparó al candado y abrió la puerta de un empujón. Hizo un gesto a Morton de que se pusiera al volante, luego se señaló los ojos, indicando que él inspeccionaría el camino, que zigzagueaba entre espesos árboles. Corrió como pudo con los pies descalzos unos cincuenta metros pasada la curva del camino.

El sendero estaba despejado. Hizo gestos con la mano a sus hombres. Un avión zumbaba por encima y él alzó la vista para ver a qué lado estaba. Fue en aquel momento, mientras miraba al cielo, cuando sonó aquel pequeño chasquido bajo su pie derecho.

La mina terrestre explotó inmediatamente, como una llama que saliera despedida del corazón de la tierra. Mandó al capitán unos seis metros por los aires y lo hizo pedazos. Un trozo en llamas de hueso y cartílago y cientos de pedazos de carne abrasada volaron por encima del barro y aterrizaron en los ficus.

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