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Aprendió a silbar entre los dientes y a dormir en suelo pedregoso. Aprendió que la sarna son unos ácaros que pican mucho y se te entierran en la piel, especialmente si llevas la misma ropa sucia durante una semana. Aprendió que los huesos de un hombre son blancos cuando asoman por entre la piel.

Aprendió a rezar a toda velocidad y en qué bolsillo guardar las cartas para su familia y para Marguerite, por si acaso sus compañeros lo encontraban muerto. Aprendió que a veces estás sentado junto a un amigo en una trinchera, hablando en voz baja del hambre que tienes, y al instante siguiente hay un pequeño gusss y el amigo se desploma y el hambre que tienes deja de importar.

Aprendió, mientras un año se convertía en dos y dos se convertían casi en tres, que incluso los hombres fuertes y musculosos se vomitan las botas cuando el avión de transporte los va a descargar, y que hasta los oficiales hablan en sueños la noche antes del combate.

Aprendió a hacer prisioneros, aunque nunca aprendió a ser uno. Luego, una noche, en una isla de Filipinas, su grupo quedó atrapado bajo un intenso fuego, y se dispersaron buscando abrigo y el cielo estaba encendido y Eddie oyó a uno de sus compañeros, metido en una zanja, que sollozaba como un niño, y él le gritó: «¡Cállate de una vez!», y se dio cuenta de que el hombre sollozaba porque había un soldado enemigo de pie delante de él apuntándole con un rifle a la cabeza, y Eddie notó algo frío en la nuca porque también había otro enemigo detrás de él.

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El capitán apagó su pitillo. Era mayor que los hombres del grupo de Eddie, un militar de carrera de andar desgarbado y mandíbula prominente que le hacían parecerse a un actor de cine del momento. A la mayoría de los soldados les gustaba bastante, aunque tenía poco aguante y la costumbre de gritarte a unos centímetros de la cara, de modo que le veías los dientes, ya amarillentos por el tabaco. Con todo, el capitán siempre prometía que él nunca «abandonaría a nadie», pasara lo que pasara, y a los hombres eso les daba seguridad.

– Mi capitán… -volvió a decir Eddie, todavía asombrado.

– Afirmativo.

– Señor.

– Eso no es necesario. Pero muy agradecido.

– Ha sido… Usted parece…

– ¿Igual que la última vez que me viste? -Sonrió, luego escupió por encima de la rama del árbol. Vio la confundida expresión de Eddie.- Tienes razón. Aquí no hay motivo para escupir. Uno tampoco se pone malo. El aliento de uno siempre es el mismo. Y el rancho es increíble.

¿El rancho ? Eddie no entendía nada de aquello.

– Mi capitán, mire usted. Hay algún error. Todavía no sé por qué estoy aquí. Fui un don nadie en la vida, ¿sabe? Era un operario de mantenimiento. Viví años y años en el mismo apartamento. Estaba encargado de las atracciones, norias, montañas rusas y estúpidos cohetes tripulados. Nada de lo que estar orgulloso. Sólo era una especie de vagabundo. Lo que yo decía es…

Eddie tragó saliva.

– ¿Qué estoy haciendo aquí?

El capitán le miró con aquellos rojos ojos brillantes y Eddie aguantó las ganas de hacerle la otra pregunta que ahora se hacía después de lo del Hombre Azul: ¿también había matado él al capitán?

– Oye, me he estado preguntando -dijo el capitán pasándose la mano por la barbilla-. Los hombres de nuestra unidad… ¿Habéis seguido en contacto? ¿Willingham? ¿Morton? ¿Smitty? ¿Los has vuelto a ver?

Eddie se acordaba de los nombres. La verdad era que no se habían mantenido en contacto. La guerra podía unir a los hombres como un imán, pero como un imán también los podía separar. Las cosas que vieron, las cosas que hicieron. A veces sólo querían olvidar.

– Para ser sincero, señor, todos perdimos el contacto. -Se encogió de hombros.- Lo siento.

El capitán hizo un gesto de asentimiento como si ya se lo esperara.

– ¿Y tú? ¿Volviste a aquel parque de atracciones donde todos prometimos ir si salíamos vivos? ¿Viajes gratis para todos los soldados? ¿Dos chicas para cada uno en el Túnel del Amor? ¿No es eso lo que dijiste?

Eddie casi sonrió. Eso fue lo que él había dicho. Lo que decían todos. Pero cuando terminó la guerra, no fue nadie.

– Sí, volví -dijo Eddie.

– ¿Y?

– Y… nunca más lo dejé. Lo intenté. Hice planes… Pero esta condenada pierna. No sé. Nada salió bien.

Eddie se encogió de hombros. El capitán le examinó la cara. Los ojos se le empequeñecieron. Bajó el volumen de su voz.

– ¿Todavía haces juegos malabares? -preguntó.

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– ¡Andar! ¡Tú andar! ¡Tú andar!

Los soldados enemigos gritaban y les pinchaban con bayonetas. A Eddie, Smitty, Morton, Rabozzo y al capitán los llevaban por una escarpada colina abajo, con las manos en la cabeza. A su alrededor explotaban morterazos. Eddie vio una figura que corría entre los árboles, luego se oyó ruido seco de balas.

Trató de tomar nota mental mientras andaban en la oscuridad -cabañas, caminos, cualquier cosa que pudiera distinguir-, pues sabía que esa información sería preciosa en caso de fuga. Un avión volaba a lo lejos, lo que llenó a Eddie de una súbita y deprimente oleada de desesperación. Es el tormento interior de todo soldado capturado, la corta distancia entre la libertad y el cautiverio. Si pudiera dar un salto y agarrar el ala de aquel avión, se alejaría volando de aquella equivocación.

En lugar de eso, él y los otros estaban atados por las muñecas y los tobillos. Los arrojaron dentro de barracones de bambú que se asentaban sobre pilotes encima del barro del suelo. Permanecieron allí durante días, semanas, meses, obligados a dormir en sacos de arpillera rellenos de paja. Una jarra de barro servía de retrete. De noche, los guardias enemigos se deslizaban debajo del barracón y escuchaban sus conversaciones. Según el tiempo iba pasando, hablaban menos cada vez.

Adelgazaron y se debilitaron. Se les veían las costillas, incluso las de Rabozzo, que era un chico fornido cuando se alistó. Su comida consistía en bolas de arroz rellenas de sal y, una vez al día, una sopa pardusca con grasa flotando. Una noche, Eddie sacó un avispón muerto de su cuenco. Había perdido las alas. Los demás dejaron de comer.

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Los que los habían capturado no estaban seguros de qué hacer con ellos. Por la tarde entraban con bayonetas y las movían ante las narices de los norteamericanos, gritando en un idioma extranjero, esperando respuestas. Aquello nunca sirvió de nada.

Sólo eran cuatro, según calculaba Eddie, y el capitán suponía que también ellos se habían separado de una unidad mayor y, como ocurre con frecuencia en la guerra de verdad, se las iban arreglando día a día. Tenían caras demacradas y huesudas, con negros rebujos de pelo. Uno parecía demasiado joven para ser soldado. Otro tenía los dientes más torcidos que Eddie había visto en su vida. El capitán los llamaba Loco Primero, Loco Segundo, Loco Tercero y Loco Cuarto.

– Nosotros no sabemos cómo se llaman -dijo-. Y no queremos que ellos sepan cómo nos llamamos nosotros.

Los hombres se adaptan al cautiverio; unos mejor que otros. Morton, un joven delgado y parlanchín de Chicago, se ponía muy nervioso cada vez que oía ruidos fuera, y se pasaba la mano por la barbilla y murmuraba:

– Maldita sea, maldita sea, maldita sea… -hasta que los demás le decían que se callase.

Smitty, hijo de un bombero de Brooklyn, estaba callado la mayor parte del tiempo, pero a veces parecía que tragaba algo, y la nuez le subía y le bajaba; Eddie se enteró más tarde de que se mordía la lengua. Rabozzo, el chico pelirrojo de Portland (Oregón), tenía cara de póquer durante las horas en que estaba despierto, pero de noche muchas veces se despertaba gritando:

– ¡Yo no! ¡Yo no!

Eddie estaba la mayor parte del tiempo furioso. Apretaba un puño y lo golpeaba contra la otra palma, horas interminables, despellejándose los nudillos, como el jugador de béisbol ansioso que había sido en su juventud. De noche soñaba con que volvía al parque de atracciones y se subía en los caballitos, donde cinco clientes daban vueltas hasta que sonaba la campana. Él daba unas vueltas gratis a sus amigos, o a su hermano, o a Marguerite. Pero luego el sueño cambiaba, y los cuatro Locos estaban en los caballos de al lado, pinchándole, burlándose de él.

Años de espera en el parque -a que se terminara un viaje en el carrusel, a que las olas se retiraran, a que su padre le hablara- habían adiestrado a Eddie en el arte de la paciencia. Pero quería escapar y quería venganza. Apretó las mandíbulas y se golpeó la palma de la mano y pensó en todas las peleas que había tenido en su antiguo barrio, en la vez que había mandado a dos chicos al hospital con la tapa de un cubo de basura. Imaginaba lo que les haría a los que les habían apresado si tuvieran armas.

Entonces, una mañana, gritos y bayonetas brillantes despertaron a los presos y los cuatro Locos les hicieron levantarse, los ataron y los llevaron al pozo de una mina. No había luz. El suelo estaba frío. Había picos, palas y cubos de metal.

– Es una maldita mina de carbón -dijo Morton.

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De ese día en adelante, a Eddie y a los demás les obligaban a arrancar carbón de las paredes para contribuir al esfuerzo de guerra del enemigo. Unos paleaban, otros picaban, otros cargaban con trozos de pizarra y hacían triángulos para sujetar el techo. También había otros prisioneros, extranjeros que no sabían inglés y que miraban a Eddie con ojos vacíos. Estaba prohibido hablar. De vez en cuando les daban una taza de agua. Las caras de los prisioneros, al final del día, estaban negras, y los cuellos y hombros les dolían de cargar.

Durante los primeros meses de cautiverio, Eddie se dormía mirando la foto de Marguerite del interior de su casco. Él no era mucho de rezar, pero de todos modos rezaba, inventando las palabras y llevando la cuenta cada noche, diciendo: «Señor, te daré estos seis días si me concedes seis días con ella… Te daré estos nueve días si estoy nueve días con ella… Te daré estos dieciséis días si estoy dieciséis días con ella…».

Luego, durante el cuarto mes, pasó algo. A Rabozzo le brotó un feo sarpullido en la piel y sufrió una grave diarrea. No podía comer nada. De noche, sudaba su ropa sucia hasta que la empapaba. Se lo hacía todo encima. No había ropa limpia para cambiarle, de modo que dormía desnudo sobre la arpillera, y el capitán le colocaba su saco encima como manta.

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