– ¿Estuvo usted en el mayo francés?
– Como todo el mundo. Aún no conozco a nadie que no haya estado en el mayo francés, que no haya contribuido a arrancar un adoquín y que no haya sido curado en las barricadas por Monod. Geismar, Cohn Bendit, Seauvageot, Krivine se llevaron la parte del león, pero los demás, en cuanto podíamos, tratábamos de sacar la cabeza sobre la multitud. Fue la revolución de una promoción con premonición de paro. Yo, en cierta ocasión conseguí subirme a un coche antes que Geismar y grité: Mierda, Mierda y Mierda. A Geismar no le gustó nada. Por cierto. ¿Se ha fijado en lo viejos que son los héroes del rock? Está todo programado por las multinacionales. Si usted se fija, uno de cada diez héroes del rock se suicida o muere de una sobredosis de algo. ¿Poética rockera? Mierda. las multinacionales los asesinan para mantener la tensión romántica. ¿Le interesa el rock?
– No.
– Y el Tao tampoco.
– Tampoco.
– ¿Qué le interesa a usted?
– Envejecer con dignidad.
– Imbécil.
Dejó caer la espalda contra el sillón de mimbre, como para ampliar la distancia que le separaba de Carvalho, abarcarlo mejor o simplemente disponer de más aire para oxigenarse y superar las turbias espirales de la borrachera. Recitó:
Los seres cuando llegan a su madu
rez
empiezan a envejecer.
Esto ocurre a todo lo opuesto al
Tao.
Y lo opuesto al Tao pronto acaba.
Se inclinó hacia Carvalho y le golpeó con un dedo en la pechera.
– Es usted hombre muerto. Para ser inmortal no hay que creer en la vejez. Se empieza creyendo en la vejez y se acaba muriendo.
Vació lo que quedaba de la botella de Mekong en el vaso de caña. Olió el contenido, reprimió una náusea, se lo bebió de un trago y con la lengua tan turbia como la mirada exclamó:
– Vivir es llegar y morir es volver. Lo dice el Tao.
– ¿Dice también algo sobre las borracheras pesadas?
– Es una filosofía liberal. En definitiva se basa en el "laissez faire, laissez passer", desde la profunda certeza de que la plenitud es una disposición del espíritu. Para conseguir esa plenitud del espíritu, yo necesito dos botellas de este infecto brebaje. Y pensar que cuando yo era un ejecutivo agresivo mi medida era una copa de Rémy Martin después del café. ¿Sabe usted que yo he llevado chaleco durante diez años?
Se produjo lo que Carvalho temía, lo que Carvalho quería encerrar en un pequeño círculo para dos. Pelletier se levantó con el vaso de caña en una mano y, con el brazo libre, abrió una señal de expectación en el aire que no pasó inadvertida a los pobladores de las mesas más próximas. Con los ojos tan brillantes como los labios y una constancia bovina en la mirada dirigida a una posible ensoñación, Pelletier recitó:
Suprime el estudio y no habrá preocupaciones.
¿Qué diferencia hay entre el sí y el no?
¿Qué diferencia hay entre el bien y el mal?
No es posible dejar de temer lo que los hombres temen.
No es posible abarcar todo el saber.
Todo el mundo se enardece y disfruta
como cuando se presencia un gran sacrificio,
o como cuando se sube a una torre en primavera.
Sólo yo quedo impasible,
como el recién nacido que no sabe sonreír.
Como quien no sabe adónde dirigirse,
como quien no tiene hogar.
Todo el mundo vive en la abundancia,
sólo yo parezco desprovisto.
Mi espíritu está turbado
como el de un ignorante.
Todo el mundo está esclarecido,
sólo yo estoy en tinieblas.
Todo el mundo resulta penetrante,
sólo yo soy torpe.
Como quien deriva en alta mar.
Todo el mundo tiene algo que hacer,
sólo yo soy inútil.
Sólo yo soy indiferente a todos los demás
porque aprecio a la madre que me nutre.
Descolgó los ojos de las alturas del universo para apreciar las sonrisas amables de los restantes pobladores del café y comprobar el efecto del veinte poema Tao en Carvalho, pero el detective no estaba allí y el no encontrarlo hizo tambalear a Pelletier, como si Carvalho fuera un soporte físico y no meramente visual. El detective estaba dentro del local pagando las consumiciones y maleta en mano se dirigió hacia el "ferry" que empezaba a humear y a lanzar alaridos por su sirena. Pelletier le esperaba al pie de la escalerilla.
– Aquí me despido. Penang me pone nervioso. Antes era una ciudad interesante llena de fumadores de opio, pero ahora están prohibidos y sólo venden batik. Una tela horrible que sólo son capaces de ponerse los americanos y algunas holandesas gordas.
Carvalho tendió una mano a Pelletier. El francés hubiera preferido despedirse con un ademán o con una frase. Pero aceptó la mano y la estrechó con una cierta ternura.
– Adiós, español, y suerte.
Desde la cubierta, Carvalho vio cómo Pelletier se acercaba al coche verde, lo husmeaba y finalmente sacaba de él su equipaje, una mochila en la que cabían las Galerías Lafayette al completo y se iba primero calle arriba y luego calle abajo, después de una breve vacilación.
En el aeropuerto de Penang nadie estaba dispuesto a molestarse comprobando las listas de pasajeros de los últimos días en busca de los cuatro nombres que ofrecía Carvalho como si fueran cuatro personajes diferentes. Carvalho enseñó un billete de veinte dólares que desapareció dentro de la mano de uno de los burócratas del departamento de información, quien le avisó de que necesitaba una hora para comprobarlo. El vuelo Penang-Singapur no era nacional. Penang pertenecía a la Federación Malasya y Singapur era un Estado soberano, por lo que Archit y Teresa tenían que haber exhibido algún pasaporte, aunque cualquiera puede intentar sacar un billete con nombre supuesto y luego pasar control de pasaportes, en la confianza de que el policía se limite a comprobar si la foto coincide con la cara. De pronto, Carvalho tuvo un impulso que no pudo impedir ni el cálculo mental de lo que iba a costarle. Preguntó en Información si se podía hacer una llamada al extranjero, a Europa y una propina de dólar consiguió que una muchacha de poderoso cabezón empleara una tenacidad equivalente en rascar los nervios de los cables telefónicos internacionales, hasta que al otro lado del teléfono se oyó la voz de Biscuter.
– Aquí la oficina del detective Carvalho.
– Biscuter, soy yo.
– ¿Es usted jefe? ¿Llama desde aquí? ¿Ha llegado ya?
– Te llamo desde Penang, en Malasya.
– Pues suena como si estuviera usted en el Prat, jefe. Mejor, todavía.
– Escucha Biscuter, que esto me va a costar un ojo de la cara. ¿Hay alguna novedad?
– La señorita Teresa ha vuelto. Hace un momento que ha llamado por si le encontraba a usted y se ha reído mucho cuando ha sabido que usted estaba buscándola en Thailandia.
– ¿Se ha reído mucho?
– Mucho, sí señor. Se vuelve a ir de viaje. A descansar. Me ha dejado unas señas.
– Mierda, Biscuter, mierda.
– Yo, jefe…
– En seguida voy para allí.
– ¿En seguida?
Pero Carvalho colgó conteniendo el deseo de estrellar el teléfono contra la pared y luego de romper en pedazos el recibo de los mil baths que le costó la llamada. Tenía que elegir entre regresar a Bangkok en busca del equipaje exponiéndose al interrogatorio de un Charoen indignado o dar por perdidas sus cosas, recomponiendo la vuelta a partir de Singapur. Si volvía a Bangkok aquel mismo día, conseguiría empalmar con el vuelo de regreso de su grupo aquella noche a las diez y media, recuperaría el equipaje y aún conseguiría sacar un mínimo beneficio de una expedición desquiciada. si volvía por Singapur, adiós equipaje y ni la más remota esperanza de que los Marsé quisieran o pudieran pagarle el suplemento. El primer avión para Bangkok salía al mediodía y llegaba a tiempo de recoger el equipaje y sumarse al grupo. Compró el franqueo suficiente para enviar a la embajada alemana en Bangkok la noticia de la muerte de Olga Schiller y los detalles sobre el lugar de su enterramiento y, una vez abandonada la carta a su destino de buzón, compró un billete de avión hacia Bangkok y aplazó el estallido de ira que le incitaba la simple evocación del rostro de Teresa. consumió el tiempo de espera contemplando la voluntad de compra de los turistas en las Free Shop de los vuelos internacionales: batik, figuras de teca, marfil, instrumentos musicales, horribles "souvenirs" urdidos en la central mundial de donde salen todos los "souvenirs" de abalorios y caracolillos de nácar. Por fin, subió al avión y el remonte de la península en dirección a Bangkok se le hizo larguísimo, en el temor de que Charoen no le diera tiempo ni a llegar al hotel y le estuviera esperando al pie mismo del avión de llegada. Pero no estaba allí y Carvalho imaginó el encuentro una hora después, para el momento en que se acercara al pupitre del Bell Captain del Dusit Thani y le reclamara el equipaje consignado. O Peter Pan no le reconoció o era un Peter Pan diferente, dentro de la misma gama. Carvalho entró en el Dusit Thani y buscó el pupitre del Bell Captain por la distancia más corta. Le entregó el billete de resguardo y mientras un mozo iba en busca del equipaje, Carvalho se volvió para abarcar el escenario familiar del "hall", las mismas especies de gentes esperando las mismas especies de guías, las mismas llegadas de notables de Bangkok vestidos para un banquete de boda o de final de convención, las mismas damas americanas apiscinadas, ahora amuebladas para que el marido las sacara a vivir emociones nocturnas que ellos habían censado estadísticamente durante el día en las oficinas de la DEA. La maleta llegó y a Carvalho le pareció que recobraba una parte de su mundo afectivo. Pidió una habitación donde pudiera ducharse y reordenar sus cosas y le cedieron, por una hora, una de las habitaciones de la primera planta que daban a la piscina. Carvalho se puso el traje de baño, salió al jardín y, en la más total de las soledades, se metió en las aguas y se dio el último baño de un verano ficticio. Luego rehízo la maleta y dejó vacía y abandonada la que había comprado en el barrio chino. Salió al "hall", devolvió la llave, preguntó si había alguna indicación sobre la concentración de su grupo para ir al aeropuerto y le dijeron que pasaría un autocar a recogerles a las ocho. Poco faltaba ya. Empezó a reconocer rostros entre las estatuas de sal del "hall", al tiempo que vigilaba y esperaba la aparición de Charoen o de los sicarios de "Jungle Kid" o madame La Fleur. Pero el que apareció fue Jacinto, que, al verle, venció el hieratismo de su rostro para expresar una cierta alegría.