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Preguntó Carvalho.

– Nada. Nada. Pocos diputados. Cinco. Decil televisión.

– "Prepara’t pels impostos, Quimet" [Prepárate para los impuestos, Quimet].

Exclamó una de las mujeres, y la otra lanzó una carcajada asfixiada, una carcajada de ahogada histórica que gasta los últimos segundos de su vida en reírse de su asfixia. El "Bangkok Post" aún no recogía los resultados de las elecciones españolas, pero se sumaba a las malas noticias de los comunistas informando que el ejército malayo había dado muerte a cuatro guerrilleros y que un matrimonio de activistas comunistas thailandeses, antiguos estudiantes de medicina durante los desórdenes estudiantiles de los años setenta, se había entregado a la policía después de haber pertenecido a diferentes expediciones guerrilleras infiltradas de Laos desde 1976. Carvalho enseñó la noticia a Jacinto.

– Muchos estudiantes ilse selva en mil novecientos setenta y dos y setenta y tles polque policía y militales matal.

A los catalanes no les gustaba que los militares thailandeses matasen a los comunistas, porque cabeceaban desaprobando y uno de los hombres comentó a Carvalho, en busca de complicidad:

– Eso tampoco, ¿verdad, usted?

– No. Eso tampoco.

Jacinto estaba diciendo que la popularidad de los militares había descendido en picado desde las matanzas de huelguistas y manifestantes, masacre consecuencia del miedo a que, tras la inminente caída de Vietnam, estallara en Thailandia una revolución nacional popular. El guía hablaba sin pasión, como si les estuviera diciendo dónde encontrarían los zafiros a mejor precio, dónde los masajes más sofisticados. "Un antiguo estudiante activista y su mujer, que se fueron a la jungla en 1975 y 1976, respectivamente, para unirse a los comunistas, se entregaron a la oficialidad del Comando de Operaciones de Seguridad Interior, ayer, en Bangkok, según informa una fuente oficial" era el comienzo de la información del "Bangkok Post". Huyendo de la persecución de militantes de extrema derecha, el estudiante había pasado por París, Pekín y finalmente Laos, desde donde fue enviado a combatir con las guerrillas del nordeste, en Phuphan, bajo el nombre de camarada Khem. La historia de la mujer era convergente. Huyó de Bangkok tras la masacre de rojos de 1976 y se había encontrado en la selva con él para combatir durante seis años y finalmente entregarse. Carvalho quitó palmeras al asunto, las sustituyó por abetos pirenaicos y su recuerdo se pobló de caras de héroes comunistas españoles, envejecidas caras, difusas ahora, como si fueran rostros de ahogados en el océano de la normalidad. Habían vivido en la jungla durante cuarenta años para llegar a cinco diputados.

Jacinto tuvo la iniciativa amable de coger la maleta de Carvalho mientras él saltaba de la furgoneta.

– Pesa poco. Poco equipaje.

– Me molesta viajar con mucho equipaje.

– Maleta demasiado glande pala tan poco equipaje.

Carvalho se encogió de hombros, recuperó la maleta y tuvo la sospecha de que el guía, mientras tramitaban el ticket de embarque hacia Chiang Mai, lanzaba de vez en cuando miradas de reojo al maletón lleno de aire, un neceser, una muda y un traje de baño.

Carvalho hizo el viaje a Chiang Mai rodeado de franceses acomodados y bien alimentados, no sólo con el rostro marcado por los niveles alcanzados por el buen vino que habían bebido a lo largo de toda una vida, sino diríase que, según la intensidad de las venillas lilas, podría descifrarse la marca y las mejores añadas consumidas. Desde la ventanilla, Carvalho contemplaba las feraces llanuras centrales, un arrozal continuado que se prolongaba hacia las montañas del norte y el fin de un mundo donde comenzaba otro, el país Shan y Laos, encontrándose ambos para cerrar el paso a Thailandia hacia China. Años atrás había hecho el mismo viaje y el Fokker se había llenado de nativos que volvían a casa con regalos de la capital, y a la vuelta los mismos nativos llenaron el avión de gallos encestados y bolsas de dariens recién cortados. Ahora franceses, japoneses, unos cuantos catalanes y thailandeses, equipados todos por la moda joven del Corte Inglés, pulcritud mesocrática que sólo desdecía una hermosa malaya de labios aputados. Escarbaba en el cabello de su marido en busca de piojos y los mataba con unas tenacillas "ad hoc" que había sacado de un bolso de piel de cocodrilo, sin respetar la consigna del rótulo luminoso. Aconsejaba abrocharse los cinturones porque se iniciaba el descenso hacia Chiang Mai.

Mientras esperaba la aparición de su maletón, los vio venir. Primero creyó que los dos eran policías, pero al llegar a su altura uno de ellos llevaba la placa distintiva de la agencia. Era el guía, no sabía inglés pero hablaba en francés y le habían asegurado que los otros cuatro viajeros también lo entendían; en cuanto a su acompañante era el señor Chuapiboon que se ponía a disposición de Carvalho y le enviaba recuerdos de Charoen, con el que acababa de hablar por teléfono. El guía les informó que ya los esperaba una furgoneta para hacer la primera excursión: ir a ver trabajar a los elefantes y visitar un poblado mheo.

– Me gustaría mucho charlar con usted, señor Chuapiboon, pero también me interesa aprovechar el viaje y conocer algo del país.

– He previsto esta circunstancia y me he permitido sumarme a su excursión, así de paso podremos hablar.

Era un hombrecito vestido con un traje color crema, el mismo color que tenía lo que había sido blanco de sus ojos. El guía hizo el gesto de coger la maleta de Carvalho, pero él la asió a tiempo y solicitó pasar primero por el hotel para dejarla. No era posible. El equipaje podía depositarse en el fondo de la furgoneta y después de la excursión irían al hotel. Las mujeres catalanas se instalaron en la furgoneta lo más cerca posible del guía, al que interrogaron a partir de aquel momento en un nuevo idioma basado en el inteligente truco de empezar las palabras en catalán y acabarlas en francés. Con todo, el invento funcionó, por lo que se confirmaba la tesis de Enric Fuster de que el catalán se parece a todos los idiomas y quizá sea la raíz misma del indoeuropeo. En cuanto a los maridos, se dividían en dos, un hombre cauto que miraba y callaba y otro que comentaba cuanto veía a partir de la filosofía moral de que cuando volviera a su pueblo le iba a parecer mentira haber visto todo lo que estaba viendo. Es decir, la comprobación de que las palmeras existían le había conmocionado desde su llegada a Bangkok, así como la posibilidad de ver crecer la soja en los márgenes de los caminos o de descubrir que las orquídeas son los geranios de Siam, que los elefantes levantan troncos con la trompa y que por lo tanto Tarzán, Sabú no eran sueños de su infancia o cromos coleccionables, sino posibilidades de la realidad. El entusiasmo de aquel comerciante de pueblo era estimulante al lado de la cantidad de majaderías que Carvalho había oído en labios de españoles prepotentes, dispuestos a ver la basura de Asia sin recordar la mierda de España. El tendero quería que los demás compartieran su entusiasmo y los demás no sólo eran su mujer o sus amigos, sino el propio Carvalho, al que de vez en cuando recurría para que corroborara su entusiasmo ante las mujeres mheo vestidas de lagarteranas o ante las estampas bucólicas de los campesinos apacibles caminando por el borde de la carretera. Carvalho repartía su atención entre el entusiasmo pastelero: "Guaita, guaita, Maria! Mare meva. Sembla que ho somiñ" [¡Mira, mira, María, parece que lo sueñe!], y la cháchara parsimoniosa del policía que se le había sentado al lado.

– Como si se los hubiera tragado la tierra. Puedo demostrarle que no están aquí. Científicamente.

Añadió arqueando una ceja y convirtiendo uno de sus ojos en un rombo amarillo.

En la senda que llevaba a la explanada donde los elefantes iban a hacer la exhibición de su maestría, Carvalho se detuvo ante el trabajo de un joven sentado en cuclillas afanado en convertir los tacos de teca en elefantes sutiles, elefantes gacela si se comparaban con los millones de horribles elefantes "souvenirs" que se venden por todo Thailandia. El hombre tiene tal conciencia de la dignidad estética de su trabajo que se niega al regateo de los turistas, y Carvalho le compra un elefante fascinado por su habilidad manual, como le hipnotizan las carniceras diestras o los camareros que saben desespinar un pescado. La contemplación del trabajo artesanal convirtió la salmodia del policía en un paisaje sonoro que luego le acompañó a través de la pasarela al otro lado del do, donde los esperaban pedigüeños elefantes infantiles, sabedores de que eran portadores de bananas y ternura. Sus padres y madres estaban atados con grilletes a la espera del momento en que los domadores los meterían en el do y comenzaría el ritual de la limpieza ante la remesa de turistas: arena de río, cepillo, agua y piolet contundente para guiar la obediencia. Luego la demostración de acarreos de troncos y la insistencia del guía de que una vez terminada la exhibición los elefantes se iban a trabajar a las montañas, después de haber cumplido con su pluriempleo de elefantes actores, de gestos fingidos ante turistas dispuestos a recuperar el país de su infancia.

– Si me permite, he preparado un plan de acción que será la prueba definitiva de que los fugitivos no están en Chiang Mai.

– ¿Lo ha consultado con Charoen?

– Desde luego, y está de acuerdo.

Todo consistía en que Carvalho debía exhibirse por las rutas turísticas más convencionales. Lo de hoy ya era un buen comienzo, pero a continuación debía someterse al calvario de recorrer las aldeas artesanales, la visita al poblado Karen, la ascensión por los doscientos noventa escalones que llevaban al templo Doñ Suthep, recorridos por el Mercado de Noche y, sobre todo, hablar con los conductores de pus-pus o con los taxistas y decir de dónde venía y que buscaba a unos amigos.

– Si están en Chiang Mai, darán con usted.

Terminado el show de los elefantes, la furgoneta siguió por la carretera asfaltada, y cuando se terminó continuó por un camino de tierra adentrándose en las montañas. Carvalho recordaba una excursión similar hasta un recóndito poblado mheo rodeado de campos de adormideras, en el que se podía comprar opio y pipas de opio. La furgoneta pasaba entre plataneras, matas de soja, cultivos de arroz de secano en busca de un poblado mheo donde ahora sólo podrían ver cómo bordaban las mujeres y otras muestras de artesanía. Los mheo, informaba el guía, proceden del sur de China, de Yunnan. Allí se habían dedicado al cultivo del opio desde siempre y, a raíz de persecuciones políticas y étnicas de fin de siglo, se desparramaron por el norte de Birmania, Thailandia y Laos, a donde llegaron con su vieja cultura del opio. En estos momentos, apostilló el guía, el gobierno thailandés les da facilidades para que saquen rendimiento económico de otros cultivos, algodón, por ejemplo, y de la artesanía, para que abandonen el opio.

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