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Que el mundo se estaba quedando pequeño lo comprobó una vez más Carvalho al descubrir que el gimnasio Lampun era exactamente igual que cualquier otro gimnasio de cualquier otro lugar del mundo, aunque estuviera situado en Petchburi Road, una vía rápida equivalente a cualquier vía rápida de cualquier ciudad occidental reconstruida a la medida del automóvil. Las narices aplastadas de los gladiadores acentuaba la dificultad de distinguir a los unos de los otros y su jerga y maneras parecían educadas por el cine norteamericano más que por la tradición ritual del boxeo thai. Lo único que variaba con respecto a un gimnasio de boxeadores occidentales era que antes de empezar a entrenarse o a combatir, los muchachos se arrodillaban, unían sus manos y se inclinaban hacia un punto determinado de la sala. Olor a sudor, polvo, desinfectantes, humedad de las duchas y tal vez un olor a músculo, a energía y a violencia domesticada. La aparición de Carvalho en plena sesión de trabajo provocó expectación. Hasta pararon su combate simulado sobre un ring y un hombre veterano con chándal de felpa salió al encuentro de Carvalho. Cuando Carvalho preguntó por Bancha Soponpanich una mueca de disgusto y sarcasmo se apoderó del rostro del encargado del gimnasio. Bancha, dijo con desprecio, y rechazó la posible presencia física del nombre con las dos manos.

– Ése viene poco por aquí. Ahora es un artista.

Se echó a reír y comunicó a la totalidad del gimnasio que aquel extranjero buscaba a Bancha. Hubo otra risotada y uno de los dos pequeños muchachos que boxeaban en el ring empezó a agitarse, a dar saltos sin ton ni son, como si boxeara y al mismo tiempo bailara el vals. La cosa debía ser muy divertida, porque entre la risa generalizada a alguno hasta se le saltaron las lágrimas. Bancha. Bancha. Decían y se señalaban entre ellos con el dedo para a continuación partirse de risa. Carvalho dejó que se desahogaran y cuando captó una cierta disminución en la intensidad del espectáculo volvió a dirigirse al encargado.

– Tengo que hablar con él. ¿Sabe usted dónde vive? ¿Boxea en el Lumpini?

– ¿En el Lumpini, ése? Para esos payasos no están abiertos ni el Lumpini ni el Rajadamnern. Eso es para boxeadores serios, no para bailarines. A veces puede boxear en alguno de los primeros combates. Pero en los combates serios, nunca. Y menos ahora.

– ¿Por qué menos ahora?

– Porque está en el Garden Rose haciendo de payaso. Yo le enseñé todo lo que sabe y cuando hace el payaso me parece como si el payaso fuera yo.

Volvió a decir algo en thai a los restantes pobladores del gimnasio y a continuación empezó a moverse como una bailarina. Se repitió el estallido de risas. Gente alegre, pensó Carvalho, y de nuevo dejó que la hilaridad descendiera para normalizar su situación.

– ¿Qué hace en el Garden Rose?

– Dice que boxea, pero hace el payaso. Allí llevan a los turistas para que vean un poquito de baile, un elefante empujando un tronco y cuatro payasos que fingen boxear o que luchan con las espadas. Puro cuento. Bancha se ha metido en eso y nunca más volverá a ser un boxeador.

– ¿Sabe usted dónde vive o dónde podría encontrarle?

– Vaya al Garden Rose. Los que trabajan allí viven allí. Por la mañana le limpian los cojones al elefante y por la tarde hacen el payaso.

El viejo se divertía mucho consigo mismo y rompió a reír balanceando el tórax hacia adelante y hacia atrás y dándose golpes con las palmas de las manos en los muslos.

– ¿Cómo se llega al Garden Rose?

– Está a unas cuarenta millas, más o menos. En Bangkok no se va a otro sitio. No hay turista que no haya ido al Garden Rose. Seguro que en su hotel hay una excursión diaria. Si va en taxi le costará más caro y si va en autobús llegará molido. Ustedes los europeos no están hechos para nuestros autobuses, pero en cambio nosotros sí estamos hechos para sus metros. Yo he estado cuatro años en Nueva York, amigo.

Las excursiones al Garden Rose ya habían salido del Dusit Thani, entre otras la del grupo al que pertenecía Carvalho. A ciento ochenta baths la hora de taxi, la excursión le salía por unos quinientos baths, dos mil quinientas pesetas que en España le parecería una tarifa regalada, pero que en Bangkok le suscitó la fiebre del regateo a la que se negó el jefe del servicio de taxis del hotel.

– Aquí los precios son fijos.

Le dijo como si le reprochara el comer con los dedos.

– Búsqueme un taxista que no me ofrezca catálogos de piedras preciosas o de seda.

– Los taxistas dentro del taxi son libres de ofrecerle lo que quieran. Es un servicio al cliente.

Pero algo debió decirle al taxista porque permaneció en silencio durante buena parte del recorrido y durante la segunda se limitó a preguntarle de dónde era. Cuando Carvalho le comunicó que era de Barcelona, en la confianza de que al taxista le pareciera un lugar galáctico no identificable, comprobó que la palabra Barcelona despertaba un sonriente entusiasmo en el hombre.

– Barcelona. Maradona.

Casi gritó el taxista y repitió la asociación de nombres varias veces al tiempo que se volvía hacia Carvalho y dejaba el coche al libre albedrío del que quisiera embestirlo.

– Barcelona. Maradona.

– Sí. Barcelona. Maradona.

– Barcelona. Maradona.

Carvalho se cansó de sonreírle y de decir que sí, de ratificar la identidad entre Barcelona y Maradona, y se adosó al cristal de la ventanilla para ver cómo Bangkok iba quedando atrás y la jungla reaparecía agazapada, cómo los lotos aprovechaban cualquier charco maloliente para regalar el esplendor rosa y blanco de sus flores. Un tono oscuro de madera de teka daba sentido al color de las gentes, de las casas, establecido como un fondo sobre el que destacaba el esplendor de las orquídeas parásitas o los verdes primitivos de la naturaleza, verdes que nada tenían que ver con los del mundo donde existe el frío.

– ¿Quiere ver la lucha entre la mangosta y la cobra? Podemos pasar por allí antes de llegar al Garden Rose. El espectáculo del Garden Rose no empieza hasta más tarde.

– ¿Qué le pasa a la mangosta?

– La mangosta es el único animal que no teme a la cobra. En el campo todas las casas tienen una mangosta en una jaula, y cuando la cobra quiere entrar huele a la mangosta y se va.

Carvalho opuso alguna resistencia, pero el taxista continuó cantando las excelencias del espectáculo, hasta el punto de hacerlo en thai en un monólogo expresivo que Carvalho escuchaba sin oír. el taxi se detuvo ante una empalizada y el conductor fue a buscar dos entradas. Abrió la portezuela para que Carvalho no se cansara y le mostró las entradas sonriente. El espectáculo debía entusiasmarle y se había autoinvitado. Más allá de la empalizada se abría un patio y luego un corral con voladizo contra la lluvia y bancos de madera rodeando una peana. Presidía la ceremonia un pupitre desde el que un nativo actuaba de locutor deportivo armado con un micrófono. Tras el locutor aparecían fotografías ampliadas de partes del cuerpo humano afectadas por las picaduras de las cobras y al pie del pupitre varias bolsas blancas, algunas ensangrentadas, escondían a los gladiadores. En cuanto a la mangosta, se removía enloquecida dentro de la urna electoral situada en una esquina de la peana. Carvalho descubrió entre el público a los mallorquines del viaje de ida. La guía rubia tenía ojeras y las piernas delgadas. Al locutor le habían dicho que entre el público había españoles y se expresaba en inglés y en italiano, pero cuando llegó el momento de describir la curiosa anatomía de la serpiente, cuando el amaestrador se paseó ante el público enseñándole los genitales del reptil, el locutor dijo que la serpiente tiene dos "pichas", demostrando que algún español le había enseñado el nombre de las cosas. Para Carvalho el espectáculo real fue una maciza americana sentada en la hilera de bancos opuestos. A través de la expectación, la sorpresa, el horror, la piedad expresados por su rostro, vivió la brutalidad de un espectáculo en el que las cobras deseaban no haber nacido. Ridiculizadas primero por un amaestrador que les daba golpes con un "Bangkok Post" enrollado, con las fauces llenas de sangre por la extirpación del órgano segregador del veneno, obligadas las que lo conservaban a clavar los dientes en un cristal para que el veneno fuera mostrado a rostros pálidos morbosos y asqueados, luego entregadas desdentadas y malheridas por combates anteriores a la ferocidad de la mangosta en su cubil transparente, las cobras inicialmente trataban de no enterarse, de dar la espalda a la mangosta, pero finalmente tenían que asumir el rol de cobras y dejarse mordisquear por una bestia feroz que las ensangrentaba un poco más, para que cuando estuvieran a punto de sucumbir, la mano del hombre las sacara de la urna de los horrores y las devolviera a la bolsa donde esperaban el próximo combate, la próxima hornada de turistas que las contemplaban como si fueran a fumar Winston con una de las "pichas" y a sacarse de la otra una pelota de ping pong reluciente de flujo.

Reemprendieron la marcha y el taxista le comentó entusiasmado el espectáculo como si Carvalho necesitara una explicación complementaria.

– La cobra no quiere luchar porque sabe que va a perder. Pero no tiene más remedio. La cobra es mala. Cada año mueren doscientas personas en Thailandia por culpa de las picaduras de cobra.

En el Garden Rose hay veinte mil rosales, anunció el taxista. A Carvalho con uno le bastaba.

– Es de un general. Lo mandó hacer todo un general de la policía que fue alcalde de Bangkok. Aquí casi todo es de los generales.

El taxista le tendió un folleto de propaganda del Garden Rose: una Thailandia turística y rural sintetizada, veinte mil rosales, cinco hoteles, dos piscinas, barcos deportivos, esquí acuático, la exhibición de los elefantes trabajando, el gran teatro para el boxeo thai, las danzas… todo "… junto al bucólico río Kachin".

– ¿Qué tipo de gente trabaja en el Garden Rose?

– Trabajan y viven allí. Se necesitan buenos informes para trabajar allí, no puede entrar cualquiera. Y han de hacer de todo. Los que trabajan el jardín por la mañana, por la tarde luchan o bailan. Han de saber de todo.

"… junto al bucólico río Kachin". El adjetivo bucólico sólo podía ser grecolatino. Un río del trópico no puede ser bucólico y, sin embargo, el Kachin estaba a punto de serlo. Un río ancho, lento, dulce, en constante arrastre de guirnaldas de plantas arrancadas de los márgenes. Carvalho preguntó el nombre de aquellas plantas entregadas a la fatalidad del devenir del do. El taxista no lo sabía, pero lo preguntó a un grupo de colegas que sorbían con pajitas el contenido de unos botellines de aspecto farmacéutico.

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