– Me chiflan los detectives privados. No leo otra cosa que novelas policíacas. Lo de Tere es una contrariedad.
Y se pone serio para repetirle a su hijo:
– Es una contrariedad.
– No hemos venido en busca de lamentaciones, papá. Hay que movilizar a gente para que se interese por lo que le pasa a mamá y hay que ir a Bangkok a buscarla.
– A mí no me mires. Yo puedo llamar a amigos míos para que se movilicen. Por ejemplo, al actual ministro de Exteriores… cómo se llama el chico ese que era tan amigo del tío Fernando… ¡ah, sí! Pérez Llorca… Le queda poco como ministro, pero algo podrá hacer. Supongo que se acordará de mí. ¡Hombre! Cómo no se me había ocurrido antes. Al Seni. El Seni y yo éramos de los círculos monárquicos hace… en fin… hace la tira. Llamaré al Senillosa… Y en cuanto lo de ir a Bangkok, chico, qué lata y qué caro. Yo en mi situación no puedo ayudarle a nadie. Ni a ti, Tito, y no es por falta de ganas. Este trabajo es provisional y el dueño, que es un íntimo amigo mío, me paga a un precio excepcional por ser quien soy y porque, verdaderamente, entiendo de perros. En casa siempre habíamos tenido perros de raza y caballos. Ya lo sabes, Tito. Pero no estoy en condiciones de ayudar a nadie que no sea yo mismo. Tú ya sabes, Tito, que escogí la libertad.
– Pero, al menos, muévete. Telefonea a esos señores.
– ¿Aquí? ¿Ahora?
– Aquí y ahora.
– Pero, Tito. Es impropio. No es lugar, ni es hora.
– Mamá está en peligro.
Ernesto ha cogido a su padre por un brazo y el caballero domador inclina la cabeza vencido por la obstinación de su hijo. Inicia la marcha hacia un chalet sobre el que campea otra vez el rótulo "Residencia canina Pluto". La marcha cansina del hombre se trueca en ágiles zancadas en cuanto han cruzado la puerta de entrada y se mete en un despacho donde un hombrón moreno, con el rostro agitanado por el sol, escudriña unos papeles.
– Alfonso, mira, chico, mi hijo Tito y un amigo. Mi mujer está en líos y he de llamar a unos amigos.
El hombrón ha levantado el cabezón y ofrece una cara hosca y llena de pliegues a los que acaban de entrar.
– Te he dicho cien veces que no quiero llamadas en horas de trabajo.
– Pero, chico, mira, es un caso de emergencia. Me olvidaba de presentaros a Alfonso, el alma de este negocio.
Alfonso no ha mejorado de talante por el hecho de ser presentado como el alma de todo aquello.
– ¿Cuántos perros has hecho esta mañana?
– Tres.
– ¿Y el de la señora Carola?
– También.
– ¿Adónde has de llamar?
– A Madrid primero para hablar con Pérez Llorca.
– ¿Con Pérez qué?
– Pérez Llorca, el ministro de Asuntos Exteriores.
Alfonso sigue sumido en la tormenta que le ha estallado en los sesos y abre los ojos con asombro cuando Ernesto coge el teléfono y lo pone en manos de su padre.
– Le pagaremos las llamadas y el tiempo de trabajo que pierda mi padre.
Los ojos y la boca de Alfonso se han abierto para absorber la cantidad de imagen necesaria para justificar la dura condena que van a emitir los labios. Mientras el domador solicita el teléfono del Ministerio de Asuntos Exteriores, Alfonso se pone en pie y dirige un dedo acusador al muchacho.
– En esta oficina las decisiones aún las tomo yo y no tolero que un par de pijos metan sus narices en mis asuntos. ¡Si no te ganas el dinero que te pago, aún te ganas menos el derecho a llamar por teléfono en horas de trabajo!
Y una manaza se apodera del teléfono en el momento en que el domador ha conseguido el número del Ministerio de Asuntos Exteriores. El domador cierra los ojos y se pone rígido.
– Mira, Alfonso, basta. Métete el teléfono donde te quepa y búscate a otro para que amaestre a tus perros.
Alfonso tarda en darse cuenta de que su protegido ha abandonado su protección.
– Así que te vas. ¿Y adónde te vas a ir?
– No me faltarán ocasiones.
– ¿A ti? Estás más desacreditado que…
Carvalho empuja a Ernesto para evitar que se soliviante con el hombrón que les va siguiendo, a pasos cortos compensados por la longitud de sus gritos.
– ¡Aún encima que te di este trabajo por caridad! ¿Para qué sirves tú, eh?
Como si la puerta del recinto fuera el límite de su autoridad, allí se queda el hombre contemplando la marcha de los otros tres.
– ¿Y este tío es amigo tuyo?
– Fuimos compañeros de colegio, de universidad… en fin. Pero le van mal las cosas y está que trina. Es un mal educado.
– ¿No te cambias de ropa?
– Así vengo cada día.
– ¿Y cómo vienes?
– O en tren o, cuando se me escapa, en autostop. Acompañadme a Barcelona y telefonearé desde casa de la abuelita, pobre, hace más de medio año que no la veo.
– ¿No tienes teléfono en tu casa?
– Vivo con unos chicos en un piso viejo del centro y no, no hay teléfono. Se está mejor sin teléfono. ¿No es verdad? Y tú, Tito, ¿tienes teléfono?
– No.
– ¿Lo ves?
Una sonrisa revela la trama de arrugas finas como cortadas por la punta de un agudo estilete y hay una cierta petición de disculpa en sus ojos risueños y un resto de recomposición de imagen en la mano que pone en su sitio el flequillo encanecido. Ernesto permanece ensimismado en el asiento de atrás, Carvalho conduce el coche, el ex domador de perros monologa en voz alta, fingiendo que dirige una comunicación a su hijo.
– La verdad es que ya estaba harto. De hecho acepté este trabajo, Tito, porque era al aire libre y ya sabes que en los últimos años no soporto los espacios cerrados. Voy a telefonear a esta gente y luego me parece que me vuelvo a Ibiza. No está la temporada alta, pero para mí siempre hay alguna plaza de camarero o de chófer de coches de alquiler. Allí, con un par de idiomas te defiendes y no sabes lo que les agradezco a papá y a mamá que me hicieran aprender alemán de pequeñito, chico, los alemanes son los americanos de Europa. Tito, chico, lo siento porque es tu madre, pero lo de tu madre no tiene arreglo. Es muy buena chica, eh, no lo niego, pero no tiene nada aquí dentro.
Y se señalaba el flequillo.
– Ahora me esperáis y yo subiré solo a casa de la abuelita.
– Yo voy contigo.
Dijo Ernesto sin dejar la posibilidad de ser rechazado.
– Como quieras, pero ya sabes que la abuelita no te ha perdonado lo de la chica esa.
– Yo subo contigo.
Sonríe condescendiente el ex domador de perros y pone cariñosamente una mano sobre un brazo de Carvalho.
– ¡Ay, amigo mío, estos hijos! ¿Tiene usted hijos? No. Le felicito. Ya ve. Ya ve las complicaciones que traen.
Ernesto le pide con gestos que baje el cristal de la portezuela y se asoma por la ventanilla.
– No hay que confiar mucho. Con Pérez Llorca no ha podido hablar, pero le ha dejado el recado a una secretaria. Con Senillosa sí que ha hablado y le ha prometido que moverá lo que pueda, pero le ha advertido que no es el primer caso de españoles liados en asuntos de droga en Asia, y las cosas son complicadas.
Carvalho no quiere enfrentarse a la expresión de tristeza del muchacho.
– Si yo tuviera dinero cogería el primer avión. A ver si mi abuelo ha hecho algo. ¿Quedamos esta tarde para ver al de la agencia? Yo ahora tengo que hacer.
Concuerdan la cita y Carvalho retiene al muchacho.
– Oye, le has dicho a tu padre que yo iba a ir a Bangkok a buscar a tu madre…
– Sí.
– Ni se me ha pasado por la cabeza.
– Comprendo.
Pero no lo comprendía y Carvalho tampoco lo comprendía segundos después, cuando decidía irse a comer al hostal d.en Binu, el mejor restaurante más próximo a la casa del viejo Marsé, más próximo al viejo Marsé. Aunque el horizonte inmediato lo ocupaba en su totalidad una lubina a la papillot de excelente factura que había probado en el Binu hacía algún tiempo, fue en el momento de reponer gasolina cuando se dio cuenta de que la estaba gastando a cuenta de Teresa Marsé sin que nadie le hubiera encargado el caso. Se había pasado los últimos días en busca del fantasma de una mujer muerta y tras los pasos de Teresa, la loca fugitiva, gratuitamente, como si él, Pepe Carvalho, viviera del amor al arte y no tuviera ya cuarenta años gravemente adjetivados por los nueve que le acercaban a la cincuentena y a lo que los locos por el eufemismo llamaban tercera edad y sin reservas suficientes como para esperar tranquilamente una vejez pesimista pero digna. Esta angustia condicionó el que se mostrara moderado en el Binu y, sin abdicar de la lubina a la papillot, pidió un entrante modesto aunque excelente que no estaba a la altura de las sugerencias de la carta: sopa Maresme. También eliminó el postre y salió del establecimiento con la sensación de haberse asegurado la alimentación durante una semana de su próxima vejez. Mentalizado para ser viejo, Carvalho además se encontraba en mejores condiciones de afrontar al viejo Marsé sin complacencias, para hablarle de tú a tú, de condenado a morir a condenado a morir, y lo demás son puñetas, gritó Carvalho al paisaje que le abría el parabrisas de su coche, agrisada la luz blanca del Maresme por un cielo plomizo sobre el que garabateaban falsas huidas bandadas de pájaros con presentimiento de invierno. El misterioso vocerío de los pájaros de Bangkok. Aquellos cables convertidos en un asidero desesperado e insuficiente para miles y miles de pájaros. Tal vez fuera una época excepcional o pájaros excepcionales o la excepción era su estado de ánimo. Pero los estados de ánimo jamás se recuerdan exactamente, siempre se modifican por el estado de ánimo del momento de la remembranza y él estaba en Bangkok para ayudar a preparar la retaguardia de la presumiblemente perdida batalla del sudeste asiático, perplejo ante el sin sentido de millones de seres exactamente iguales a Fu-Manchú y ante el paisaje de una ciudad muda para él, con los rótulos en un idioma dibujado. De la embajada americana al Dusit Thani y alguna salida nocturna con los otros agentes capaces de hacer con la lengua el ruido del descorche en el momento en que la nativa sacaba la pelota de ping pong del coño, sin otra ayuda que sus músculos vaginales. En el ánimo de Carvalho una intuición de despedida, de último servicio, que no quería clarificarse a sí mismo. La casa de los Marsé se sobrepuso a una doble conciencia de pájaros thailandeses y carretera catalana que le había acompañado desde la salida del restaurante. La criada filipina inició un no sé si el señor está en casa al que Carvalho respondió con una sonrisa abriendo la marcha hacia el "hall". La filipina trató de adelantársele y el inicio de carrera fue interrumpido por la aparición de la señora a través de una puerta lateral. Encajó la presencia de Carvalho sin alteración, se limitó a mirar escalera arriba, como si aquel gesto advirtiera de o presumiera la presencia de su marido. Se acercó a Carvalho y le puso una mano sobre el brazo.