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15 de octubre

Hace unos días escribí sobre novedades. Dejé una sin apuntar y con razón porque estuve, o imagine haber dado un paso, una pequeñez, un algo, un alguito que me regalaba el destino para acercarme a las puertas de la felicidad.

La cosa es que yo estaba en mi vereda jugando con el perro Tra . Creo que cada día somos más amigos. Se que le agradan mi olor y mi compañía. Tra ha crecido mucho y me alarma un poco el grosor de sus patas. Nunca supe que atacara a nadie pero desprecia a Eufrasia simulando sordera y ojos de ciego.

Estaba molestando a Tra para divertirme con sus gruñidos de amenaza juguetona de modo que no pude oír los pasos a mi espalda. Dos manos me taparon los ojos y supe que eran de mujer porque no presionaban. Simplemente se habían posado en mi cara. Ninguna voz preguntó la estupidez: adivina quien soy. Temiendo que se estropeara la alegría que supuse, cubrí con mis manos las intrusas y murmure: «Elvirita querida».

Me enderecé para ella. Me ofreció la mejilla pero un temor me hizo besarla en la cabeza, en el pelo tan recortado que parecía cubrirla como un casco. Mis ojos estaban húmedos mientras cambiamos las tonterías de los reencuentros. Ella mostraba su sonrisa, para mí dolorosa, de adolescencia y salud. Tenía largas las piernas, tenía para siempre quince años, tenía algunos movimientos desganados con un leve toque másculino como si la naturaleza no hubiera terminado aun de imponerle totalmente una feminidad absoluta. La blusa de mil dibujos apenas insinuaba la presión de los pequeños pechos. Una cartera le colgaba del hombro y llevaba pantalones azules.

Recuerdo que me obligué vagamente a evocar a la niña cuando más de una vez tuve que cambiarle las ropas en ausencia de Eufrasia.

Era muy hermosa, los grandes ojos claros me mostraban alegría y un algo defensivo y desafiante y el cuidado de un secreto como todas las muchachas. Apenas era por encima de todo una niña puesta en el mundo para añadir dicha a los pesares humanos. Sin tener conciencia de su misión, le bastaba con ser y estar.

Al repasar estos apuntes me parece oportuno explicar el significado que, felizmente para mí, la vida me otorgó mostrándome muchachas. Esto acabo de escribirlo hoy y ya muy lejos de Elvirita, a la que sigo adorando. Hace tiempo un amigo que comentaba su vida matrimonial me dijo: «Uno se casa con una muchacha y una mala mañana se encuentra con una mujer a su lado». Sucede.

Es que el mundo, generacion va y viene, esta perpetuamente poblado por falsas muchachas. Hay muchas que nacieron no muchachas y nunca variará su condición, tan lamentable. Las muchachas legítimas al dar sus primeros berridos ya son esclavas deliciosas de su destino inmutable. Porque el muchachismo persevera y se mantiene exento de edades o peripecias. Es eterno, y la hermosura no es indispensable.

Fue otra la que sentenció, entre rosas y vino: Muchacha serás y agregarás belleza a este mundo.

Entramos en la casona. Yo detrás de ella, amando su culito inmaduro, rabiosamente apretado por el pantalón. Elvirita dejó la cartera entre botellas y vasos sobre la mesa grande y se puso a caminar examinando el estado de las reproducciones de pinturas. Las que ella había conocido en su infancia, recién llegadas y que fui pegando a las paredes. más de una vez me arrepentí del criterio empleado para la distribución. Nunca hice nada para corregirlo. Eufrasia había venido con ella y se había encerrado en su cuchitril. Tal vez estaba durmiendo.

Tra seguía a la muchacha olfateando las sandalias. Le daba la bienvenida con la cola. Me chocó la indiferencia de ella para con el animal.

De pronto Elvira abandonó la inspección y me dijo:

– Todo en ruina ¿no?

Me estaba defendiendo cuando le hable de la humedad de las paredes, de una corriente subterránea de agua imposible de secar. Pero ella no me escuchaba. Señaló con el pulgar a la cortesana picassiana que estaba a su espalda y sonrió con algo de melancolía y burla: «¿Te acordás?, ¿Tu novia, verdad?»

Abandonó a la cortesana y con un movimiento de cabeza señaló la puerta de la pocilga donde Eufrasia reinaba sin súbditos.

– ¿Es cierto que sos un alcohólico y que te vas a casar con eso?

No supe si estaba loca o decía una broma desgraciada.

Me reí un poco y ella seguía seria. Me tocó el brazo y nos alejamos de Eufrasia, de sus oídos. Salimos al sol y todavía caminamos, prudentes, unos pasos más. El Tra eligió quedarse echado adentro.

– Niña -dije-, ¿a que viene ese disparate?

Y fue así, en la esquina de la casona, de pie y muy cercanos, con desconcierto, incredulidad e indignación, mirándole la boca que decía, acariciándola mentalmente, como en un bautismo, con la dulzura de la palabra rosebud , que me fui enterando de como era Carr contado por Eufrasia. En mi vida no faltaron homúnculos que interpretaran con bajeza algún acto mío. Pero nunca había escuchado nada comparable a aquel Carr fabricado con mentira y bilis.

– Que la vida de ustédes era un verdadero martirio porque tu estabas siempre borracho y, cuando habías tornado una de más, le dabas palizas que casi eran de hospital y que la tenías loca con el asedio de que deseabas casamiento, pero ella no podía porque siendo menor, casi una niña, la casaron de obligación con un muchacho de familia bien y rica, siendo este muchacho de piel muy blanca, que leche parecía, pero hubo factores de parte de los suegros y todo terminó en separación y el esposo quiso consolarse recorriendo el mundo, que ya nadie sabe por dónde anda, que ni dirección dejó, así que ahora, aunque tenga que soportar imploración y castigo…

Elvirita no mentía y la mala fe de Eufrasia me pareció tintada de locura; ignoro si las muchachas legítimas pueden tener adenoides. Ella se interrumpía para respirar un rato con la boca abierta. Y su voz era apagada. Descansaba y hablaba hasta que nos llegó la orden insolente y grosera de Eufrasia:

– Elvirita, venga acá enseguida.

– Pero que mierda se habrá creído -estalló furiosa la muchachita y empezó a caminar, casi correr, hacia la puerta de la casona. Muy curioso, la seguí alargando los pasos.

Trato de recordar y apunto la escena.

La Eufrasia sostenía con la mano derecha una tira de plástico azulenco que hacia girar sobre la cartera abierta de Elvirita. Preservativos, reconocí, fracasado un impulso de equivocarme.

– Condones -gritaba la mujer- y ni es sorpresa porque hace tiempo que me estaba sospechando que eras una putita que andaba con machos.

– Quién te dio permiso para revisarme la cartera, negra de mierda.

Se volvió hacia mí con una sonrisa forzada y dijo:

– Es que los muchachos son tan descuidados.

Así me convertí en el anciano padre bondadoso que todo lo comprendía y todo lo perdonaba.

– Cochina -gritó la Eufrasia con espuma en los labios. Dejó caer los condones y avanzó hacia Elvirita preludiando la bofetada. Pero la siempre muchacha fue más rapida. Sacó de la cartera una navaja abierta y retrocedió, afirmándose en las piernas.

– Si me llegás a tocar, negra sucia…

– Puta mentirosa -dijo Eufrasia. Pero ya no me pareció agresiva; más bien triste.

Con la mano libre Elvirita se oprimía el pubis.

– Esto es mío y de nadie más y con mi cosa hago lo que quiero.

– Elvirita, te has vuelto loca. No sos Elvirita.

La cara de la más joven parecía envejecida; no por el tiempo sino por un cinismo que le estaba incrustando una mueca pervertida. El muchachismo se le estaba desprendiendo como cortezas de un árbol.

El griterío atrajo al perro que ahora gruñía y mostraba los dientes sin decidir a cual de las mujeres debía atacar. Muchas veces repetí «tranquilo Tra », mientras le acariciaba la pelambre erizada. En aquel momento sentí que el perro podría ser una bestia peligrosa.

– Sí-dijo Elvira-, somos dos mentirosas. ustéd empezó a mentir desde que otra mujer me parió y yo le estuve fingiendo desde mi primera sospecha. Porque supe irle sonsacando al padrino. Pero mírese en un espejo y míreme a mi. Por Dios, dígame quien se lo va a creer.

Se puso a reír y estas burlas, estoy seguro, le dolían más a Eufrasia que los insultos. Dejo caer brazos y lagrimas y muy lentamente, arrastrando los pies, volvió a su covacha. Yo devolví los condones a la cartera y la cerré. Sin mirar, supe que la muchacha había quedado inmóvil y trataba de espiarme la cara.

Di unos golpes en la puerta de Eufrasia y entré. Estaba boca arriba en el jergón y seguía llorando sin ruido.

– Don Carr -dijo convulsa-, yo sólo quise hacer un bien. Me lo pidió el medico. Creo estar muriendo. El corazón.

Le tomé el pulso y le acaricié la frente. Todo normal. Salí cuando el llanto comenzó a ser estrepitoso.

Afuera no había Elvirita ni perro. Claro, tampoco cartera. Ahora podía revolcarse tranquila otras seis veces. La muy puta.

Pero me sorprendió saliendo de una esquina de la casona.

– Perdóname -dijo-. Fue muy feo y las cosas feas me asquean. No me disculpo pero te explico.

Muy despacio, con la mansedumbre de una ola arribando a la playa, asomó de nuevo su sonrisa adolescente.

– Disculpame, fue como una explosión que estuve reteniendo durante años. La navaja era sólo para defenderme de esa negra loca que te hace borracho y, de a poco, te va a convertir en un pobre hombre, en una lastima. A veces pienso en como eras y lo que yo esperaba que podrías ser. La navaja la llevo porque somos un grupo de chicas que hemos jurado muerte a los violadores que siguen violando con permiso de la policía y de los jueces. Reite si querés, pero atraparon a uno y le rompieron el culo con un ortopédico magnum y le cortaron las bolas y lo dejaron tirado en la puerta de un hospital. Y nunca aparecio el culpable porque, ¿sabés quién fue? Fuenteovejuna, todas a una.

11 de octubre

Más de una vez en mis visitas nocturnas a Díaz Grey tuve la tentación de contarle la anécdota de Elvirita y su banda de niñas antivioladores. Anoche lo hice sin decirle lo que sucedió con Eufrasia que se había repuesto tomando litros de infusiones de yuyos y se había marchado a Santamaría Nueva, no sé si para continuar la pelea, y provoque varias reacciones que me resultaron confusas. Me preguntó sobre las visitas de la muchacha a mi palacio de ladrillo y cemento. Quisó saber con qué frecuencia, aproximadamente, se producían; me preguntó por Eufrasia, buscando otro tema. Lo que dejó traslucir era si la madre de mentira estaba presente cuando venía la niña, como él acostumbraba llamarla. Lo que no se atrevía a preguntarme de frente era si yo me acostaba con la niña. (Que Dios lo oiga.)

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