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– Ahí derecho tiene la casilla. Le aseguro que no hay peligro de salud. No se preocupe por nosotros. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy ultimo porque quiero hacer dormida.

Todos serios y la noche sin luna, sin perspectiva de algo que pareciese amor, cuatro machos sin alegría ni impaciencia turnándose sin prisas para vaciarse en un coito al que era imposible adormecerle la animalidad con besos o caricias.

Enderecé hacia la sombra con casilla y al poco distinguí una luz mezquina y rastrera.

La puerta era una cortina de arpillera. Empujé con el codo y entré en el tufo que segregaba, tenaz, una pila de pieles de cordero. Del techo colgaba un farol de luz amarilla y en una cama estrecha estaba una menor de edad envuelta en un camisón de bordes grisáceos.

Dije buenas noches, tanteando.

– Buenas para usté -me contestó con una voz que era muchos años más vieja que ella. Avancé un paso con sonrisa y le miré los ojos negros, inmóviles en la cara flaca donde presionaban los pómulos. Y de pronto la reconocí. La había visto tantas veces y en tantos lugares distintos, siempre la misma, e imaginada sin esfuerzo en cualquier lugar del mundo. Era ella, inconfundible, aunque variaran los estilos de pobreza de sus ropas. Allí estaba, vieja amiga, vieja lastima. Estaba y sigue estando, idéntica, sin madurar, siempre renovada. Ella. A veces adelanta una mano que ofrece pañuelos de papel o aspirinas condones, caramelos, pastillas. Inmortal y ecléctica Si la jornada resulto tan miserable como su propia vida y presiente los peligros de un regreso a la cueva sin el fugaz escudo de algún dinero, también puede ofrecer en venta lo que propone la sonrisa turbia que jamás es acompañada por la permanencia del total desencanto, ya fijo para siempre en los grandes ojos inmóviles. A veces, desesperadas, las pordioseras sólo pueden ofrecer la desnuda limosna de sus manos sucias, rogando monedas, los ojos agrandados en la flacura de las caras, los ojos donde alternan el hambre y el odio. Le puse una mano sin peso en la cabeza y corcoveo rechazando.

– Déjese de toqueteos que yo bien se a que vienen ustédes. Mejor que se apure porque en una de esas me dejan sin asado.

Y entonces cometí mi error y le hice la peor ofensa que puede hacerle un hombre a una mujer, ya sea puta o no del todo.

El reencuentro acabo en fracaso. Imposible desearla; la había visto tantas veces, tantas veces en cualquier sitio, había querido, en vano, ampararla. Era la piedad, la jodida piedad.

De modo que le dije con una voz suave y amistosa:

– Mira, querida, lo que podemos hacer…

– Yo no soy su querida. Y claro que tengo mi querido, pero él es mozo.

Movió la cabeza y pude verle en la mejilla que había protegido la sombra una larga herida de uñas con algunos puntos que aun brillaban.

Pregunté y dijo:

– Fue que tuvimos con mi mejor amiga, que es la Mariamarta. Porque pensábamos en venir para trabajar las dos en una fiesta grande pero fuimos sabiendo que la fiesta se achicaba y entonces no había tarea para dos porque hubiera sido estarnos robando dinero la una a la otra. Así que peleamos cuala de las dos y hubo disputa y yo le gané y si ustéd me ve esta marca algún día verá que ella no se salió librada.

Le di la razón e insistí con la propuesta:

– Mira. Me dijeron que la tarifa era cuatro pesos. Te dejo cinco en la mesita y charlamos de cosas un tiempo para engañar a los milicos.

La mesita era un cajón de madera puesto vertical.

No recuerdo la primera palabra insultante que gritó. Si recuerdo la furia de los ojos y la boca. Renació el dialecto de la frontera:

– Eu no aceito limosna.

Se subió hasta el pecho sin pechos aun el borde del camisón mugriento.

Ya era noche oscura cuando la chica salió de la casilla y se acerco, odiando y cínica, al fogón, chorreando semen por las flacas piernas, para comer al fin pedazos de carne, después de tantos días de fideos hervidos.

3 de agosto

Quisiera apuntar, como un chiquilín malhumorado, hoy no apunto nada. Algo me están asustando los días con rostro invariable. La reiteración de días iguales, confundibles. Porque me confieso que me estoy confundiendo y no podría afirmar, por ejemplo, si fue ayer u hoy que escribí, un poco borracho, la carta muy cautelosa e invalida destinada a la mujer ahora llamada Aurora, ya no Aura, que nunca pondré en el correo porque hace tiempo que ignoro en que país esta viviendo, si es que vive.

Y no puedo asegurar que haya sido ayer que en el crepúsculo el sol se puso rojo y ese color duro tanto tiempo que me pareció una amenaza. Siempre se me entreveran los recuerdos o mejor dicho cuando, en que día sucedieron las cosas que quiero o tengo que recordar.

Bien sé que una noche de estas se llamara sábado y llegara el camión con dos muchachos y repetiremos, casi, las frases y las bromas de sábados anteriores. La única variante será enterarme de que extraño recipiente eligieron esta vez para esconder la mercadería.

Hubo juguetes, libros y hasta cocos.

Pienso en mis días y los imagino como placas de una mesa de juego que van cayendo unas sobre otras, todas del mismo color desvaído y valiendo siempre lo mismo.

3 de septiembre

Para esta distracción sin destino me pareció que sería más divertido escribir los apuntes con distintos útiles. Visite al Viejo Lanza y luego de escuchar muchas maldiciones contra caudillos, curas y militares, maldiciones iniciadas o interrumpidas por la palabra cono, le compré, además de las torpes novelitas policiales, una buena cantidad de lápices, lapiceras, bolis o lo que todavía no fue inventado, para ensuciar papeles.

De algún lado me llegó un vaso verde, jaspeado donde al lado de mi cama me muestran ofertas de colores, de posibilidades muy disputadas, de escribir apuntes que serían siempre sobre hechos futuros, nunca sucedidos. Apunto que a veces, entorpecido y deslumbrado por los brebajes de Eufrasia, los miro, acaricio apretándolos en manojo y les dedico una sonrisa pensando: ¿por qué no? Es muy posible que alguna noche pronuncie en voz alta esa interrogación.

6 de noviembre

Hoy recuerdo que durante el exilio en mi santa helena personal estos apuntes resbalaron y cayeron al suelo entreverándose. Los junté como pude y nunca traté de ordenarlos. Para hacerlo hubiera sido indispensable mirar fechas y sucesos: una tarea imposible para mí. Leer lo apuntado me resultaba no sólo desagradable sino también repugnante. Todo lo sucedido esta muerto y enterrado en el transcurso irrefrenable de segundos, minutos, en las horas superpuestas sin remedio a las que eran dichosas o tristes.

Miro la montañita de los apuntes y sé que no tienen destino. En la vida de todo hombre normal y maduro hay siempre una mujer lejana. Por la geografía o los días. Nunca volveré a ver a mi lejana. Si vive, pisa un punto de la tierra ignorado por mí. Y si llegara a producirse el milagro, ya marchito, del reencuentro, tampoco te ofrecería mis apuntes como lectura. Tal vez, Lejana, te mostrará el montón de hojas como una avergonzada y lastimosa prueba de que yo estuve viviendo en tu ausencia.

4 de marzo

Sí, hubo dos viajes y muchas frases. Pero puede ser que los anote otro día. Total ya son de un ayer muy largo.

Estoy en Santamaría, sólo en la gran casona que huele a humedad. Cuando me sentí descansado, me bañé, me afeité y me fui en el jeep atravesando un crepúsculo rojizo que anunciaba lluvia que no vino, a visitar a Díaz Grey.

Me recibió como si hubiéramos estado juntos anoche, como si la voz de alarma no hubiera llegado hasta el. Ahora tenía y ofreció un coñac Francés en copas adecuadas. Era una delicia mover mucho la lengua antes de cada trago.

Varias veces yo había visto en el gran escritorio una grabadora de bolsillo. Y cuando después de los bueyes perdidos me dijo que consideraba leal contarme muchas cosas (antecedentes, dijo), le pedí permiso para usar el aparatito. Me dió el sí con sólo encoger los hombros. Dijo:

– Ya tiene secas las pilas.

Dejé el aparato con vergüenza. Porque pensé que el médico iba a descargar aquella noche otro torrente de sucesos mentidos, siempre protagonizados por él. Pensé que para haber vivido tantas cosas se hubiera necesitado disponer por lo menos de dos vidas. En todo caso yo, pobre diablo, sentía envidia por su imaginación y su manera tan personal de narrar sucedidos que nunca sucedieron. Acepté con desengaño que, por más que me esforzase, yo nunca podría hacerlo. Y no digo conversando como lo hacía el sino mucho menos escribiendo. Pienso en estos apuntes que estoy resuelto a continuar nunca se sabe hasta cuando.

5 de febrero

Casi anocheciendo, en sábado y muchas horas antes de lo habitual, oí el ruido de un camión que se acercaba a mi casona. Salgo a la puerta y cuando me disponía a saludar y tal vez a ayudar en la descarga, el coche aceleró y muy pronto no fue más que un recuerdo. Llamé a Díaz Grey y me dijo:

– Ese es Garay, el tuerto. El muy cretino pensó que lograría escaparse con la mercadería. No irá muy lejos, yo me encargo. Pero complica mucho.

16 de febrero

Pasaron días y se me hizo evidente que el medico no deseaba hablar del camión fantasma. sólo supe por chismes oídos al chusmaje del Chamamé que el llamado tuerto, que no lo era, estaba ahora en purgatorio o infierno. El cuerpo apareció en un charco cerca del río. Según supe, muy suicidado.

4 de diciembre

Es curioso que en momentos de grave tristeza y de mil pequeñas nostalgias que se juntan para herir, nunca demasiado, mire el cuaderno en que apunto con algo de satisfacción absurda y ganas de quemarlo.

El que puse ahí no soy yo del todo.

Hoy hubo visita. Elvirita. Aspavientos de Eufrasia, bienvenidas hipócritas. Un beso como ausente en mis dos mejillas. Después silencio. Ella en la cama leyendo esa serie de casualidades que forman una gran novela, Los monederos falsos . Yo mirándole las piernas tan largas, que empiezan en unos calzados absurdos que se llaman botinas, todavía blancas porque el verano aun no llega. Y miro con disimulo las botinas donde las piernas nacen y van creciendo hasta unirse con esa fuente de mi pena de hoy, mi leve desespero.

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