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Era cerca de la una en el establecimiento, un Vips, allí había aún mucha gente cenando y comprando, y en Inglaterra era siempre una hora menos. Me levanté y fui al teléfono, por suerte era de tarjeta y yo tenía tarjeta, saqué de mi cartera el papel con el número del Hotel Wilbraham, y a la voz del conserje (la misma, estaba claro que su turno era de noche) le pregunté por el señor Ballesteros. Esta vez no dudó, me dijo:

– No cuelgue, por favor.

No me preguntó si sabía el número de habitación ni nada, sino que él lo añadió como para sus adentros o como si radiara sus actos y sus pensamientos ('Ballesteros. Cincuenta y dos. Vamos a ver', dijo, y pronunció el apellido como si llevara una sola l), y oí en seguida el sonido de la llamada interna que me pilló de sorpresa, no estaba preparado para ello ni para oír a continuación la voz nueva que dijo '¿Diga?', o bueno, no dijo eso, sino en inglés su correspondiente. Aquella sola palabra no me permitió saber si era una voz española o británica (o si el acento era bueno, en el primer caso), porque colgué nada más oírla. 'Santo cielo', pensé, 'este hombre todavía está en Inglaterra, no debe de saber nada, cualquier persona que hubiera ido a la casa habría hecho lo mismo que yo, habría buscado y hallado las señas y el número de Deán en Londres y por tanto él tendría que estar ya avisado. Luego aún debe ignorarlo, a menos que se lo haya tomado con mucha calma. Si el niño está en buenas manos, puede que haya decidido volar mañana. No, no debe saberlo, o quizá acaba de ser informado y hoy ya no puede hacer nada. Quizá esté aún llorando en su habitación de hotel extranjero, y esta noche no conciliará el sueño.'

– Oiga, ¿va a llamar más?

Me volví y vi a un individuo de dientes largos (nunca tendría la boca del todo cerrada) y convencionalmente bien trajeado, llevaba un abrigo de piel de camello: como suele suceder en estos casos, su dicción era plebeya. Saqué mi tarjeta y me hice a un lado, volví a mi mesa, pagué mi coca-cola, salí, y fue entonces cuando regresé a Conde de la Cimera en un taxi. Mí visita no fue larga, pero algo más de lo que pensé en principio. Le dije al taxista que aguardara y descendí con la idea de que fuera un segundo, me quedé al lado del coche y miré hacia arriba y no pude respirar aliviado: las luces que yo había dejado encendidas seguían así, aunque era difícil recordar si se trataba de las mismas exactamente o si se había producido alguna variación, sólo las había mirado un momento desde aquella posición al salir, no me había entretenido, aturdido entonces y temeroso y cansado; y si eran las mismas era muy probable que nadie hubiera entrado en aquella casa en todo el día, y que el cadáver continuara allí transformándose semidesnudo bajo las sábanas, en la misma postura en que lo había dejado o acaso destapado y zarandeado por la impaciencia y la incomprensión y la desesperación del niño ('Debí cubrirle la cara', pensé; 'pero no habría servido de nada'). Y el niño también seguiría allí, quizá se habría comido cuanto le había dejado a mano y tendría hambre, no, le había dejado bastante cosa, una mescolanza, un revoltigrama, para un estómago pequeño. No sabía qué hacer. Estaba allí de pie con mi abrigo y mis guantes de nuevo, a mi lado un silencioso taxi que se había decidido a parar el motor al ver que mi espera no era tan breve. A esas horas había encendidas más luces en el edificio, pero mis ojos estaban fijos en las del piso que conocía, como si mirara por un catalejo. Estaba más angustiado que la noche anterior, más que al irme de madrugada. Sabía lo que había ocurrido y a la vez me parecía insensato y ridículo que hubiera ocurrido, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y hasta que no se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, su lento viaje hacia la irrealidad iniciado en el mismo momento de su acontecer; y la consolación de la incertidumbre, que también es retrospectiva. Yo no había dicho nada, tal vez el niño. Todo estaba en orden en la calle, por la que pasó un grupito de estudiantes borrachos, uno de ellos me rozo con el hombro, no se disculpó, gregarios y tan mal vestidos. Yo miraba siempre hacia arriba, hacia el quinto piso de aquel edificio que tenía catorce, intentando dilucidar el sentido de la luz visible tras los visillos de la terraza a la que se accedía desde el salón, la puerta de cristales aparentemente cerrada, pero era imposible saber desde allí si en verdad lo estaba, o sólo entornada.

– ¿Por qué no llama al telefonillo para que baje?

El taxista había supuesto que yo iba a recoger a alguien y se estaba impacientando, yo sólo le había dicho que no bajara aún la bandera, un segundo.

– No, es demasiado tarde, hay gente durmiendo -dije-. Si no baja dentro de cinco minutos es que no baja. Vamos a esperar un poco más.

Yo sabía que no bajaría nadie, quienquiera que fuese el sujeto hipotético de aquellas frases, la del taxista y la mía. El de la suya sería femenino sin duda, el de la mía era sin género, puramente ficticio, aunque él se representaría a una menor o a una adúltera, alguien que depende de otros y nunca puede asegurar que baje. No bajaría Marta ni bajaría el niño. No tenía una idea muy exacta de la orientación de las habitaciones (casi nunca se tiene desde el exterior de las casas), pero suponía que la alcoba de Marta se correspondía con la ventana que quedaba a la derecha de la terraza desde mi punto de vista y que estaba también iluminada como yo la había dejado, todo igual si era así, aparentemente. De pronto el taxista puso el motor en marcha y yo me volví a mirarlo: había visto antes que yo que alguien salía por el portal, del que me separaban bastantes pasos o habría carecido de perspectiva; había dado por descontado que la joven que apareció era quien yo esperaba. No lo era, sino la misma joven con la que me había cruzado tan tarde y que no había querido utilizar su llave en mi beneficio. Ahora la vi mejor porque la vi a distancia y sin acompañante: tenía el pelo y los ojos castaños, llevaba un collar de perlas, zapatos de tacón, medias oscuras, caminaba con gracia pero seguramente algo incómoda por la falda corta y estrecha que pude ver bajo su abrigo de cuero abierto, debía de tener la costumbre de llevar las puntas de los pies hacia fuera, andaba un poco centrífugamente. Miró hacia el taxi, miró hacia mí, hizo con la cabeza un leve gesto de reconocimiento que pareció de asentimiento, cruzó la calle y sacó del bolso -sin quitarse su guante beige, no casaba con el abrigo- una llave con la que abrió la puerta de un coche allí estacionado. Vi cómo tiraba el bolso al asiento de atrás y se metía dentro (el bolso lo llevaba colgando de la mano como una cartera). Una mujer conductora, como casi todas, las piernas le quedaron al descubierto un instante, luego cerró, bajó la ventanilla. El taxista volvió a apagar el motor y bajó la suya automáticamente para apreciar mejor a la joven. Ella puso su motor en marcha y de reojo la vi maniobrar y esforzarse con el volante. Vi que asomaba la cara para ver si al salir podía golpear al coche que estaba delante; no lo veía, así que le hice una señal con la mano dos veces, como diciendo: 'Sí, sí, salga, salga.' El coche salió y al pasar junto a mí la mujer me sonrió y me respondió con otro gesto de la mano, a mitad de camino entre 'Adiós' y 'Gracias'. Era una mujer guapa y no parecía creída, quizá no era ella la que tenía llave de aquella casa sino el hombre al que había mandado a la mierda ante mis oídos. Quizá ella había subido con él a su piso tras la discusión del portal y no había salido hasta veinte horas después, hasta aquel momento en que volvía a encontrarme en el mismo sitio -como si no me hubiera movido durante sus largas horas de saliva malgastada en palabras y besos, y sus otras horas de inútiles y laboriosos sueños-, aunque ahora fuera del edificio y en actitud de espera, con un taxi a mis órdenes. No podía saber si llevaba la misma ropa, anoche sólo había visto su guante.

Fue entonces cuando volví a mirar hacia lo alto, primero hacia la ventana del dormitorio y luego hacia la terraza y otra vez hacia la ventana, porque tras los visillos de esta ventana vi a contraluz una figura de mujer que se estaba quitando un jersey o una camiseta, se estaba quitando algo por encima de la cabeza porque en el momento de verla lo que vi fue cómo se llevaba las manos a los costados cruzándolas y tiraba hacia arriba de la camiseta hasta sacársela en un solo movimiento -adiviné sus axilas durante un instante-, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. La silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada -el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas-, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse junto a la ventana hubiera mirado por ella y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda. Luego tiró de ambas mangas y se zafó de ellas y se dio media vuelta y se alejó unos pasos, los suficientes para que yo ya no pudiera verla, aunque creí distinguir su deformada sombra doblando la prenda que se había quitado, quizá sólo para cambiarla por otra limpia y no sudada. Luego se apagó la luz, y si aquella era la alcoba que yo conocía la luz apagada debía de ser la de la mesilla de noche que yo dudé si dejar encendida -quería ver- y así se quedó hasta después de mi marcha. No estaba totalmente seguro, pero al divisar la figura hubo alivio junto al sobresalto, porque alguien había en la casa y tal vez era Marta -Marta viva. No podía ser Marta pero me permití de nuevo pensarlo un instante-. Y si no era ella por qué estaba en su dormitorio, aún más, por qué se cambiaba allí o se desvestía como si fuera a acostarse y dónde estaba Marta entonces, su cuerpo, tal vez trasladado a otra habitación para ser velado, o sacado ya de la casa y llevado a lo que llaman el tanatorio. Y en su alcoba una amiga, una cuñada, una hermana que se habría quedado para impedir que el niño pasara otra noche solo hasta que Deán regresara al día siguiente, cómo podía Deán no haber vuelto si lo sabía. Aunque tenía más sentido que se hubieran llevado al niño a dormir a otra parte, qué le habrían dicho, le habrían pedido paciencia y lo habrían engañado ('Mamá se ha ido de viaje, en avión'), sus tías. (Y el niño miraría ya para siempre de otra manera sus aviones de miniatura: para siempre hasta que se olvidara.) Más allá de la terraza todo seguía igual, y esa luz sí estaba seguro de que pertenecía a la casa, al comedor o salón donde había tenido lugar nuestra cena y donde el niño miró sus vídeos de Tintín y Haddock, hacía sólo veinticuatro horas según los relojes. No me convenía seguir allí mucho tiempo.

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