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No había más que hacer, no podía hacer más. Miré hacia el dormitorio, ahora me angustió la idea de volver allí, por suerte no tenía que hacerlo, nada me reclamaba. Entré en el salón y puse la televisión para el niño con el volumen bajo, así al menos oiría algo; la dejé en un canal en el que había aún imagen, otra película en aquel momento, la reconocí en seguida, Campanadas a medianoche, el mundo entero en blanco y negro de madrugada. Me pareció que dejaba aquella casa arrasada: luces y aparatos de televisión encendidos, comida fuera de la nevera en un plato, un contestador sin cinta, ropas sin planchar y los ceniceros sucios, el cuerpo semidesnudo y cubierto. Sólo la habitación del niño mantenía su orden, como si hubiera quedado a salvo del desastre. Me asomé de nuevo, su respiración era audible, tranquila, y me quedé en el umbral, pensando durante unos instantes: 'Este niño no me reconocerá si alguna vez vuelve a verme en el futuro lejano; nunca sabrá lo que ha sucedido, por qué se ha acabado su mundo ni en qué circunstancias ha muerto su madre; se lo ocultarán su padre y su tía y sus abuelos si los tiene, como hacen todas esas figuras siempre con las cosas que juzgan denigrantes o desagradables; no sólo se lo ocultarán a él, sino a todo el mundo, la muerte horrible o ignominiosa, la muerte ridicula y que nos ofende. Pero en realidad también a ellos les será ocultada, por mí -no han asistido-, el único que sabe algo: nadie sabrá jamás lo que ha ocurrido esta noche, y el niño, que ha estado aquí y me ha visto y ha sido testigo de los preámbulos, será quien menos lo sepa; no lo recordará, como tampoco recordará el ayer ni anteayer ni el pasado mañana, y dentro de poco ni siquiera recordará este mundo ni esta madre perdidos hoy ya para siempre o perdidos ya antes, nada de lo que ha ocurrido en su vida desde que ha nacido, tiempo para él inútil puesto que su memoria aún no retiene para el futuro, su tiempo hasta ahora útil solamente para sus padres, que podrán contarle más adelante cómo era cuando era pequeño -muy muy pequeño-, cómo hablaba y qué cosas decía y qué ocurrencias tenía (su padre, ya no su madre). Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuan poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil, no sólo el del niño, o todo es como el suyo, cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta y como lo es para el niño su sueño de ahora, de este mismo instante. Todo es para todos como para él yo ahora, una figura casi desconocida que lo observa desde el umbral de su puerta sin que él se entere ni vaya a saberlo nunca ni vaya por tanto a poder acordarse, los dos viajando hacia nuestra difuminación lentamente. Es tanto más lo que sucede a nuestras espaldas, nuestra capacidad de conocimiento es minúscula, lo que está más allá de un muro ya no lo vemos, o lo que está a distancia, basta con que alguien cuchichee o se aleje unos pasos para que ya no oigamos lo que está diciendo, y puede que nos vaya la vida en ello, basta con que no leamos un libro para que no sepamos la principal advertencia, no podemos estar más que en un sitio en cada momento, e incluso entonces a menudo ignoramos quiénes nos estarán contemplando o pensando en nosotros, quién está a punto de marcar nuestro número, quién de escribirnos, quién de querernos o de buscarnos, quién de condenarnos o asesinarnos y así acabar con nuestros escasos y malvados días, quién de arrojarnos al revés del tiempo o a su negra espalda, como pienso y contemplo yo a este niño sabiendo más de él de lo que él sabrá nunca sobre el que fue esta noche. Yo debo ser eso, el revés de su tiempo, la negra espalda…

Salí de la ensoñación, me volvieron las prisas. Me aparté del umbral, me acerqué hasta la entrada, aún miré una vez más por aprensión a mi alrededor, una mirada sin objetivo, me puse los guantes negros. Abrí la puerta de la casa con mucho cuidado como se abre cualquier puerta de madrugada, aunque no vaya a despertarse nadie. Di dos pasos, salí al descansillo, cerré tras de mí con igual cuidado. Busqué el ascensor sin encender la luz, lo llamé, vi la flecha de subida que se iluminaba, llegó en seguida, procedía de un piso cercano. No había nadie en el interior, nadie había viajado en él ni yo había subido sin querer a nadie hasta allí casualmente, el temor cree en las más inverosímiles coincidencias. Entré, le di a otro botón, descendí muy rápido, y antes de abrir la puerta del piso bajo me quedé quieto un momento intentando oír algo, no fuera a encontrarme en el portal con alguien, no fuera a ser insomne el portero o a madrugar excesivamente. No oí nada, empujé y salí, estaba el portal a oscuras, di tres o cuatro pasos hacia la puerta de la calle que me sacaría de allí del todo, y entonces vi a una pareja que aún no había entrado, estaban despidiéndose o discutiendo fuera, un hombre y una mujer, de unos treinta y cinco años él y de unos veinticinco ella, quizá dos amantes. Al oír mis pasos sobre el mármol -uno, dos y tres; o cuatro- se interrumpieron y se volvieron, me vieron; yo no tuve más remedio que encender la luz y luego buscar con la mirada el timbre que me abriría la puerta automáticamente. Di una vuelta en redondo con las manos describiendo un gesto de interrogación oculto desde los bolsillos de mi abrigo (los faldones adquiriendo vuelo), no veía dónde quedaba ese timbre. La mujer, vecina de la casa sin duda, movió el índice con su guante beige a través del cristal, señalando hacia mi izquierda, justo al lado de la puerta: aún no quería separarse sino seguir despidiéndose o discutiendo, no estaba dispuesta a utilizar su llave en mi provecho y cruzarse conmigo, eso la obligaría a terminar con los besos o con las agrias palabras, cuánto tiempo llevarían allí mientras yo estaba arriba. Apreté el timbre, se hicieron a un lado para dejarme paso. 'Buenas noches', les dije, y ellos contestaron lo mismo, mejor dicho, lo contestó ella con una sonrisa, él no dijo nada con cara de susto. Una mujer y un hombre guapos, debían de tener problemas, para permanecer en el frío sin separarse. Lo noté en seguida, el frío me dio en el rostro como si fuera una revelación o un recordatorio, el de mi vida y mi mundo que no tenían nada que ver con Marta ni con aquella casa. Yo debía seguir viviendo -fue como caer en la cuenta-, y ocuparme de otras cosas. Miré hacia lo alto desde la calle, localicé por la luz cuál era el piso que acababa de dejar atrás -un quinto- y eché a andar hacia Reina Victoria, y mientras me alejaba me dio tiempo a oír dos frases de aquella pareja, que reanudaba la conversación interrumpida por mis envenenados pasos. 'Mira, yo ya no puedo más', dijo él, y ella contestó sin pausa: 'Pues entonces vete a la mierda.' Pero él no se fue, porque no oí sus pisadas detrás de las mías inmediatamente. Me fui alejando de Conde de la Cimera con prisa, tenía que encontrar un taxi, había un poco de niebla, no se veía tráfico apenas, ni siquiera en Reina Victoria que es ancha, tiene bulevar en medio y en el bulevar un quiosco de bebidas y una espantosa escultura con la cabeza tergiversada del gran poeta, pobre Aleixandre, que vivió allí cerca. Y de pronto me acordé de que no había comprobado si en casa de Marta habían quedado cerradas todas las ventanas y las puertas de acceso a la terraza. '¿Y si el niño se cae mañana?', pensé. 'Pese yo mañana sobre tu alma; caiga tu espada sin filo.' Pero ya no podía hacer nada, ya no podía entrar en aquel piso cuya puerta me había sido abierta horas antes por quien ya no volvería a abrirla, y del que me había sentido responsable y dueño durante poco rato, todo parece poco cuando ha terminado. Ni siquiera podía llamar, no respondería nadie ni el contestador tampoco, su cinta estaba conmigo, en el bolsillo de mi chaqueta. Miré a uno y otro lado del bulevar en medio de la noche amarillenta y rojiza, pasaron dos coches, dudé si esperar o buscar otra calle, adentrarme por General Rodrigo, no invita a caminar la niebla, mi aliento producía vaho. Me metí las manos en los bolsillos del pantalón y saqué algo de uno de ellos porque no lo reconocí al tacto en seguida como se reconoce lo propio: una prenda, un sostén más pequeño de lo que debía haber sido, me lo había echado allí sin pensarlo al ir hacia la habitación del niño siguiéndolo tras su aparición en la alcoba, lo había guardado para que él no lo viera. Lo olí un instante en medio de la calle, la tela blanca arrugada contra mi guante rígido negro, un olor a colonia buena y a la vez algo ácido. Queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos. Queda cuando aún quedan sus cuerpos y también después, una vez fuera de la vista y enterrados y desaparecidos. Queda en sus casas mientras no se airean y en sus ropas que ya no se lavan porque ya no se ensucian y porque se convierten en sus depositarias; queda en un albornoz, en un chal, en las sábanas, en los vestidos que durante días y a veces meses y semanas y años cuelgan de sus perchas inmóviles e ignorantes, esperando en vano volver a ser descolgados, volver a entrar en contacto con la única piel humana que conocieron, tan fieles. Eran esas tres cosas lo que me quedaba de mi mortal visita: el olor, el sostén, la cinta, y en la cinta voces. Miré a mi alrededor, la noche de invierno iluminada por muchas farolas, el quiosco a oscuras, la nuca del poeta a mi espalda. No pasaban coches ni había nadie. Me sentaba bien el frío.

A Eduardo Deán lo conocí un mes más tarde, aunque ya antes lo había visto, no sólo con bigote y en foto y en su propia casa, sino sin bigote y en persona y en el cementerio, y menos joven. Un rostro memorable. No fue del todo casual que nos conociéramos, no lo fue en absoluto que yo presenciara el enterramiento, del que supe por los periódicos. Ah, pasé dos días aguardando su salida de madrugada, curioseando revistas a la espera de que llegaran después de la medianoche los paquetes de prensa con la primera edición, y contemplé cómo el empleado cortaba la cinta plana de plástico que los sujetaba, y fui el primero en coger un ejemplar del montón y pagarlo en caja, para irme a continuación a la cafetería del establecimiento y, tras pedir una coca-cola, abrirlo con nerviosismo por las páginas del epígrafe 'Agenda', donde se encuentran los natalicios y el tiempo y las necrológicas, los cumpleaños y los premios menores y las ridiculas investiduras honoris causa (no hay quien resista un birrete con flecos), los resultados de la lotería y el ajedrez y el crucigrama y hasta un pasatiempo llamado revoltigrama, y sobre todo la sección titulada ‘Fallecidos en Madrid', una lista alfabética de nombres completos (nombre y dos apellidos), a los que se añade tan sólo un número, el de su edad al dejar de tenerla, aquella en que los muertos han quedado fijados con diminuta letra, la mayoría en su primera e insignificante y última aparición impresa, como si además de eso, una edad azarosa y un nombre, no hubieran sido nunca nada. Es una lista bastante larga -unas sesenta personas- que yo jamás había leído, y consuela un poco ver que por lo general las edades son avanzadas, la gente vive bastante: 74, 90, 71, 60, 62, 80, 65, 81, 80, 84, 66, 91, 92, 90, los nonagenarios son mujeres casi siempre, de las que mueren a diario menos que hombres, o así parece según el registro. El primer día sólo había tres muertos con menos de cuarenta y cinco años, todos varones y uno de ellos extranjero, se llamaba Reinhold Müller, 40, qué le habría pasado. Marta no figuraba, luego no había sido aún descubierta, o la notificación no había llegado al cierre, los periódicos cesan en sus tareas mucho antes de lo que se cree. Para entonces habían pasado unas veinte horas desde que yo había salido del piso. Si alguien se había presentado por la mañana había habido tiempo de sobra para llamar a un médico, para que éste levantara acta de defunción, para avisar a Deán a Londres, incluso para que él viajara de vuelta, todo son facilidades en las desgracias y las emergencias, si alguien implora ante el mostrador de una compañía aérea y dice: 'Mi mujer ha muerto, mi hijo está solo', esa compañía sin duda le hará un hueco en el vuelo siguiente, para no ser tildada de desaprensiva. Pero nada de eso debía de haber ocurrido, porque el nombre de Marta Téllez, con su segundo apellido que yo ignoraba y la edad de su muerte -¿33, 35, 32, 34?-, no venía en la lista. Quizá la impresión, quizá la tristeza habían hecho que nadie se acordara de cumplir con los trámites. Pero a un médico se lo llama siempre, para que certifique y confirme lo que todos piensan (para que lo verifique con su mano infalible y tibia de médico que reconoce y distingue la muerte), lo que yo pensé y supe cuando abrazaba a Marta de espaldas. ¿Y si yo me había equivocado y no había muerto? Yo no soy médico. ¿Y si había perdido tan sólo el sentido y lo había recuperado por la mañana y la vida había seguido con normalidad, el niño en la guardería y ella con sus quehaceres, relegado mi paso nocturno a la esfera de los disparates y los malos sueños, recogido todo y cambiadas las sábanas aunque yo no hubiera llegado a estar entre ellas? Es curioso cómo el pensamiento incurre en lo inverosímil, cómo se lo permite momentáneamente, cómo fantasea o se hace supersticioso para descansar un rato o encontrar alivio, cómo es capaz de negar los hechos y hacer que retroceda el tiempo, aunque sea un instante. Cómo se parece al sueño.

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