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– Ya comentó algo, creo, el día que estuve con él -dije-. ¿Y en qué piensa? ¿Se lo ha comentado? No es que le falten preocupaciones, pero las habrá tenido siempre.

– Dice que piensa en sí mismo. Que tiene dudas. Andamos todos un poco nerviosos con eso.

– ¿Dudas? ¿De qué?

La señorita Anita se impacientó de nuevo, tenía genio:

– Dudas, joder, dudas, ¿qué más dará de qué sean? ¿Le parece poco?

– No, me parece bastante, sobre todo en su caso. ¿Y qué hace durante el insomnio? ¿Aprovecha para trabajar más? Es mejor que se lo tome con calma, se lo digo porque yo lo padezco a veces, desde hace años.

– Sí hombre, encima va a trabajar a deshoras. -Esto lo dijo en el mismo tono que empleaba Only You con el pintor Seguróla, Anita era víctima del mimetismo, no era sino natural que lo fuese-. No, intenta descansar aunque no duerma, se está tumbado y así descansa las piernas, lee, ve la tele, aunque no todas las cadenas emiten de madrugada; tira los dados a ver si se aburre y le viene el sueño.

– ¿Los dados?

– Sí, los dados. -Y la señorita Anita hizo el gesto de agitarlos primero y soplarlos luego en la mano, como si estuviera en Las Vegas, debía de ver mucho cine, Las Vegas, Ascot-. Ande, déme el sombrero -añadió-. Voy a darle con un poco de agua, qué putada. -Si se permitió esta expresión fue seguramente porque ya había olvidado que la putada era mía.

Se lo devolví para deshacerme de él, pero no hubo lugar a que pidiera el agua:

– Se le estropeará si lo moja -dije.

– Eh, vamos ya al paddock, que los caballos han salido hace rato -dijo Ruibérriz interrumpiendo un momento la cascada incontinente de Lali.

No nos dio apenas tiempo a verlos desfilar, tuvimos que correr para hacer las apuestas, había cola en todas las ventanillas, el hipódromo ya muy lleno como todo en Madrid a todas horas, una ciudad de tumultos. Las dos mujeres miraban estupefactas las pantallas con las cotizaciones sin entender ni un número.

– Oye, Ani -le dijo su amiga-, ¿no era en la cuarta en la que tenías que hacerle la apuesta gorda?

– Ay sí, es verdad, menos mal que me lo recuerdas, esta es ya la cuarta, ¿no? -respondió Anita. Abrió el bolso con súbito apuro (sus uñas pintadas), sacó un papel con unos pocos números anotados y también un fajo de billetes considerable. Parecían billetes nuevos, recién salidos de la Casa de la Moneda, aún llevaban su faja (antes de nuestra guerra se fabricaban en Inglaterra: Bradbury, Wilkinson de Londres eran los encargados, he visto billetes de la República y eran perfectos; antes de nuestra guerra el hipódromo estaba en la Castellana, no fuera de la ciudad como ahora y desde hace decenios, es ya antiguo y noble, el de La Zarzuela). Allí habría una suma enorme, es difícil calcular a ojo cuando los billetes no han sido ni siquiera doblados. Aquella no era ya una apuesta de aficionado, sino de alguien que ha recibido un soplo de muy buena tinta y quiere arreglarse un poco el año. Me sentí ridículo con mis dos billetes previstos para mi apuesta, ahora Ruibérriz y yo parecíamos los principiantes. La dejé pasar delante, como es costumbre, además me convenía hacerlo.

– Todo esto al nueve, ganador -le dijo Anita al de la taquilla-. Y esto también al nueve, lo mismo. -Y le entregó, aparte, un grande suelto, sin duda su propia apuesta.

Miré la cotización del caballo o más bien la yegua: Condesa de Montoro, no figuraba entre los favoritos y aún pagaba muy alto, pero a este paso la haríamos bajar nosotros. En todo caso Anita, inexperta, debía haber hecho primero su propia apuesta. Saqué un tercer billete y aposté una gemela en la que no estaba el nueve, para no ser muy flagrante. Pero con los que tenía listos imité a la señorita sin pensármelo dos veces.

– La voy a imitar -le dije.

A Ruibérriz no se le escapó nada de esto, pese al torrente continuo en su oído. Dejó que Lali la expósita continuara la tendencia y él siguió nuestro ejemplo, cuatro billetes, me dobló la suma, la cotización ya se resentía tras nuestras inyecciones de confianza.

Estos boletos los guardaron las jóvenes con mucho cuidado en el bolso, se miraron, se rieron de ilusión tapándose un poco la boca, Anita me dijo:

– Se fía usted de mí, por lo que veo.

– Desde luego, o me fío más bien de ese amigo por quien ha hecho la apuesta, cantidades así no se arriesgan a lo tonto. ¿Qué es, un entendido?

– Muy entendido -contestó ella.

– ¿Y cómo es que no viene al hipódromo?

– Es que no siempre puede. Pero a veces sí viene.

Dados solitarios, apuestas osadas, no quise poner en relación ambas cosas: si ganábamos, allí tenía que haber soplo, es decir, un gran amaño del que ni Ruibérriz estaba al tanto. Prefería no asociar al Único con prácticas fraudulentas. Pero qué billetes tan nuevos.

Volvimos a perder los prismáticos en favor de las jóvenes en cuanto pisamos las gradas. La niebla no había disminuido pero tampoco iba en aumento. La masa de espectadores se veía difuminada y parecía más masa, nadie tenía contornos, aún faltaban unos minutos para el inicio de la cuarta, los caballos iban entrando en los boxes, pude ver que el jinete de la Condesa era una mancha granate, también su gorra, eso me serviría para seguirle la pista, condenado como estaba a ojo limpio por la caballerosidad que no se acaba. Nos desharíamos de las mujeres para la quinta, ya estaba bien de no ver nada.

– ¿Le consiguió usted el vídeo? -le pregunté de pronto a la señorita Anita.

– ¿A quién? ¿Qué vídeo? -contestó ella, y su sorpresa o despiste parecieron sinceros.

– A su jefe. Aquella película de la que hablamos, ¿no se acuerda? Contó que había tenido insomnio ya una noche, un mes antes, había estado viendo en la televisión una película empezada, Campanadas a medianoche, fuí yo quien le dije el título. Había pillado sólo la segunda parte, dijo que le gustaría verla entera algún día, estaba muy impresionado por lo que había visto, se quedó hasta el final, nos la estuvo contando.

– Ah sí -cayó Anita en la cuenta-. Pues la verdad es que no me he ocupado, hemos estado inquietos con lo de su sueño, sin cabeza para caprichos, ya sabe lo que pasa, siempre hay mil cosas que atender, y si encima él anda alicaído, pues ya se imagina usted que nadie piensa en otra cosa. -De vez en cuando utilizaba un plural que no era mayestático, sino más bien modesto y en el que ella se diluía, debía de incluir a muchas personas, sin duda a la familia y a Seguróla y Segarra, quizá también a la mujer del plumero y la escoba que había atravesado el salón lentamente sobre sus paños canturreando, la vieja banshee -. Tampoco me la ha vuelto a reclamar, eso también es cierto -añadió como justificándose. Se quedó pensativa un momento y después dijo-: Aunque no se le debe haber olvidado, porque es curioso, ya me acuerdo: habló entonces del 'sueño parcial' por vez primera, y eso es algo que repite a menudo estos días, 'el sueño parcial tampoco me ha venido esta noche, Anita', me ha dicho un par de mañanas. ¿Cómo era la cosa en la película, usted se acuerda?

– Bueno, nada más que eso, creo. El viejo rey Enrique IV no puede dormir y recrimina al sueño que vaya a tantos lugares y no a su palacio, que se conceda a los humildes y a los malvados y hasta a los animales -yo no recordaba esto último, pero se me ocurrió incluirlos ya que estábamos en el hipódromo-, y que en cambio rehuse bendecir su cabeza coronada y enferma. Ese rey está agonizando y luego muere, atormentado por su pasado y por el futuro en el que no estará contenido. Y le dice eso al sueño: 'Oh tú, sueño parcial'. Eso es todo, si mal no recuerdo, en realidad recuerdo más lo que contó su jefe el otro día que la propia película, la vi hace muchos años.

Anita frunció de nuevo los labios, se mordisqueaba la parte interior, muy cavilosa.

– Sí, sí -dijo-, puede que por ahí vayan los tiros. A lo mejor es esa película la que tiene la culpa de su insomnio de ahora. Quizá sería bueno que le consiguiera el vídeo y la viera entera, así tendría la historia completa y dejaría de acordarse de ella, supongo.

– Puede ser, quién sabe. Pruebe usted. -Gracias en todo caso por habérmela recordado, se me había ido completamente de la cabeza. ¿Dijo que se titulaba? -Y sacó de su bolso rápidamente el mismo papel en que tenía anotados sus números para las apuestas-. Sosténgame el sombrero, haga el favor.

– Me parece que ya lo anotó el otro día -dije recibiendo de nuevo el sombrero infame.

– Huy, pero vaya usted a saber dónde andará esa nota. Dígame.

– Mire, es Campanadas a medianoche -repetí una vez más-. Se rodó aquí en España, en el mismo Madrid algunas partes. No será difícil, en Televisión tendrán copia, obviamente.

– Ahí van -gritó Lali, y empezó a animar en seguida-. Dale, Condesa de Montoro, dale. -Era un nombre demasiado largo para jalearlo, habría que llamarla Condesa a secas.

La señorita Anita guardó el papel apresuradamente antes de haber podido escribir el título, cerró el bolso y se llevó mis prismáticos a sus bonitos ojos pintados. También empezó a animar a la yegua, pero ella la llamó Montoro, un poco impropio.

– Dale, Montoro, pégale fuerte -dijo. Debía de ser espectadora de catch o boxeo.

No había manera de ver nada, aun así no pude desentenderme de la carrera, no tanto por lo que había apostado cuanto por curiosidad: quería saber si el soplo del amigo era bueno, tal vez fuese un novio poco recomendable quien se lo había dado a la señorita, esta clase de jóvenes sanas se entregan con frecuencia a los tarambanas, una forma de compensar sus caracteres muy rectos o candidos. Nos pusimos en pie los cuatro, miré de reojo a Ruibérriz y me hizo un gesto de que él tampoco se enteraba de cómo iba la cosa, sus prismáticos igualmente en manos blancas, así se las llamaba antes, cuando no ofendían, cuando ofendía algo. Al comienzo de la recta logré distinguir la mancha granate de nuestro jockey, todos los caballos iban todavía en grupo menos dos o tres que se habían descolgado, ya sin posibilidades, no era Condesa ninguno. Todos los espectadores exhalábamos vaho, miles de vahos, eso tampoco ayudaba a la visión tan dificultosa. De pronto hubo un enganche y una caída, dos jinetes rodaron por el suelo y se cubrieron la cabeza en cuanto pararon, las gorras de colorines salieron volando, uno de sus caballos siguió corriendo desmontado, el otro se deslizó sobre el turf con las patas delanteras estiradas y abiertas como si esquiara sobre la nieve resbaladiza y compacta, un tercero se asustó y dio dos o tres pasos vacilantes de artista antes de encabritarse y alzarse monstruoso girando sobre sí mismo, como aquella yegua de la calle Bailen dos años y medio antes, mientras yo paseaba de noche y meditaba sobre Victoria y Celia y sus comercios carnales, quizá los míos. Mere. Mará. Los demás aceleraron para dejar la colisión atrás cuanto antes y no verse involucrados en ella, en ese momento la carrera quedó rota, cada cabalgadura salió de allí como pudo, unas echándose hacia fuera, otras hacia dentro, la mayoría con el impulso perdido o frenado o cambiado. La que llevaba la mancha granate sobre sus lomos fue la única que se mantuvo recta sin dar bandazos, se le abrió un pasillo por el que avanzó sin obstáculos, su galope inalterado galopando galopando, el jockey ni siquiera tuvo que emplear la fusta. 'Venga, Condesa, vamos', me sorprendí pensando, no suelo chillar en los lugares públicos.

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