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– Dale tú, borrachito, a ver si eres capaz…

Víctor coge una aceituna y falla el intento. La aceituna rueda por el suelo.

Elizabeth rompe a reír.

Víctor prueba una segunda y una tercera vez sin acertar.

Elizabeth se desternilla y exagera sus burlas. Le silba, le hace cuernos con diez dedos y le tira trompetillas.

Para lanzar su cuarta aceituna Víctor reproduce, con grotesca precisión, los movimientos de un jugador de baloncesto. Coge la aceituna con ambas manos, la apoya contra el pecho y levanta la cabeza. Respira, busca concentración y, apoyando el codo en la palma de la mano, catapulta la aceituna con un elegante quiebre de muñeca.

Falla otra vez y Elizabeth vuelve a formar escándalo. Silba, brinca, saca la lengua y corre desde una pared a la opuesta, alzando las rodillas para burlarse, como los fans, cuando el adversario falla un tiro libre.

En uno de estos brincos, con los tacones, Elizabeth resbala sobre una aceituna y se va hacia atr ás. Al caer de espaldas sobre un rincón de la sala, se incrusta en la nuca una de las puntas lanceoladas de hierro, que forman el cerco de un cantero sembrado de malangas. La punta le penetra hasta el bulbo raquídeo.

Muerte instantánea.

Elizabeth queda tendida boca arriba. La cabeza le forma un ángulo casi recto sobre el pecho. Con la peluca de trencitas algo ladeada y el intenso maquillaje, parece un manequí olvidado. Pero su piel muy morena, a la sombra de la gorda planta que le cae sobre la frente, va cobrando ya el dramático verdor de un cadáver.

El hueso de la aceituna fatal, ha trazado una recta impecable sobre el parquet lustroso.

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