Alicia prefiere atender a los clientes en su propia casa. Si dispone de los ingredientes, la cocina de su madre resulta aceptable para cualquier paladar. Margarita empaniza muy bien el camarón, prepara enchilados de langosta; y desde que la niña putea en dólares, su despensa está bien surtida de mariscos, condimentos y enlatados para salsas rápidas. Tampoco le faltan cervezas y vinos blancos en botellas empañadas de frío. Es parte del plan. Nunca se sabe en qué momento Alicia llegar con un visitante al que acaba de conocer.
En su casa el cliente no paga nada. Todo corre por cuenta de las anfitrionas. Se trata de corresponder a una cortesía. El extranjero ha sacado a Alicia de un apuro con su bicicleta y ha tenido la amabilidad de transportarla. En reciprocidad, ella lo invita a un trago, a dos, y ¿por qué no?, a probar unos camarones que su madre ofrece. Sí sí, por favor, oh no, ninguna molestia, justamente acababa de prepararlos.
– Parece que le caíste bien -comenta Alicia en voz baja, y de paso, inaugura el tuteo con su cliente.
Al definir una coordinación para atender primeras visitas, Alicia había establecido, cronómetro a la vista, que su madre podía descongelar, sazonar, empanizar dos docenas de camarones y preparar una salsa golf o un mojo frío, exactamente en 27 minutos. Era el tiempo que ella necesitaba para lograr, en la relación con su nuevo amigo, un salto cualitativo desde la gratitud formal, a una cálida complicidad.
Primero, un par de tragos sonrientes, coloquiales. Cuando el visitante ya ha descubierto las fotos casualmente desparramadas sobre la mesita de la sala, y entre ellas el formidable desnudo de Alicia que parece tomado de un óleo, ella da por terminado el S-1 (así llama al "step number one" de su maniobra seductora) y comienza el S-2.
La foto le da el pretexto para coger al extranjero de la mano y conducirlo a su alcoba, donde tiene colgado el original de un metro veinte por ochenta centímetros, perfil de senos perfectos, sentada en un banquito de cocina, piernas cruzadas, mentón sobre los nudillos, sonrisa expectante, en la posición de quien oye a un interlocutor.
– ¿Quién te lo hizo?
– Un novio que tuve.
Explica que el pintor le había tomado varias fotos y por fin se había inspirado en esa. Y de una gaveta saca la foto, ligeramente diferente, pero en la misma postura.
Si el cliente inicia en ese momento alguna ofensiva de labios o manos, ella lo esquiva sin agravio, con una sonrisa. Lo saca por una puerta interior hacia el cuarto contiguo, donde hay una cama de dos plazas, grandes espejos, aire acondicionado, un baño privado, y otro cuadro suyo: un rostro en primer plano, algo estirado sobre la vertical, una onda entre El Greco y Modigliani, nada sexy por cierto.
– ¿Y esto?
– Otro novio.
Obligadamente el hombre comenta:
– ¿Te especializas en pintores?
Y para esta segunda instancia del plan, Alicia tiene varias alternativas:
Si el cliente puede pasar (al menos ante sí mismo) por buen mozo, Alicia responde con una sonrisa tímida, bien ensayada:
– Más bien me especializo en hombres apuestos.
Si el extranjero es gordo, ella dice:
– Más bien en gordos.
El cliente, que no se espera esa respuesta, se entera de que los pintores de ambos retratos son sendos y fenomenales gordos. El autor del desnudo, de quien ella declara haber estado muy enamorada es, según la foto que ella le muestra, de una gordura tal, que el cliente podría sentirse una sílfide en comparación con él. Y allí aprovecha Alicia para tocarle amorosamente la barriga, la papada, y demostrarle cuánto le gustan los gordos. Divaga sobre cierta fijación con un tío muy obeso, la ternura personificada, que fuera su adoración infantil; y cuando por fin declara que su ideal es un luchador de sumo, el gordo se derrite de gratitud.
Si el gordo es un desinhibido, ella le acepta un primer besito de superficie. Si es un acomplejado, se lo da ella.
Y según que el cliente sea muy flaco, pequeño, viejo o feo, los dos pintores, casualmente, también lo son: y Alicia tiene un surtido de fotos, ya preparadas, que así lo atestiguan. Durante esta etapa del proceso de seducción, Alicia se esmera por convencer al cliente de que sus defectos no son tales, sino virtudes.
Si poco después de esta primera escaramuza, el cliente demuestra no tener problemas de impotencia: si ya en la cama puede sostener una erección prolongada, Alicia le ofrece una clase práctica de baile cubano, especialidad para extranjeros en la que ha introducido audaces innovaciones pedagógicas.
Tiene una teoría muy personal. Según ella, para adquirir ese donaire sensual que caracteriza al buen bailador de música caribeña, conviene ya desde las primeras clases, instruir al alumno en ciertos ejercicios de horizontalidad que ella misma ha diseñado.
Lo esencial de su teoría es que quien haya aprendido a bailar en la cama, y a satisfacción de su pareja, podrá luego triunfar en cualquier pista.
Por lo general, Alicia inaugura la relación con sus alumnos bien dotados, con una cabalgata, sobre una colchoneta en el piso. Y casi todos terminan gimiendo de placer rítmico.
Alicia sostiene que esta pedagogía le permite lograr desde la primera clase, que un alemán, un sueco, y hasta un cosaco, logre quebrar la cintura.
Es obvio que sin quebrar la cintura y mover un poco las nalgas, ningún hombre podrá bailar con gracia la música del Caribe. Pero Alicia ha descubierto que para muchos europeos, herederos de rígidas tradiciones militares, mover el culo no es propio de hombres. Se acomplejan. Y según ella, basta con que lo muevan en una sola sesión, boca arriba, con una bella mujer encima que les palmea el ritmo o les toca las claves. Eso les quita de inmediato el complejo. Se desinhiben para siempre. Y así resultan alumnos mucho más aptos y aprovechados.
Por supuesto, hay alumnos imposibles, que no logran quebrar la cadera ni mover las nalgas. Recientemente Alicia se enfureció con un gordo que resultara un tronco. Cuando ella le pedía que meneara la pelvis, lo único que el tipo lograba, era sacudir un brazo con el codo en alto, y al acelerar la cadencia, a punto ya del orgasmo, el muy inepto le había propinado un codazo en el abdomen.
A veces, los más contemplativos, no son capaces de seguir el ritmo. Los inmoviliza la lujuria al verla, por el espejo estratégicamente ubicado, cuando arquea el busto para moverse, o cuando se inclina sobre el piso a su lado, para manipular la grabadora con que da sus clases.
No obstante la cabalgata, Alicia logra menear con soltura todo el cuerpo, excepto las piernas. Y si el hombre le gusta un poco, ella se entrega al baile. Se entrega sin fingimiento. Y se satisface encima de sus clientes. Lo hace sin esfuerzo. Y a ellos los vuelve locos. Estallan de vanidad.
Por supuesto, el hígado de Alicia tiene sus límites. Jamás se relaciona con clientes infumables. Si al primer encuentro en la calle, el tipo tiene rasgos repelentes, no acepta ni montar en su coche.
Con la mayoría tiene, dentro de su casa, un comportamiento standard. Cuando saca a los tipos del segundo cuarto, ya no los lleva de la mano, sino que se les cuelga de un brazo y les deja sentir la turgencia de un seno.
Sí, que sientan el rigor de la materia joven.
Y mientras tanto les refiere, en tono confidencial, que aquella alcoba con la cama de dos plazas y los atrevidos espejos, está desocupada. La reservan para huéspedes. Hasta dos años antes había sido el dormitorio de sus padres.
– Pero desde que se divorciaron, mamá ya no la usa… Bueno
– añade Alicia con seriedad y un desparpajo hechicero-; no la usa para dormir…
Luego salen al jardín, y entre palmaditas a un perro que deja de patrullar el fondo para mirarlos con una lúbrica y relamida bizquera, ella admite unas caricias rápidas, junto al limonero.
Cuando regresan a la sala, Margarita entra casualmente por la puerta de la cocina con una guitarra.
– Dice Leonor que si se la puedes prestar de nuevo el sábado.
– ¡Qué remedio! -comenta Alicia resignada, mientras abre el estuche y pulsa las cuerdas.
Y de inmediato canta su primera canción, siempre la misma, de Marta Valdés.
Siguen más tragos y los deliciosos camarones empanizados. Margarita también canta su mismo bolero de los años cincuenta, pero ¡uyyy! se le hace tarde, lamentablemente se tiene que ir…
Cuando quedan solos, puede pasar cualquier cosa. A los clientes con un mínimo de iniciativa, Alicia se los lleva a la cama, y allí actúa según vaya descubriendo sus aptitudes o deficiencias viriles. Pero todos reciben un tratamiento virtuoso.
Por lo general, la primera reacción del hombre satisfecho, es invitarla a cenar en La Cecilia, el Tocororo, o en cualquiera de los buenos y caros restaurantes que frecuentan los extranjeros.
– ¡Oyeme bien! -lo interrumpe ella, con una suavidad tajante, de ojos cerrados, inequívocamente autoritaria-; cuando un hombre me gusta, me lo duermo. Y tú me gustaste; pero nunca te aceptaré ir a lugares públicos. No quiero dar una falsa imagen.
Y si alguno intenta ofrecerle dinero, puede hasta montar en cólera:
– Si quieres conservar mi amistad, nunca vuelvas a hacerlo. Por favor, no me ofendas -le dice apuntándole con el índice al pecho-. Lo único que nos queda en este país es la dignidad. Y a mí, el único hombre que me da dinero es mi padre.
– ¡Pero, cómo se te ocurre…! -protesta el tipo confundido.
Queda claro, pues, que ni dinero ni invitaciones a lugares públicos. Alicia no ir a restaurantes, hoteles, tiendas etc. No quiere pasar por jinetera. A veces, hasta tiene que explicar qué es exactamente una jinetera en La Habana. No es lo mismo que una puta, pero muy parecido.
Y el cliente se entera entonces de que Germán, padre de Alicia, ha tenido varios cargos en el exterior, en misiones comerciales cubanas. De niña, Alicia ha vivido ocho años en Europa.
– Además, chico, a mí me duele mucho la situación de mi país
– añade mirándolo patrióticamente a los ojos-. Y con los dólares que tú te gastarías conmigo en restaurantes de lujo, una familia cubana come tres meses.
Vaya, que a ella se le atraganta la comida cara. Pero, en fin, si el cliente insiste en agasajarla, con mucho menos, su mamá podía cocinar para diez; y mucho mejor. Y hasta podía llevar invitados, si él deseaba.
Uno de los resultados previsibles (tal como ha ocurrido en seis de los catorce clientes que Alicia embobara en un año y medio con su combinación de nalgas ciclistas, guitarra y franqueza), es que el hombre les haga una copiosa provisión de comidas y bebidas, de las que las dos mujeres, frugales y económicas, pueden vivir muchas semanas. Parte de la remesa, la dedicar án a la atención de nuevos clientes; y otra parte, se venderá en bolsa negra a precios impíos. Ojo: el hecho de que Alicia no reciba regalos en dinero, no impide que los acepte en especie.