Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Por Dios, Wein, es lo primero que tenemos en mucho tiempo!

– ¡No tenemos nada! Tan sólo una conversación entre un aristócrata y un traficante de armas, pero que yo sepa ninguno de los dos pertenece al Círculo, y no estamos autorizados a investigar a ese ciudadano francés.

– Sabes que en el curso de cualquier investigación uno se encuentra con otros delincuentes y otros delitos, a veces conectados con lo que se busca, a veces no, pero igualmente delincuentes.

– Las escuchas están autorizadas para llegar al Círculo a través de Karakoz. Sé que el cumplimiento estricto de las reglas a veces produce retrasos, pero no haremos nada para lo que no estemos autorizados.

– No estoy proponiendo lo contrario, Wein, simplemente creo que no debemos desechar esta nueva pista por más que parezca que nos aleja del Círculo. Pide todos los permisos necesarios, pero consigue que podamos tirar también de este hilo. Si no conduce a ninguna parte, lo dejamos, y que la policía de París se haga cargo, pero al menos vamos a intentarlo.

Matthew Lucas asomó la cabeza por la puerta del despacho de Wein al tiempo que pedía permiso para entrar.

– Pasa, Matthew, imagino que ya te han informado -le dijo el director del Centro.

– Sí, ¡es estupendo e increíble!

– Debemos ser prudentes -replicó Wein.

– Sí, claro, pero es una pista importante -insistió Matthew.

– Que no sabemos si nos conduce a donde queremos ir o nos puede distraer llevándonos a otra parte que no entra en nuestro ámbito de actuación. Somos un centro de coordinación contra el terrorismo, no la policía, y mucho me temo que la conversación de ese conde con el Yugoslavo no tenga nada que ver con lo que buscamos.

Matthew Lucas se quedó callado mientras buscaba con la mirada el apoyo de Lorenzo Panetta, quien parecía distraído.

– Bueno, pero en todo caso seguiremos esta pista -reiteró el norteamericano.

– Lo haremos si nos dan permiso. Tengo que informar a nuestros superiores. Cuando lo haya hecho os diré qué podemos y qué no podemos hacer.

Cuando salieron del despacho de Wein, Lorenzo hizo una seña a Matthew para que le acompañara al suyo.

– ¿Qué dicen sus jefes? -le preguntó Lorenzo.

– Bueno, imagino que no van a pedir permiso para seguir adelante con las escuchas. Por lo que sé, los franceses están bien dispuestos para continuar. Son los primeros sorprendidos por haberse encontrado a un respetable aristócrata hablando con un delincuente de la peor calaña.

– ¿Me tendrá informado? -le pidió Lorenzo.

– Claro, pero espero que Wein consiga permiso de sus jefes. Sería absurdo no seguir esta pista y ver dónde conduce. Por cierto, me van a enviar un dossier sobre ese conde.

– Yo también lo he pedido, supongo que ya lo tendré en el ordenador.

– Entonces, los hombres del Yugoslavo que estaban vigilando el Crillon lo hacían por ese conde… -dijo Matthew.

– Eso parece. Sin embargo, todas las informaciones apuntan a que el Círculo prepara un nuevo atentado y sabemos que las armas se las compran a Karakoz. O bien han cambiado de tienda, o bien…

– No sé, yo tampoco me explico qué hace un aristócrata francés discutiendo con un traficante de armas. Además, ese conde llamó al Yugoslavo a su número privado, y de la conversación se deduce que se traen algo gordo entre manos. Creo que debemos vigilarle, no perderle de vista.

– Bueno, a estas horas está volando a Nueva York y allí le aseguro que los franceses no 1e van a perder de vista ni de noche ni de día. En cuanto a los teléfonos del castillo, los franceses los van a controlar y nosotros también. Por cierto, ¿tienen ya eI informe de seguridad sobre la gente de este departamento?

– No, aún no. Están investigándonos de nuevo y verificando todos los datos; tardarán un par de días en decirnos algo.

– ¿Cree que la doctora Villasante podría escuchar la grabación del Yugoslavo y el conde?

– Sí, sería interesante conocer la opinión de Andrea, pero debernos esperar a que Hans Wein consulte a los jefes; hasta entonces sólo podemos esperar.

– Bueno, en mi caso procuraré hacer algo más. Voy a pedir a nuestro laboratorio que estudie esta grabación y compararé la voz del conde con esa otra grabación que tenemos con el Yugoslavo. ¿Recuerda que habló con un hombre con voz de persona mayor que se refería a una silla? A lo mejor es el mismo…

– ¡Vaya! ¡Debería habérseme ocurrido a mí!

25

Salim al-Bashir sonreía satisfecho ante los aplausos de los asistentes a su conferencia. Se había metido al público en el bolsillo diciéndoles lo que querían escuchar: que era posible la convivencia pacífica entre musulmanes, cristianos y judíos; que el islam era una religión de paz y que no se debía confundir a quienes profesaban esta religión con quienes ponían bombas o secuestraban aviones; que era intolerable que los periódicos occidentales calificaran a los autores de estos actos como «terroristas islámicos»: «¿Acaso cuando un cristiano asesina a alguien los periodistas le califican de asesino cristiano? No, no lo hacen, lo califican de asesino simplemente, pero en Occidente hay prejuicios contra el islam. Sí, por más que a muchos les cueste reconocerlo es así, y por eso nos ofenden cuando, para explicar que alguien ha cometido un acto de violencia, se añade la religión del sujeto siempre que éste profesa el islam. Yo pido a los periodistas que reflexionen sobre esto».

También había revindicado el respeto «para nuestra cultura y nuestras normas, que no intentamos imponer a nadie. Entonces, ¿por qué tienen miedo a que nuestras mujeres y nuestras hijas elijan ir con hiyab ? ¿A quién ofendemos por no comer carne de cerdo y pedir que en los colegios sean respetuosos con nuestros hijos y no les obliguen a comer lo que va contra nuestra religión? Es posible la convivencia desde el respeto, el respeto a la diferencia, porque si no se respeta la diferencia, nuestros hijos terminan sintiéndose de ninguna parte, y crecerán confusos, con rabia y humillados por tener que esconder lo que son. Los poderes públicos tienen que ayudar a que la comunidad musulmana viva en paz de acuerdo a sus costumbres y a su cultura, facilitando que podamos educar a nuestros hijos como buenos musulmanes. Juntos podemos combatir la violencia, sólo hay un secreto: el respeto y la tolerancia porque, desgraciadamente, Occidente se dice tolerante, y lo es para consigo mismo, pero no lo es con los demás. Que cada cual rece a Dios como quiera hacerlo, y que por eso no sea perseguido como lo somos los musulmanes».

Buscó la mirada de Omar, jefe del Círculo en España, que se hacía pasar por hombre de negocios, un operador turístico y uno de los jefes más respetados de la comunidad musulmana en la Península. Ambos intercambiaron una mirada cargada de ironía: allí estaban destacados miembros de la política y la cultura española, aplaudiéndole a él, el jefe de las operaciones terroristas del Círculo, al que tenían por un respetable profesor. Era muy fácil tratar con los occidentales: sólo había que decirles que no se preocuparan por nada, que su vida no tenía por qué cambiar, que podían continuar sumidos en su cultura hedonista sin preocuparse por lo que sucedía a su alrededor, pendientes sólo de sí mismos.

Los occidentales no querían problemas; por eso estaban dispuestos a creer al que les dijera que no los habría. Y es lo que él les explicaba: que les dejaran hacer, que si lo hacían, no pasaría nada… mientras ellos se seguirían extendiendo como una mancha de aceite hasta llenarlo todo, hasta que las catedrales de toda Europa se convirtieran en mezquitas. Al fin y al cabo era un destino más digno que el que los infieles daban a algunas de sus iglesias, a las que convertían en restaurantes y hasta en discotecas como ocurría ya en Inglaterra… Merecían perderlo todo porque no se respetaban a sí mismos, porque no creían en nada, ni siquiera en su Dios.

Dios, decían los gurús de la cultura occidental, era cosa del pasado, de fanáticos, de gente que no había puesto el reloj en la hora de la Historia, e invitaban a vivir y divertirse, a consumir y nada más. Por eso los vencerían. Era fácil derrotar a una sociedad que no creía en nada.

Cuando se bajó del estrado desde donde había impartido la conferencia, Salim al-Bashir se vio rodeado y saludó a parte del numeroso público que momentos antes le había aplaudido. Después se dirigió a una sala contigua donde le aguardaba un nutrido grupo de periodistas que le reiteraron las mismas preguntas que le venían haciendo otros periodistas a lo largo y ancho del mundo. Todos querían saber qué pensaba él del Círculo. También le preguntaron por el último atentado perpetrado por dicho grupo en Frankfurt, y sobre los comunicados de esta organización revindicando al-Andalus. Las preguntas sobre la situación en Oriente Próximo, el drama del pueblo palestino, las consecuencias de la guerra de Estados Unidos contra Irak fueron el colofón de todo lo anterior.

Hasta una hora después no pudo abandonar el salón de actos acompañado por Omar y otros hermanos del Círculo, que pasaban por ser pacíficos hombres de negocios.

Sentado junto a Omar, que conducía un todoterreno, los dos hombres permanecieron casi en silencio hasta que salieron de Granada, seguros ya de no ser observados.

– Has tenido un gran éxito -le felicitó Omar.

– Gracias; ya te dije que el secreto es decirles lo que quieren escuchar.

– La prensa te elogiará. He oído a algunos periodistas hacer comentarios positivos sobre tu intervención.

– Sí, supongo que lo harán; hasta ahora siempre lo han hecho.

– Iremos a mi casa, allí cenaremos con algunos de nuestros hombres. Verás a Mohamed y a Ali, que están a la espera de tus instrucciones.

– Sí, el plan es sencillo. Es más efectivo que los atentados se lleven a cabo el mismo día y a la misma hora.

– Tú eres el jefe de operaciones, pero creo que a los cristianos les asustaría más que los atentados fueran en días consecutivos; cuando aún no se hayan repuesto de uno, golpearles con otro.

– ¿Sabes, Omar? Si se desechó esa idea fue porque una vez que se produce un atentado todos los servicios antiterroristas se ponen en situación de alerta. Y si hasta el día anterior están relajados haciendo su trabajo como una rutina, a partir de que se produce un atentado incrementan las medidas de seguridad en aeropuertos, ferrocarriles y todos los lugares que creen susceptibles de ser atacados. Llenan las calles de policías y soldados, aprietan a sus confidentes; además, todo aquel que tiene aspecto de árabe se convierte en sospechoso y alguno de los nuestros puede ser detenido en un control rutinario, de manera que es mejor golpear en los tres lugares al mismo tiempo.

90
{"b":"88104","o":1}