– Dentro de unos días le entregaré cuatro billetes de avión, para usted y sus compañeros, pero antes necesito las fotos para que les hagan los pasaportes.
– Las he traído y hay un cambio: vendrán mi hermano, mi prima y mi primo.
– ¿Y por qué ese cambio? -preguntó Raymond alarmado. -
Porque mi prima sufrió lo mismo que yo -contestó mirándole con ira.
– ¿Y su otro hermano?
– Se queda para cuidar a mi madre. Sólo quedamos tres de siete hermanos. Los mataron en la guerra, lo mismo que a mi padre. Alguien tiene que sobrevivir, lo hemos decidido así.
– Y su prima, ¿cuántos años tiene?
– Es mayor que yo.
– Le he preguntado cuántos años tiene.
– Cuarenta. Perdió a su marido y a su hija pequeña. -Ylena suspiró con impaciencia-. Aún no me ha explicado la misión.
– ¿Qué le han dicho?
– Que por fin podría vengarme de la brigada musulmana.
A nadie le importó lo que nos hicieron a los serbios, a nadie.
– Su venganza no irá exactamente contra esos hombres.
– Lo sé, pero quiero que gente como ellos llore como lloré yo.
– No es sencillo, pero lo conseguiremos. Se trata de infligir un golpe a los musulmanes del que no se podrán reponer: la destrucción de reliquias de Mahoma.
– ¿Reliquias? ¿Los musulmanes tienen reliquias? -preguntó Ylena con incredulidad.
– Sí. En el palacio de los sultanes de Estambul, conocido como Topkapi, un sultán mandó construir un pabellón, que se conoce como el del Manto Sagrado; allí custodian la capa de Mahoma, su sello, espadas, algunos pelos de su barba. También conservan su estandarte de lana negra. Al igual que los cristianos combatían a los musulmanes llevando la cruz donde murió Jesús, en momentos de dificultad los turcos sacaban en procesión el estandarte del Profeta por las calles de Estambul.
– ¿Y cómo las destruiremos? -preguntó Ylena.
– Con una bomba, claro. Su hermano y sus primos deberían ir a Estambul como unos turistas más, en cuanto a usted… es difícil que pase inadvertida; es mejor que vaya cuando llegue el momento del atentado, pero procure vestirse de manera discreta y no hacer nada que llame la atención. No vayan los cuatro juntos a Topkapi, es mejor que lo hagan por separado, pero usted no vaya sola, llamaría la atención.
– ¿De qué nacionalidad será mi pasaporte?
– Bosnio. Pasarán por bosnios de Sarajevo, es lo mejor.
– Soy serbobosnia y conozco bien Sarajevo.
– La clave es variar algunas cosas pero no todas. Si se hiciera pasar por inglesa o sueca, seguramente no tendría problemas por su aspecto, pero en cuanto hablara se notaría que no lo es. Es bosnia y está de vacaciones, así de sencillo.
– ¿Y la bomba?
– La bomba la llevará en una silla de ruedas. Se hará pasar por inválida. Será la única manera de burlar las medidas de seguridad, pero debe saber que difícilmente saldrá con vida.
– ¿Dónde colocaremos el resto del explosivo?
– También en la silla. Me han dicho que sus amigos sabrán hacerlo, que sus hermanos y su primo lucharon en la guerra.
– Así es.
– Bien, pues disimularán el explosivo en la silla, en el asiento, en un brazo, donde resulte más fácil. Deberán colocarlo en Estambul. Sería absurdo correr el riesgo de pasar fronteras con una silla cargada de explosivos.
– ¿Las armas también las recibiremos en Estambul?
– Sí, lo mismo que el explosivo. Su hermano o su prima, tanto da, empujará la silla. Es una turista inválida, una víctima de la guerra, de los bombardeos. No puede andar, de manera que va en una silla de inválida. Pero insisto en que debe disimular su aspecto. Es difícil no fijarse en usted, y debe pasar por una bosnia insignificante. Podría oscurecerse el cabello o cubrirlo con el hiyab …
– Había traído ya las fotos para los pasaportes -se lamentó Ylena.
– Se trata de su seguridad; y créame si le digo que una chica como usted llama la atención mucho más de lo que pueda imaginar.
– De acuerdo, lo haré, me oscureceré el cabello.
– La ropa que llevará será anodina, nada llamativa. Que sus piernas estén cubiertas con una manta, acuérdese que le hará pasar por inválida. Bien pensado es mejor que haya otra mujer en el comando, es más creíble que una musulmana no viaje sola con tres hombres. Aun así… como no era lo previsto, debo consultarlo.
– ¿A quién?
– Eso no le importa. No creerá que una operación de este calibre se improvisa o la puede organizar una sola persona.
– No, eso ya lo sé.
– Ya le he dicho que me parece mejor que haya otra mujer. Deme las fotos.
Ylena le entregó un sobre donde guardaba las fotos para los pasaportes.
Raymond observó con detenimiento los rostros de los familiares de Ylena, sus primos y su hermano. La mujer tenía un rostro agraciado aunque sin comparación con la belleza de Ylena; los hombres no llamarían la atención.
– ¿Cuándo me dará los pasaportes y el dinero?
– Primero consultaré los cambios; después volveremos a vernos. Pero necesito que me dé una nueva foto suya. ¿Podría teñirse el pelo hoy mismo, hacerse la foto y entregármela esta noche o a lo más tardar mañana por la mañana?
– Sí. Lo haré yo misma. Compraré un tinte y en un par de horas habré cambiado el color del cabello.
– Quizá podría ir a una peluquería…
– Usted mismo insiste en que no llame la atención.
– Tiene razón, pero si puede comprarse un sombrero, algo que le disimule el cabello para cuando pida la cuenta y se despida del hotel…
– Esto es París. ¿A quién le puede extrañar que una mujer se cambie el color del pelo?
– Lo extraño es que alguien con su color de pelo se lo tiña. Cualquier mujer haría lo indecible por tener su color. Pero en fin, no me parece que debamos seguir perdiendo el tiempo con su pelo. Actúe en consecuencia, de todas maneras le daré dinero para que haga esas pequeñas compras.
Ylena aceptó los doscientos euros que le dio Raymond. Luego abrió la puerta de la habitación para comprobar que no había nadie en el pasillo y le hizo un gesto para que saliera.
Él no se sintió seguro hasta que regresó a su suite y se sirvió un calvados. Tenía unas cuantas horas por delante antes de volver a encontrarse con Ylena, de manera que iría a ver la marcha de las obras de su apartamento, pero antes llamó al Facilitador para comunicarle los cambios en el plan.
Hans Wein escuchaba con preocupación a Lorenzo Panetta. Si las sospechas de Panetta se confirmaban significaría un duro revés para el prestigio del Centro, y pondría en entredicho su eficacia frente a otras agencias de inteligencia.
– En mi opinión -argumentaba Panetta-, se debería volver a investigar a todos los miembros del Centro incluyéndonos a nosotros. No puede quedar ninguna duda. Prefiero que nos digan que estoy equivocado y que veo fantasmas donde sólo hay paredes.
– Pero ¿desconfías de alguien? -le preguntó directamente su jefe.
– No, sinceramente no. Pedí los informes de seguridad sobre todos los miembros del departamento y no he sido capaz de encontrar el menor atisbo de sospecha en el currículo de ninguno de los que trabajan aquí. Pero eso no significa nada, sólo que yo puedo estar equivocado. ¡Ojalá sea así!
– ¿También has repasado el expediente de Mireille Béziers?
– Claro que sí, y no he encontrado nada extraordinario. No nos dejemos llevar por los prejuicios; sé que a Matthew le sorprendió verla cenar con un joven de aspecto magrebí, pero eso no significa nada, Mireille ha vivido en varios países árabes, pero además no podemos dejarnos llevar por la paranoia y ver a un terrorista detrás de cada musulmán. Si la chica hubiera tenido algo que ocultar, no se habría ido a cenar al restaurante más concurrido de Bruselas.
– Sabes que lo que se oculta mejor es lo que está a la vista -le replicó Wein.
– Lo sé, pero sinceramente no creo que Mireille trabaje para el Círculo.
– Tú mismo has dicho que todos debemos volver a pasar los filtros de seguridad -protestó Hans Wein.
– Desde luego, y Mireille no será una excepción.
– Te cae bien la chica.
– Es que creo que es inteligente y decidida. Sólo tiene un problema: que es demasiado impetuosa.
– En nuestro negocio el exceso de ímpetu puede ser una catástrofe. En cualquier caso ya he pedido a Personal que le busquen un hueco en otro sitio; en un tiempo prudencial firmaré su traslado.
– ¿Por qué en un tiempo prudencial y no de manera inmediata?
– Porque no quiero problemas con su tío, que llamaría a media Comisión Europea para protestar por el trato a su querida sobrina. Supongo que en una semana o dos la trasladarán.
Lorenzo se rió. Hans Wein era un tipo transparente, al que le costaba disimular sus sentimientos por más que se mostraba siempre comedido en todas sus manifestaciones.
– En mi opinión deberías pedir un control de seguridad de manera inmediata.
– Le diré a Laura que haga los trámites.
– No, ni siquiera Laura debe saberlo.
– ¡Por favor, Lorenzo! ¡Confío en Laura tanto como en ti!
– Pues no confíes en nadie, ni siquiera en mí, hasta que Seguridad te diga que puedes hacerlo. Yo también confío en Laura, pero los controles de seguridad deben hacerse sin que nadie sepa que le están investigando, de manera que no tendrías que decírselo ni siquiera a ella.
– De acuerdo, lo haremos como dices.
Lorenzo Panetta iba a entrar en su despacho cuando Matthew Lucas irrumpió en la oficina con precipitación y le hizo una seña para que se acercara.
– ¿Qué pasa, Matthew?
– ¿Está el jefe?
– Sí, claro.
– Hemos interceptado una llamada entre el Yugoslavo y un número de teléfono móvil; era Dusan, el lugarteniente de Karakoz. Hemos podido conseguir el número, pero naturalmente se trata de una de esas tarjetas que se compran en cualquier tienda de telefonía, aunque le estamos siguiendo el rastro.
– ¡Vamos a ver a Wein! -respondió Panetta-. Es la primera buena noticia que tenemos desde lo de Frankfurt.
Matthew relató en pocas palabras al director y subdirector del Centro todo lo referente a la llamada.
El Yugoslavo había recibido la llamada de un hombre. La voz, explicaba Matthew, parecía pertenecer a un hombre mayor; la conversación había sido breve: «Ella ha venido, tengo las fotos; parte del encargo lo necesito en el destino. Le enviaré la lista y las fotos. Ha habido algunos cambios. Tiene que estar todo dispuesto para dentro de dos semanas».