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Ovidio y Domenico se quedaron callados, sopesando las palabras de Panetta. En realidad, no les había dicho lo que realmente pensaba y temía: que hubiera una filtración en alguna parte y Karakoz estuviese sobreaviso de que le seguían de cerca.

Panetta había estado sopesando la posibilidad de decírselo, y había optado por no hacerlo; ni siquiera lo había comentado con Hans Wein, aunque pensaba hacerlo el siguiente lunes en la oficina. Wein llevaba unos días fuera de Bruselas y no había querido expresarle sus sospechas por teléfono ni tampoco por correo electrónico.

– ¿Y por qué cree que Karakoz piensa que le están siguiendo con más dedicación que antes? -preguntó Ovidio con suspicacia.

– No he dicho que Karakoz no sepa nada, he dicho que se ha vuelto más desconfiado después del atentado de Frankfurt. Las armas y los explosivos que utilizó el comando los había vendido él.

– ¿Sigue pensando que la Iglesia puede ayudarles? -quiso saber Ovidio.

– Verá, no es normal encontrar papeles donde se hable de santos, de la cruz de Roma… De manera que es evidente que si hay un atentado no hay que descartar que la Iglesia sea un objetivo.

– Pero eso no está en la lógica de los fanáticos islamistas. No son tontos, y a los países árabes no les interesa tener a una institución como la Iglesia golpeada por el fanatismo islámico. Sinceramente, no creo que la Iglesia sea un objetivo.

– Tiene razón, no está en la lógica de esa gente, no les conviene, pero, aun así, no descarte esa posibilidad -respondió Panetta.

– Lo hemos discutido en la oficina, y sinceramente lo descartamos. Sería un error estratégico de tal magnitud que ni los más fanáticos son capaces cometerlo. Además, señor Panetta, le recuerdo que ésas son sólo palabras sueltas, palabras que se han encontrado entre los restos de papel quemado, no sabemos a qué corresponden. Es muy arriesgado aventurar que la Iglesia puede ser objeto de un atentado islamista -insistió Domenico.

– Llevo muchos años trabajando en esto, y le aseguro que por mucho que nos empeñemos en seguir la lógica de los terroristas, es difícil hacerlo: ellos tienen su propia lógica. A veces decimos no, no harán esto o lo otro porque les perjudica ante la opinión pública, pero lo hacen. Créame, los terroristas siempre serán capaces de sorprendernos. ¿Alguien pensó que serían capaces de hacer volar las Torres Gemelas? ¿O de poner bombas en dos trenes en Madrid cuando España siempre se ha decantado por apoyar la causa árabe y fue el país donde más manifestantes salieron contra la guerra de Irak? Cuando cometen los atentados buscamos entender el porqué, elaboramos teorías al respecto. Pero ellos siempre nos llevan la delantera, somos nosotros los que después buscamos la lógica a lo que han hecho.

– Aun así, yo descartaría esa posibilidad -insistió Domenico.

– ¿Es que no ha habido atentados contra sinagogas? -les recordó Panetta.

– Sí, los ha habido… -murmuró Ovidio.

– Bien, entonces, por prudencia, no descartemos nada. Ahora nos centraremos en el Yugoslavo, veremos lo que da de sí esa pista, quién es ese «viejo» del que habla, si es que realmente hay algún «viejo», pero debemos esperar a que haga algún movimiento. Les mantendré informados.

Lorenzo Panetta se despidió de los dos sacerdotes tras agradecer al dominico la cena. Nunca había pensando que sería invitado a una cena dentro del recinto vaticano y mucho menos encontrarse con dos sacerdotes que a simple vista, por su aspecto, nadie diría que lo eran.

– Tómate otra grappa antes de irte -invitó Domenico a Ovidio mientras le llenaba el minúsculo vaso de líquido transparente.

- ¿De verdad crees que esos locos del Círculo no son capaces de atentar contra la Iglesia?

– No obtendrían ningún beneficio. Nosotros condenamos la invasión de Irak y constantemente pedimos a Israel que respete los derechos del pueblo palestino, el Papa mantiene un diálogo abierto con imames y ulemas… ¿qué sentido tiene que se enajenen la voluntad de la Iglesia? No harán nada contra nosotros. No por razones morales, sino simplemente porque no les conviene.

Domenico hablaba con tal seguridad y firmeza que Ovídio no se sintió capaz de rebatir sus palabras. La velada había transcurrido mucho mejor de lo que esperaba y no tenía ganas de estropearla con una de aquellas discusiones en las que se enzarzaban los dos y que les dejaba agotados y malhumorados.

A medianoche se despidió del dominico; estaba cansado y necesitaba pensar, encontrarse consigo mismo.

20

Para Salim al-Bashir el fin de semana en París había resultado fructífero. Su encuentro con aquella mujer no sólo había sido agradable en el terreno personal, sino que le había tranquilizado: el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea no sabía nada, ni de él ni del Círculo. Andaban a ciegas, aunque seguían los pasos de Karakoz convencidos de que a través de éste llegarían a la otra punta del ovillo. Pero el Círculo ya había avisado a Karakoz y éste sabía cuidar sus intereses, de manera que habría puesto los medios necesarios para protegerse.

El Círculo confiaba en Karakoz porque era hábil e inteligente y, sobre todo, porque no tenía más compromiso que el dinero. Nunca les había fallado; claro que ellos siempre le habían pagado sin regatear, porque Karakoz no admitía regateos.

De todo lo que le había contado, lo único que le preocupaba fue una frase que soltó al azar: «¿Sabes? -había dicho-. El otro día encontré a Panetta revisando todos los expedientes del personal del departamento, no sé qué buscaba. A lo mejor no se fía de alguien».

No había querido alarmarla puesto que ella no le dio importancia al hecho, pero a él sí le pareció inquietante. Si bien era difícil que el Centro de Coordinación Antiterrorista diera con el Círculo no sería imposible que terminaran sospechando alguna filtración y llegaran a ella. Eso suponía un riesgo que no se podía permitir, de manera que había llegado el momento de deshacerse de la mujer.

Aún le daba vueltas a los tres atentados que iban a perpetrar. Trasladar a hombres que estarían siendo buscados por la policía de medio mundo podía resultar muy complicado, aunque cada vez les era más fácil moverse por Europa: eran millones los hermanos que ahora vivían entre aquellos estúpidos occidentales llenos de buena voluntad que se creían sus ingenuas proclamas sobre la paz y la alianza de civilizaciones.

En cualquier caso, debían actuar cuanto antes, ya que contaban con la ventaja de que el Centro de Coordinación Antiterrorista no sabía nada.

La mujer le había prometido llamarle si se producía alguna novedad. Sabía que lo haría, en realidad haría cualquier cosa que él le pidiera. De repente una idea se cruzó por su cerebro y sonrió; había encontrado la solución al problema: podía utilizarla como bomba humana contra uno de los objetivos. Era una manera hermosa de finalizar su relación y de resolver el problema. No sería la primera mujer occidental dispuesta a morir en nombre del islam. Acababa de encontrar la solución a dos problemas, y le satisfacía como ninguna otra.

Por lo pronto se reuniría con el comando en Granada. Omar había movido los hilos para que se celebrara en la ciudad un seminario sobre las tres religiones monoteístas y estaba invitado a participar. Su presencia en actos de ese tipo era continua, de manera que a nadie le extrañaría su viaje a Granada. Para entonces ya habría tomado una decisión firme.

Por lo que Omar le había dicho, Mohamed, Alí y Hakim ya se encontraban en el norte de España, en Santo Toribio, mezclados con los cientos de peregrinos que en aquellos días visitaban el santuario para ganar el jubileo del Año Santo.

En cuanto al atentado de Roma… sí, le complacía convertir a su amante en una bomba humana. La imaginaba con el cabello cubierto por el hiyab gritando que se inmolaba en nombre de

Alá. Rió para sus adentros complacido por aquella macabra idea; al fin y al cabo ella estaba empalagosamente entregada a él.

El timbre del teléfono le sobresaltó. Un segundo después volvió a reír, esta vez sin recato: el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard le invitaba a que pronunciara una conferencia sobre la posible alianza entre occidentales y musulmanes. Aceptó encantado. La retribución sería excelente y además acrecentaría su prestigio académico. Le iban a escuchar nada menos que los futuros dirigentes del mundo que se estaban formando en Harvard… Les diría lo que querían oír, no eran capaces de entender otra cosa. A los norteamericanos y a los europeos de las élites intelectuales les repugnaba pensar que no se podían arreglar las diferencias hablando, cediendo; no querían problemas y estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de evitarlos. Eran como niños.

* * *

Raymond acariciaba la Crónica de fray Julián como si necesitara que le diera fuerzas para lo que se disponía a hacer. Luego la dejó sobre la mesa y salió de la suite mirando instintivamente el reloj: las dos de la tarde. Esperaba que no hubiera mucha gente por el pasillo en ese momento: temía que una camarera o cualquier otro huésped pudiera verle dirigirse a otra habitación.

Había elegido el Crillon para su encuentro con Ylena. Para justificar su estancia en un hotel teniendo como tenía un apartamento en París, había mandado pintar y redecorar los baños. El Facilitador siempre le insistía en que no había que dejar cabos sueltos. No había sido fácil elegir el hotel, pero al final decidió que no iba a sacrificar su propia comodidad por un encuentro furtivo. Esa misma mañana el Facilitador le había telefoneado para decirle un simple número, el de la habitación de Ylena.

Le sorprendió el aspecto de la mujer. Demasiado alta, demasiado rubia, con los ojos demasiado azules, en realidad demasiado llamativa para una misión en la que necesitaba ser casi transparente, que nadie se fijara en ella.

Debía de tener entre veintitrés y veinticinco años, y llevaba la ira reflejada en el rostro.

– ¿Tiene ya las instrucciones para mí? -le preguntó apenas se saludaron.

– Una parte, ¿me permite pasar y sentarme?

La notaba tensa, incómoda, deseando terminar cuanto antes.

– Es mejor que se relaje; aquí nadie nos puede ver ni oír, y lo que tenemos que tratar no se puede hacer con prisas.

Le indicó una silla y se sentó enfrente de él. Les separaba una mesa redonda.

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