Se sentaron en cojines dispuestos en el suelo en torno a Jalil, que ocupaba una silla baja. A la derecha de Jalil, las mujeres, a su izquierda los hombres.
– ¿Os parece que hoy reflexionemos sobre la violencia? -preguntó Jalil.
El murmullo de asentimiento hizo sonreír al anciano.
– Antes de que llegarais, estábamos hablando sobre el derecho del marido a castigar físicamente a su mujer. Nuestro amigo Mohamed cree que a los hombres se nos ha dado ese derecho en el Sagrado Corán.
Un hombre que debía de tener más o menos la edad de Jalil levantó la mano.
– Sin duda nuestro amigo Mohamed conoce bien el Corán. Por ejemplo en la sura 4, aleya 34, se dice: «Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Dios ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Dios ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquéllas cuya desobediencia temáis, las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero tan pronto como ellas obedezcan no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande».
Mohamed miró con agradecimiento a aquel hombre que acababa de recitar de memoria aquel versículo del Corán que no dejaba lugar a dudas sobre la facultad del hombre para castigar a la esposa. Sintió alivio al comprobar que en aquel extraño grupo no todos se comportaban como infieles.
– Los creyentes cristianos y los creyentes judíos llevan tiempo alejándose de la literalidad de la Biblia; la tienen como Libro Sagrado inspirado por Dios, pero dicen que cuando Dios inspiró el Libro, lo hizo teniendo en cuenta cómo era el mundo entonces. De manera que se quedan con el espíritu del Libro, no con su literalidad y no porque no sean buenos creyentes, sino porque creen que Dios ha querido que el mundo cambie día tras día, año tras año, siglo tras siglo. Lo más importante es la fe en Dios, no si el profeta Elías subió al cielo sobre un carro de fuego.
Esta intervención de Carlos, el marido de Salima, dejó anonadado a Mohamed. Era un infiel.
– ¿Quiere decir que no debemos seguir las enseñanzas del Sagrado Corán? -preguntó Mohamed.
– Quiero decir que el espíritu del Sagrado Corán es lo que debe guiarnos. Podemos leer en la sura 49, aleya 16: «¿Pensáis enseñar a Dios cuál es vuestra religión? Si Él sabe todo lo que hay en los cielos y en la Tierra. Él lo conoce todo». Y dice más adelante: «Dios conoce los secretos de los cielos y de la Tierra; ve todas vuestras acciones».
Todos los presentes escuchaban atentamente al hombre. Nadie le replicó, conscientes de que esa tarde tenía un protagonista nuevo: Mohamed.
Jalil no les podía ver, pero parecía saber dónde estaba cada uno y así, dirigiéndose a Mohamed, le habló:
– Dios es misericordioso. En la sura 53, aleya 32, se dice: «Los que evitan los grandes crímenes y las fealdades e incurren en faltas ligeras, para ésos tiene Dios una gran indulgencia. Bien os conocía cuando os formaba de tierra; os conoce cuando no sois más que un embrión en las entrañas de vuestra madre. No intentéis, pues, disculparos; Él conoce mejor que nadie al que le teme».
– Me siento reconfortado cuando escucho el Sagrado Corán -dijo un joven lleno de entusiasmo-. Aun sabiendo que Dios todo lo ve y todo lo sabe pienso en su misericordia, y por eso espero su perdón por todas las faltas que pueda cometer.
– Sí, pero no se trata sólo de hacer lo que no se debe -apostilló Jalil- y luego esperar la misericordia de Dios; Él espera más de nosotros.
El joven bajó la cabeza avergonzado por haberse dejado llevar por el entusiasmo, aunque estaba convencido de que la misericordia de Dios alcanzaría a cuanto hiciera en la vida.
Mohamed carraspeó antes de decidirse a hablar. Aquellos ancianos conocían mejor que él el Sagrado Corán, pero durante el tiempo pasado en Pakistán, en la madrasa donde le envió Hasan, había dedicado muchas horas al estudio del texto sagrado, tantas como para saber que Jalil y su amigo entresacaban aquellas citas del texto interpretándolas de una manera, a su juicio, poco ortodoxa. Decidió arriesgarse y hacer alarde de sus conocimientos del Corán.
– «Hemos preparado un brasero ardiente para los infieles que no han creído en Dios y en su apóstol -recitó entrecerrando los ojos-. El reino de los cielos y de la Tierra pertenece a Dios; perdona a quien quiere y aplica el castigo divino a quien quiere. Él es indulgente y misericordioso.»
– Tú mismo lo acabas de recordar: es indulgente y misericordioso -le respondió Jalil-. En la sura 4, aleya 44, se dice: «Dios no hace daño a nadie, ni siquiera del peso de un átomo; una buena acción paga doble y concederá una recompensa generosa». Así es Dios, así se nos dice en el Sagrado Corán que es. El Todopoderoso nos puede castigar cuando quiera, como quiera, a nosotros y a los infieles, a todos los seres de la Tierra, pero el Corán no deja de recordarnos la indulgencia y misericordia de Dios para con nosotros, pobres pecadores. Me alegro de que conozcas bien el Corán, Mohamed; ahora lo importante es que lo interpretes bien y sepas sentir la indulgencia y misericordia de Dios para con los hombres.
– O sea, ¿que al final resume el Sagrado Corán en la indulgencia y misericordia de Dios? -preguntó desafiante Mohamed.
Jalil se quedó en silencio apenas un segundo, luego, antes de responder, clavó en él su mirada vacía.
– Ser indulgente y misericordioso con nuestros semejantes es una tarea titánica para nosotros, pobres mortales. ¡Cuántas veces nos irritamos y maltratamos de palabra y obra a nuestros seres queridos! Lo hacemos porque no somos capaces de ser indulgentes con sus faltas y mucho menos misericordiosos. Mira en tu corazón y pregúntate cuántas veces has sido misericordioso con los demás. Seguramente la respuesta no te gustará. Tampoco a mí cuando me hago esa pregunta.
– «Todo el que haya cometido una mala acción habrá obrado inicuamente contra su propia alma; pero luego implorará el perdón de Dios, lo hallará indulgente y misericordioso» -recitó en voz alta otro anciano.
La noche había cubierto la ciudad cuando Jalil dio por terminada la reunión. Mohamed se sorprendió al ver que eran casi las diez. Su madre y Fátima estarían preocupadas. Les había dicho que iba a buscar a Laila y de eso hacía casi cinco horas.
Su hermana se despidió con afecto de aquel grupo heterogéneo; Mohamed se dio cuenta de que todos la apreciaban.
Salieron de la casa en silencio, y en silencio fueron caminando hacía el Albaicín.
Mohamed tenía sentimientos contradictorios. Por una parte se había sentido a gusto entre aquella gente, por otra pensaba que eran un grupo de ingenuos empeñados en ver el perdón en cada línea del Corán. Ignoraban todo aquello que no concordaba con sus deseos de indulgencia y misericordia.
Cuando llegaron a la casa, encontraron a su madre y a Fátima esperándoles en la sala con gesto de preocupación. Su madre se dirigió con paso raudo hacia Laila y suspiró tranquila al comprobar que su hija no había sufrido violencia alguna; luego sonrió a su hijo y les invitó a pasar a la mesa.
Laila se excusó diciendo que estaba cansada y que al día siguiente debía madrugar porque daba su primera clase a las ocho. Mohamed hizo caso omiso de su hermana y se dirigió a la sala donde Fátima ya había dispuesto la cena.
Comió en silencio, solo, mientras su esposa le servía con la cabeza baja.
La observó de reojo y pensó que seguía sin encontrarle ningún atractivo, a pesar de que se había acostado con ella en un par de ocasiones con el único objetivo de que no pudiera quejarse a sus parientes de que su marido no la había tomado. Hasan no le habría perdonado esa afrenta.
La chilaba ocultaba las formas de Fátima, pero él sabía que el cuerpo de su esposa no era atractivo, y que el cabello, cubierto por el hiyab , era de un anodino color castaño oscuro y de tacto áspero.
Tendría que volver a acostarse con Fátima y para ello guardaba en un cajón una tabaquera llena de hachís. Sólo con la cabeza repleta de brumas se sentía capaz de hacerlo. Esperaba que Fátima se quedara embarazada y con esa excusa alejarse de ella durante algún tiempo, pero hasta el momento no adivinaba en ella ningún síntoma que pudiera anunciarle que había concebido un hijo.
Estaba terminando de comer una granada cuando su madre entró en la sala y se sentó frente a él.
– Esta tarde ha venido Ali preguntando por ti.
– ¿Y qué ha dicho?
– Que volverá mañana. Hijo, no me gusta tu amigo. -Pues que yo sepa eres amiga de su madre, o al menos lo erais cuando íbamos al colegio.
– Desgraciadamente su madre no está aquí. Pero no es su familia quien me importa; me importas tú y no quiero que te metas en líos. Sí vas con Alí terminarás mal.
– ¿Por qué?
– Anda con gente peligrosa, no son como nosotros.
– ¿Y cómo somos nosotros?
– Tú has cambiado. No sé qué han hecho contigo en Frankfurt y en Pakistán, pero no eres el mismo.
– Soy un hombre, madre.
– Sí, un hombre al que temo que otros manejen como si fuera un chiquillo.
– ¿Manejarme? -El tono de voz Mohamed se había elevado y en su mirada se reflejaba ira contenida-. Soy un hombre, madre. Un hombre con una familia y el deseo de hacer de este mundo un lugar mejor, donde los musulmanes no seamos ciudadanos de segunda, donde se nos trate con respeto. Debemos castigar a los infieles y eso haremos. Dios nos recompensará por ello.
– ¿Y quién ha dicho que tengamos que castigar a nadie? ¿Por qué no somos capaces de vivir los unos con los otros en paz? La Tierra es de todos, hay sitio para todos. Dejemos que cada cual rece a Dios como le hayan enseñado de niño.
– ¡Madre, cómo puedes hablar así!
– Porque soy vieja y he visto demasiado sufrimiento a mi alrededor.
– Nadie te hará daño, confía en mí.
– No temo por mí sino por ti. Aléjate de Ali.
– ¿Qué te preocupa de Ali?
– Anda con los peores de nuestra gente, con hombres que destilan odio. Le manejan como a un títere, lo mismo que querrán hacer contigo. Te dirán que eres un muyahid , que tienes que cumplir una misión sagrada, pero será mentira, sólo querrán que mueras por ellos.
– Cualquier madre se sentiría orgullosa de que su hijo se convirtiera en mártir.
– Yo, Mohamed, me conformo con que estés vivo. No quiero más.
– ¡No hablas como una buena musulmana! ¿Es que no te das cuenta de lo que sucede en el mundo?