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– Son unas buenas personas. Jalil es un maestro, enseñaba en una madrasa. Es un alim respetado en Marruecos y aquí también. Habla de paz, de entendimiento entre los hombres, predica el respeto entre todos los seres humanos y defiende los derechos que tenemos las mujeres.

– No creo que valga la pena que me lleves a conocer a ese Jalil. Si eso es lo que piensa, no es uno de los nuestros.

– No le conoces, no le juzgues aún. Confía en mí, verás cómo al escucharle sientes el corazón reconfortado y aún creerás más en el Misericordioso.

– ¿Dónde vive ese hombre?

– Cerca de aquí, en el centro.

– ¿Y por qué no vive en el Albaicín?

– Ya te he dicho que vive en casa de su hija. Ella da clases en una escuela pública donde hay muchos niños de nuestro país; les enseña a hablar español y les va introduciendo en las costumbres de aquí, intenta tender puentes entre los dos mundos. Es una mujer muy amable y siempre está de buen humor.

– ¿Y su esposo qué hace?

– Tiene una tienda donde vende café, té y especias; es un hombre bueno y respetuoso con su esposa. Tienen tres hijos pequeños, ya verás.

Mohamed siguió a Laila hasta llegar a un edificio donde pudo distinguir la tienda del yerno de Jalil, un local espacioso lleno de luz donde en varias filas de estantes se distinguían diversos tipos de cafés, té, mermeladas, miel y especias.

Laila entró en la tienda y saludó con alegría a Carlos, el yerno de Jalil. El hombre estrechó la mano de Mohamed y les pidió que entraran en la trastienda, donde en ese momento estaba su mujer, Salima, preparando un té para su padre, el bueno de Jalil.

Salima abrazó con afecto a Laila mientras observaba con curiosidad a Mohamed.

– Ya os he hablado de mi hermano; tenía ganas de que le conocierais.

Los ojos de Jalil estaban perdidos en la nada, pero movía la cabeza en dirección a Laila. A Mohamed le impresionó el aspecto elegante del anciano, que vestía una impecable chilaba blanca de lana fina, tan blanca como el color de sus cabellos. También se fijó en sus manos de dedos largos y en su sonrisa beatífica.

– Así que tú eres Mohamed -afirmó Jalil-. Laíla nos ha hablado mucho de ti.

Mohamed se quedó en silencio fascinado por aquel anciano de aspecto elegante a pesar de estar modestamente vestido.

– Es un honor conocerle -acertó a decir.

El anciano sonrió. Podía sentir la turbación del joven en ese momento.

– Ven, siéntate a mi lado. Tomaréis una taza de té con nosotros. Salima, hija, ¿puedes servir el té a nuestros amigos?

– Sí, padre, ya estoy preparando las tazas. ¿Os apetece un dulce? Los he hecho yo.

– ¿A qué te dedicas, Mohamed? -le preguntó Jalil sabiendo que el joven no esperaba una pregunta tan directa.

– Bueno, ahora estoy de vacaciones, pero estudié Turismo y he trabajado en Alemania.

– ¿Piensas quedarte mucho tiempo?

– Depende… puede que tenga que marcharme, pero en realidad no lo sé.

– Ya -dijo el anciano mientras se concentraba en beber el té.

Laila notaba la incomodidad de su hermano, pero decidió no hacer nada para aliviarle la situación. Le sabía cohibido ante Jalil y sorprendido por ver a Salíma vestida como una occidental, con pantalones y sin un pañuelo que le cubriera los cabellos.

– Mañana te irá a ver una mujer de mi parte -dijo Salima dirigiéndose a Laila-, es la madre de dos niñas del colegio; he logrado convencerla de que no puede seguir aguantando en silencio que su marido la maltrate.

Salima miró de reojo a Mohamed que se movía incómodo en la silla. Pero decidió continuar su plática.

– Es una chica joven, no tiene ni treinta años. No hay día en que no aparezca con algún golpe en la cara, pero ayer además de tener un ojo morado, vino con un brazo roto. Las niñas están aterrorizadas porque son testigos de la violencia de su padre contra su madre. Temo que un día la cosa vaya a más. Mira si puedes ayudarla.

– Ya sabes que todo depende de ella, que quiera poner una denuncia por malos tratos. A partir de ahí podemos conseguirle un domicilio provisional para que esté junto a otras mujeres maltratadas, mientras se arregla su situación legal. Yo no puedo hacer nada por ella si ella no quiere.

– Lo sé, lo sé… pero escúchala. No es fácil dar ese paso para ninguna mujer, denunciar al marido siempre es terrible. Me da tanta pena verla sufrir y saber que le aguarda el infierno hasta que se muera…

– Haré lo que pueda.

Jalil y Mohamed escuchaban la charla de las mujeres, en silencio. A Mohamed le irritaba que el anciano no interviniera para reconvenir a Salima y a Laila por lo que se proponían hacer.

– ¿Y tú qué piensas de que el marido maltrate a la esposa? -preguntó de manera inesperada Jalil a Mohamed.

– ¿Huir? ¡Yo no huyo de nada! -En el tono de voz de Mohamed había notas de histeria y de miedo.

– Entonces termina tu té y no tengas prisa por escapar de la

– No creo que nadie tenga derecho a meterse en los asuntos de un matrimonio, y mucho menos aconsejar a una esposa que denuncie a su marido. El Corán dice cómo debe de castigarse a la esposa cuando ésta comete una falta. Desde luego el castigo debe ser proporcionado a la falta cometida. Me disgustaría que mi hermana interviniera en un asunto particular de una buena familia musulmana.

– ¿De dónde has sacado que el matrimonio del que hablo es musulmán? -replicó Salima-. Para tu información los dos son españoles, de aquí de Granada, y son cristianos.

– Aun así, no creo que nadie deba meterse en sus asuntos. Si él le pega, sabrá por qué.

– ¿Y a ti te parece justo? -quiso saber Jalil.

– ¡Claro que sí! ¿Acaso vamos a cuestionar el Libro Sagrado?

– Te he preguntado si consideras justo maltratar a otro ser humano sea por la causa que sea -insistió el anciano. -Está escrito en el Corán…

– ¡Por favor, Mohamed, deja en paz el Corán! ¡Los hombres no hemos dejado de hacer barbaridades en nombre del Corán o de la Biblia! Buscarnos excusas en los textos sagrados para justificar lo injustificable.

El tono de voz de Jalil al-Basari estaba lleno de energía pero también de calidez, incluso parecía esbozar una sonrisa burlona que irritó sobremanera a Mohamed.

– Mi hermana me había dicho que era un hombre santo, un alim respetado, y me encuentro con un anciano que cuestiona el Sagrado Corán.

– ¿Crees que he cuestionado el Sagrado Corán? Dime por qué crees eso.

– No he venido a discutir a su casa. Les agradezco su hospitalidad, pero ahora debemos irnos -afirmó Mohamed mirando a su hermana.

– ¿De qué huyes, Mohamed? -preguntó de nuevo el anciano Jalil.

– ¿Huir? ¡Yo no huyo de nada! -En el tono de voz de Mohamed había notas de histeria y de miedo.

– Entonces termina tu té y no tengas prisa por escapar de la conversación con un anciano.

Mohamed bajó la cabeza resignado. Aquel hombre le desconcertaba; pensó que bajo su apariencia de ancianidad se escondía un lobo astuto dispuesto a clavarle los dientes en cuanto se descuidara.

– Dejemos el Corán y hablemos del bien y del mal. Yo no creo que ningún ser humano tenga derecho a humillar, torturar, hacer cualquier tipo de daño, el que sea, a otro ser humano. Desgraciadamente son demasiadas las ocasiones en que los hombres nos comportamos como auténticas alimañas con otros hombres, y todo porque no piensan como nosotros, porque no comparten el mismo credo y rezan de manera diferente o no rezan, porque quieren vivir de una manera distinta a como creemos que se debe vivir… En fin, son muchas las cosas que nos irritan y separan de los demás v, sin embargo, ninguna de ellas es de verdad una causa que justifique que hagamos el mal.

»Pongamos que tú matas porque pretendes castigar una ofensa de tus enemigos, o maltratas a tu esposa porque no ha sido diligente, o mientes para no sentirte humillado ante tu comunidad. Cualesquiera de estas cosas son intrínsecamente malas. La cuestión está en dominar el mal que llevamos dentro, luchar contra él a lo largo de la vida, intentando que no nos dirijan los demonios, sino que seamos nosotros los que los dobleguemos.

»No, Mohamed, no está justificado que un hombre maltrate a su esposa, ni a un hijo, ni a un perro, ni a una flor. ¿Crees que Alá se regocija contigo si mueles a palos a tu esposa? Antes sentirá compasión por su sufrimiento e ira por tu ira.

Jali1 al-Basari se quedó en silencio mientras apuraba la taza de té. Salima observaba de reojo a Mohamed y a Lada y pudo leer en los ojos de su amiga la desesperación que la embargaba.

– Están a punto de llegar unos amigos para el rezo de la tarde. ¿Os podéis quedar? -preguntó Salima para romper el silencio que se había instalado entre ellos.

– Tengo cosas que hacer -se excusó Mohamed.

– Pues vo me quedaré un rato más -afirmó Laila.

– ¡No! Tú vienes conmigo.

– No, me quedo aquí un rato; me gusta escuchar a Jalil, siempre aprendo algo.

– No te preocupes. Si se hace tarde mi marido y yo acompañaremos a Laila a casa.

– Mi hermana debe venir conmigo ahora.

– No, me quedo.

A Mohamed le volvía a arder el rostro. Notaba que la ira le corroía por dentro pero no quería dejarse llevar delante de aquellos extraños.

– Debes obedecerme, Laila, es mejor que regresemos juntos, si te retrasas tendremos que esperarte para cenar.

La excusa le resultó ridícula hasta a él, pero no se le había ocurrido otra cosa para intentar que su hermana le acompañara. Lo que sí tenía decidido es que Laila conocería los rigores de su cinturón por haberle colocado en esa situación. Cuando llegaran a casa la azotaría y su conciencia, se dijo, no se alteraría por las lágrimas y el sufrimiento de su hermana.

– Me gustaría que os quedarais los dos -intervino Jalil-; creo que puedes sentirte a gusto hablando y rezando con nosotros. No te hará mal.

– Bueno… -Mohamed no encontraba nuevas excusas.

– Está decidido, os quedáis; nuestros amigos deben de estar a punto de llegar.

No pasaron más de unos cuantos minutos cuando Carlos, el marido de Salima, entró en la trastienda para avisarles de que los fieles habían llegado.

Con mimo y delicadeza, Salima y Laila ayudaron a Jalil a incorporarse y por una escalera interior subieron al piso que les servía de vivienda.

A Mohamed le sorprendió comprobar que su hermana conocía a todos los que formaban aquel grupo de fieles, y le escandalizó la naturalidad en la manera de tratarse los hombres y las mujeres, a su juicio sin recato, sin pudor. Tenía ganas de reprochar a algunas de las mujeres que no llevaran el cabello cubierto con el velo y que por su indumentaria parecieran cristianas en vez de musulmanas, pero decidió callar porque entre aquel grupo se sentía perdido.

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