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– Efectivamente -respondió, riendo, el padre Aguirre.

– Me han hecho una faena.

– Sí, te la han hecho. Pero si Luigi Pelizzoli ha insistido en meterte en este caso es porque cree que puedes ayudar más que otros, de manera que tienes la obligación de hacerlo.

– ¿Cuántas veces le han pedido ayuda desde que dejó el Vaticano?

– Mi vida no es la tuya, mis circunstancias nada tienen que ver con las tuyas, de manera que no pierdas el tiempo haciendo paralelismos. Pero que te quede clara una cosa: yo he servido a la Iglesia allí donde me ha requerido, donde han considerado mis superiores que debía hacerlo, y lo seguiré haciendo.

– Pero le dejaron venir aquí…

El padre Aguirre no respondió y volvió a ensimismarse en los papeles diseminados sobre la mesa.

– La verdad es que este caso es un auténtico reto para la inteligencia; sin duda es el «caso» de tu vida, en el que vas a dar la medida de lo que eres.

– ¡Vaya!, no me lo pone fácil.

– No soy yo el que no te lo pone fácil. Este caso es endiablado, te lo aseguro.

Se miraron y Ovidio tuvo la impresión de que había un trasfondo en las palabras del padre Aguirre; pero no se atrevió a planteárselo.

– Llamaré a monseñor Pelizzoli y le pediré permiso para ir a Bruselas. Supongo que con un par de días tendré bastante.

– No supongas nada: tienes un trabajo que hacer; hazlo, pero sin condicionarte a ti mismo ni con el tiempo ni con nada. Pero… ¿sabes?, esta conversación me cansa. En realidad es tu resistencia la que me cansa. Quizá deberías llamar al obispo y decirle que renuncias del todo; quizá eso sería lo más honrado.

El padre Aguirre se levantó y salió de la sala dejando a Ovidio perplejo y malhumorado. Esperaba que el anciano sacerdote se pusiera de su lado, que entendiera su desgana para ponerse a pensar en el atentado de Frankfurt que tan lejos se le antojaba de su nueva vida en España. Y, sin embargo, su maestro le instaba a dedicarse al cien por cien al maldito caso y veía dibujarse en él la profunda decepción que le provocaba su actitud.

Ovidio se dijo que también él estaba sorprendido consigo mismo, por su terquedad casi infantil, pero se disculpó pensando que tenía derecho a ser un simple sacerdote y no ver más allá de los problemas de sus feligreses. Sintió de nuevo el desgarro interior que le había mortificado en los últimos meses.

Escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. El padre Aguirre se había marchado dejándole solo para que tomara una decisión.

Cogió el teléfono y marcó el número directo de monseñor Pelizzoli, quien respondió al segundo pitido. Durante media hora estuvo explicando a su antiguo superior los escasos avances que había hecho y después le preguntó si consideraba conveniente que se desplazara a Bruselas, y quizá también a Belgrado. Pudiera ser que en la nunciatura alguien supiera algo relevante de Karakoz. Él sabía por experiencia la mucha información que sobre los asuntos más diversos pueden llegar a tener en las nunciaturas.

– Ya hemos pedido discretamente a nuestros hermanos de Belgrado que nos digan si saben algo interesante sobre Karakoz. En realidad, lo que nos cuentan no es mucho más de lo que saben en Bruselas, pero si crees conveniente ir, hazlo. Llamaré para que te reciban y te faciliten lo que puedas necesitar. En cuanto a lo de ir también a Bruselas, tampoco hay inconveniente. Tú eres quien lleva este caso.

– Bueno… no exactamente… -protestó Ovidio.

– Confiamos en que seas capaz de encontrar una pista que nos ilumine. Estamos preocupados por lo que puedan significar esas palabras, esas frases enigmáticas.

– No he cambiado de opinión respecto a lo que creo que debo hacer.

– Y no te hemos pedido que lo hagas -respondió con dureza el obispo.

– Haré todo lo que pueda.

– En eso confiamos.

– En nuestra Oficina, ¿se ha llegado a alguna conclusión?

– A ninguna sólida, pero sería conveniente que intercambiaras pareceres con los hermanos que están trabajando en el caso; es mejor que todos demos patadas en la misma dirección. Podrías venir al Vaticano antes de ir a Bruselas y a Belgrado.

Ovidio estuvo a punto de negarse, pero no se sintió capaz. Además, sabía que el obispo tenía razón. O estaba dentro del caso o lo dejaba, pero no podía seguir esquivando su responsabilidad.

– Lo haré.

– ¿Cómo te va en Bilbao?

– Me siento muy bien. Aquí puedo llegar a estar en paz conmigo mismo.

– Me alegro de que así sea, ¿y el padre Aguirre?

– Acaba de salir. Está muy bien, tan enérgico y bondadoso como siempre.

– Ya lo supongo. ¿Te está ayudando?

– Se resiste -confesó Ovidio.

– Muy propio de él; querrá que te enfrentes a tu propia responsabilidad; sin embargo, escúchale. Él… bueno, él tiene mucha experiencia y sabe ver más allá de lo que somos capaces de ver los demás. Seguramente tiene ya una idea bastante precisa de qué va este caso.

– Si es así, no me lo ha dicho.

– Y no lo hará salvo que lo crea estrictamente necesario.

– No entiendo…

¡Pero, hijo mío, cómo vas a entender al padre Aguirre! Es mi amigo además de mi maestro y nunca he logrado entenderle ni… ni siquiera conocerle de verdad -confesó el obispo ante el estupor de Ovidio-. Bien, ponte en marcha y ven a verme cuando llegues al Vaticano. Hablaré con tus superiores, con el general de tu Orden para que te permitan hacer altos en el camino que has empezado a recorrer como sacerdote en Bilbao.

Ovidio volvió a concentrarse en los papeles que tenía ante sí pensando en el absurdo que suponía entrelazar unas palabras aparentemente sin relación y llegar a una conclusión lógica. En cuanto a las frases, tenía que buscar igualmente sus contextos y la tarea tampoco era fácil.

Había anochecido cuando regresaron sus tres compañeros de piso. El padre Mikel Ezquerra estaba discutiendo con el padre Santiago, mientras el padre Aguirre les conminaba a acabar la discusión.

– ¡Pero es que Santiago no entiende nada! -protestaba el padre Mikel.

– Eres tú el que ves la realidad con un cristal que lo distorsiona -se defendía el padre Santiago.

– ¡No terminas de comprender el problema!

– ¡Claro que lo entiendo! La cuestión es que no comparto contigo ni el diagnóstico ni la solución.

Entraron en la sala refunfuñando. El padre Aguirre les pedía que dejaran de pelear.

– Pero ¿qué os pasa? -quiso saber Ovidio.

– Éste, que se cree que lo que ocurre aquí es culpa nuestra -respondió el padre Mikel.

– ¿Lo que pasa dónde?

– Pues en el País Vasco. Tú eres de aquí y, bueno, sabes de qué va esto, pero Santiago lo ve con ojos de granadino y…

El padre Santiago, de natural apacible, dio un respingo y se dirigió iracundo hacia el padre Mikel.

– ¡O sea que sólo los vascos pueden hablar y entender a los vascos, los chinos a los chinos, los franceses a los franceses…! ¡Menuda estupidez! Haces mal en ser ambiguo con esos chicos, estás sembrando su perdición.

– ¡Esto sí que es demasiado! No soy ambiguo y lo sabes bien, sólo que prefiero escucharles y convencerles, no condenarles a la primera de cambio.

i -Es que el mal hay que condenarlo a la primera de cambio, no hay matices posibles -replicó el padre Santiago.

– ¿Podemos cenar?

La pregunta del padre Aguirre hizo que aparcaran la discusión. Ovidio quitó sus papeles de en medio, mientras el padre Mikel ponía la mesa y el padre Santiago, seguido del padre Aguirre, entraba en la cocina para calentar la cena que les había dejado preparada la buena de Itziar.

Todos se concentraron en saborear la sopa de pescado y las sardinas rebozadas de Itziar.

Cuando terminaron de cenar, el padre Aguirre les invitó a rezar el rosario para -según les dijo- meditar y liberar el espíritu de las tensiones del día además de intentar acercarse a Dios.

Una vez que finalizaron el rezo, el padre Aguirre propuso tomar una copa de pacharán antes de irse a dormir.

– ¡Anda! ¿Es que es fiesta? -preguntó con sorna el padre Mikel.

– No, pero a lo mejor nos viene bien a todos degustar el licor charlando un rato antes de irnos a dormir -respondió el padre Aguirre.

– A mí me parece una idea estupenda -apuntó el padre Santiago.

– Hace años que no tomo pacharán -confesó Ovidio.

– Pues sí que te has perdido cosas andando por esos mundos -dijo el padre Mikel mientras se disponía a servir cuatro minúsculas copas con el pacharán.

Los cuatro sacerdotes apuraron el licor de endrinas cada uno sumido en sus pensamientos, hasta que el padre Mikel les devolvió a la realidad.

– Mañana tenemos que reunirnos con esos jóvenes; necesitan respuestas.

– La respuesta es clara: no hay justificación para que se comporten como unos bárbaros y amedrenten a sus compañeros. No podemos justificarles -dijo el padre Santiago en tono enfadado.

– No sé de qué habláis. ¿De lo mismo de antes? -quiso saber Ovidio.

El padre Santiago tomó la delantera a su compañero Mikel para responder a Ovidio.

– Sí. Te lo explico en dos palabras. Hoy ha venido a vernos una chica del instituto asustada porque un grupo de chavales de bachillerato vienen amenazando a su hermano porque no se une a ellos en la kale borroka . Le llaman cobarde, español, perro, etcétera. Ayer les tiraron un cóctel molotov en la terraza de su casa, afortunadamente no había nadie en ese momento. Pero hoy en el patio le han rodeado y le han dado una paliza. Nadie ha movido un dedo, nadie ha visto nada. Sólo su hermana ha intentado ayudarle y esos bestias le han puesto un ojo morado. Ella teme que la cosa vaya a más; teme por la vida de su hermano y ha venido a pedirnos ayuda, porque conocemos a esos bárbaros, y cree que podemos tener alguna influencia en ellos si les hablamos. Yo creo que además de hablarles debemos decirles que si vuelven a tocar un pelo a ese muchacho, si vuelven a lanzar un cóctel molotov a su casa, les llevaremos de la oreja ante la Ertzaintza. Por eso nos peleamos Mikel y yo. Él no está de acuerdo con esto último.

El padre Aguirre observaba a Ovidio pendiente de lo que pudiera decir. El sacerdote, absorto como estaba en sus cuestiones personales, no terminaba de entrar en los problemas reales de la comunidad a la que quería servir.

En el rostro de Ovidio se reflejaba la confusión y también el malestar por lo que acababa de escuchar al padre Santiago.

– No se puede permanecer neutral ante la violencia -acertó a decir.

– ¡Pero no podemos denunciarles! ¡Si lo hacemos no volverán a confiar en nosotros! -protestó el padre Mikel.

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