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Tal y como les había anunciado, Husayn se presentó a las cuatro de la mañana, cuando aún era noche cerrada. Junto a Mohamed no se anduvo con contemplaciones a la hora de despertarles.

En menos de media hora estaban preparados y entrenando de nuevo. Tenían que montar y desmontar las armas sin luz, avanzar arrastrándose por el suelo… Hasta bien entrada la mañana Husayn no les permitió beber agua.

– Tenéis diez minutos para descansar y beber, ni uno más.

Efectivamente, no tuvieron un segundo de regalo. Hambrientos y sedientos, esperaron a que cayera la noche para regresar al campamento de los beduinos, donde esta vez Husayn se sentó con ellos.

– Algo habéis aprendido -explicó Husayn-, lo suficiente para matar e intentar evitar que os maten. Si tenéis fe y valor conservaréis la vida, pero si dudáis la perderéis. Que nunca os conmueva la mirada de un enemigo, no importa que sea un soldado, una mujer o un niño. Será él o vosotros, vuestra vida o la suya, y si dudáis la perderéis; ya veis que las reglas a las que os debéis atener son muy simples. Cuando tengáis que atacar disparad primero, sin pensar.

– ¿Cuándo habrá guerra? -preguntó el maestro.

– No lo sé, pero debemos estar preparados. Los judíos quieren quedarse con nuestra tierra, tenemos que demostrarles que no podrán. Puede que se evite la guerra o puede que no; los políticos discuten en las Naciones Unidas para darles lo que los judíos llaman un «hogar». Que se lo den, pero no el nuestro. Nuestros hermanos combaten también con las armas de la política, debemos esperar, pero hasta que llegue el momento nuestra misión es hacerles la vida difícil a los judíos, que no se sientan seguros, que no puedan cultivar la tierra sin llevar un fusil al hombro, que no puedan ir por la carretera sin temor a ser atacados, que sus mujeres tengan miedo a caminar solas por el campo, que sus hijos no puedan salir de las cercas de sus casas o de sus kibbutzim. Vamos a atacarles, a causarles bajas. La táctica es sencilla. Llegamos a un sitio, les cogemos por sorpresa, matamos y nos vamos. Que no duerman tranquilos, que esta tierra se convierta en su sepultura si insisten en quedarse.

»Cada uno de vosotros formará parte de un grupo con un jefe; él será quien marque los objetivos de acuerdo con nosotros.

Debéis obedecer. Vuestras familias saben que a partir de ahora habrá ocasiones en que os marcharéis, pero ni a ellos podréis decirles ni dónde ni qué vais a hacer. El que no obedezca o nos traicione recibirá un castigo, que sólo puede ser la muerte, y vuestra familia también sufriría las consecuencias.

Se escucharon unos murmullos de protesta. Los jóvenes aseguraban que estaban deseando matar a los judíos y echarlos al mar. Pero Husayn no parecía conmovido con aquellas proclamas de fidelidad. No sabría de qué clase de hombres se trataba hasta que no les llegara la hora de matar, algo que harían muy pronto, porque cuanto antes mataran antes se sentirían parte del grupo y comprometidos con la causa. La sangre derramada era la mejor alianza entre los combatientes.

Mohamed les despertó de nuevo al amanecer, azuzándoles para que se metieran deprisa en el camión. Regresaban a casa.

Los beduinos les observaron marchar con indiferencia; apenas les dio tiempo de despedirse del otro grupo de jóvenes con los que habían compartido las jornadas de instrucción.

Hamza pensó que lo peor aún estaba por venir.

21

Saul esperaba a David sentado en el coche con la puerta abierta y el motor en marcha.

– Te has retrasado -le dijo sin disimular su enfado.

– Lo siento, no pensaba que iba en serio cuando me dijo que hoy iría con usted.

– Yo siempre hablo en serio, todos nosotros hablamos en serio. ¿Crees que esto es un juego?

– Lo siento, discúlpeme.

Fueron en silencio un buen rato. David observaba a Saul; parecía ensimismado en sus pensamientos, como si estuviera muy lejos de allí. No se atrevía a hacerle ninguna pregunta temiendo una respuesta malhumorada. Le parecía que el hombre había exagerado el enfado, puesto que su retraso no había sido más que de diez minutos.

– Abre la guantera -le ordenó de pronto Saul- y saca la pistola. Está metida en una bolsa.

David obedeció. Se disponía a dársela cuando Saul le hizo un gesto negando con la cabeza.

– No es para mí, la mía la llevo dentro de la chaqueta; es para ti; la carretera de Jerusalén no es segura. Hace dos días mataron a cuatro de los nuestros.

– ¡Pero yo no sé disparar bien! -protestó David, sintiendo que una oleada de miedo le recorría el cuerpo.

– Si nos disparan tendrás que disparar: o te defiendes o te dejas matar, así de sencillo.

– Ya le he dicho que no lo sé hacer bien. Hasta ahora en el kibbutz no he tenido que disparar a nadie.

– Has tenido suerte, pero otros no la han tenido, y tú mismo has visto cómo, en alguna escaramuza, han herido a compañeros tuyos. Que te hayas librado sólo significa que hasta ahora has tenido suerte.

Saul le explicó cómo manejar el arma, aunque insistiendo en que aquello no tenía misterio.

Luego, durante un buen rato, volvieron a quedarse en silencio, aunque David notaba que Saul estaba alerta.

– ¿Qué sabes de ese chico palestino del que te has hecho tan amigo? -le preguntó de repente.

– ¿De Hamza? Es mi amigo, me está enseñando árabe y yo a él francés; nos entendemos en inglés que, por cierto, lo habla mejor que yo.

– Sí, aquí todos hemos tenido que aprenderlo para entendernos con los británicos. Pero ¿qué más sabes?

– Bueno, usted debe de saber más que yo, le he visto hablar con Rashid, su padre, en alguna ocasión.

– Les conocemos desde hace tiempo, su huerta está pegada a nuestra cerca, hemos comerciado con ellos, y las puertas de nuestro kibbutz siempre han permanecido abiertas para ellos. Rashid es un buen tipo, supongo que su hijo también lo es, pero me gustaría saber de qué habláis y qué piensa de lo que está pasando.

– Pensamos lo mismo. Creemos que si nos dejaran entendernos directamente a los judíos y a los palestinos podríamos llegar a un acuerdo, pero hay gente empeñada en envenenarnos. Hamza coincide conmigo en que deberíamos crear un Estado común, una confederación, pero si no es posible, lo mejor es que haya dos Estados. Todo, menos luchar.

– Pero luchará. Sus jefes se encargarán de ello. Mahmud ya les ha visitado.

– ¿Mahmud? ¿Quién es?

– Uno de los jefes de la guerrilla. Dirige un grupo en nuestra zona que ya ha llevado a cabo asaltos a algún kibbutz y ha tendido alguna emboscada en la carretera. Mahmud está reclutando gente entre los chicos de las granjas y las aldeas, y ha estado en casa de Rashid. Por ahora se conformará con llevarse a Hamza.

– ¡Pero eso es imposible! ¡Hamza no luchará! Está en contra de la guerra, no cree que los problemas se resuelvan a tiros. Él quiere su tierra, quiere que prospere, tiene dignidad pero cree que se puede luchar sin matar.

– Todo eso son sólo palabras y buenos deseos. Pero hav que enfrentarse a la realidad y Hamza lo sabe; no tendrá más remedio que hacer lo que le pidan.

– ¿Y qué le van a pedir?

– Que mate, que ayude a echarnos al mar. Eso es lo que dicen algunos líderes árabes. ¿Sabes?, Amin Husayni, el gran muftí de Jerusalén, era aliado de los nazis, siempre fue bien recibido por Hitler, y desgraciadamente su influencia ha sido y sigue siendo determinante en esta tierra.

– No lo sabía…

– Pues ya va siendo hora de que pierdas la inocencia. David iba a protestar pero Saul no le dejó.

– ¡Agárrate!

De repente dio un volantazo y se metió en el otro lado de la carretera, sin casi dar tiempo a que el joven se sujetara. El coche durante unos segundos derrapó, y a punto estuvieron de volcar. Un coche que había pasado como una exhalación hizo la misma maniobra que ellos y giró para pasar al otro lado de la carretera.

– ¡Agárrate otra vez!

De nuevo Saul realizó la misma maniobra volviendo al carril por donde iban antes. El coche que les perseguía aún no había terminado de estabilizarse cuando quiso volver al otro carril, pero esta vez derrapó y se salió de la carretera.

– Pero ¿qué ha pasado? -gritó David temblando de miedo.

– Hace rato que venían detrás de nosotros, y la única manera de saber si era casualidad o nos seguían era ésta.

– ¡Podía habernos matado!

– Sí, yo podía fallar y estrellarnos, o ellos disparar y acabar con nosotros. No había muchas opciones. Se trata de decidir la menos mala, aunque a veces todas sean igual de malas.

– ¡Está usted loco! -le gritó David.

– ¡Cálmate! No quiero chicos histéricos. ¿No eras tú el que decía que los judíos no podíamos permitir más que nos mataran? ¿No te he escuchado asegurar que necesitamos un hogar, una patria, una tierra nuestra? ¿Cómo crees que la vamos a conseguir? -gritó Saul-. ¿Acaso piensas que nos la van a regalar? No, nadie lo hará, ahora sienten horror por lo que ha pasado, por los seis millones de judíos asesinados, pero olvidarán y, cuando pase el tiempo, si pueden, si no nos hemos hecho fuertes, nos volverán a matar. ¿Es que no has aprendido nada en este tiempo?

David se sentía tan furioso como humillado. La vida no había sido fácil para él desde que llegó a Israel. Había aprendido lo que era la soledad, se había despellejado las manos trabajando en el campo, lavaba platos, cambiaba pañales, reparaba la cerca, daba de comer a los animales… Había dejado atrás una vida confortable donde se sentía querido por los suyos; sabía que su padre había acertado al mandarle allí porque le había salvado la vida, pero al mismo tiempo él había pagado un precio íntimo, terrible, por conservarla. Sí, él creía que tenían que luchar por conservar ese trozo de tierra, pero la lucha siempre la había visto como algo abstracto. De repente le decían que tenía que aprender a matar y se reprochaba a sí mismo sus escrúpulos, porque en realidad no hacía mucho soñaba con entrar a formar parte de la Haganá.

Había sido su amistad con Hamza la que le había cambiado. Cuanto más profundizaban en las conversaciones que mantenían, cuanto más se abrían el corazón el uno al otro, más había ido transformando sus ansias de luchar sustituidas por el deseo de hablar, de encontrar a través de la palabra una solución a aquellos problemas que parecían irresolubles. ¿Serían unos estúpidos Hamza y él?

Saul se equivocaba si pensaba que no había aprendido nada desde que llegó a Israel. Había aprendido que era parte de una sociedad que hasta hacía no mucho sentía como extraña. Había aprendido que aquélla era la tierra de la que un día salieron sus antepasados y que la única posibilidad de sobrevivir era regresar a ella, había aprendido que en la Tierra Prometida no llovía maná, y que cada fruto que les daba les había costado horas y sudor. Había aprendido lo que era la soledad.

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