– Entonces, es inevitable… -murmuró David.
– Lo es, y cuanto antes lo asumas, mejor para ti y para todos -replicó Yacob-. Antes estabas dispuesto a luchar, decías que no podíamos dejarnos quitar la tierra, que sólo si teníamos un hogar no se repetiría lo que le ha sucedido a tu madre y a tus tíos. ¿No lo recuerdas? ¿Por qué dudas ahora?
– ¡Claro que quiero luchar por esta tierra! Sé que los judíos necesitamos un hogar propio, y que no podemos continuar de prestado en países que luego nos tratan como ciudadanos de segunda o nos matan. No tengo dudas sobre eso, sólo que… sólo que yo creo que es posible vivir en paz con los palestinos, que es posible llegar a acuerdos con ellos, que nuestros derechos son compatibles con los suyos.
El alegato apasionado de David era bien recibido por el resto de los jóvenes. Saul se daba cuenta de que a pesar de la dureza de la vida en el kibbutz, de los discursos alertándoles de los peligros, ellos tenían fe, no sólo en el futuro, sino también en sus congéneres, fueran quienes fueran, y que estaban hartos de tener enemigos.
– Mañana vendrás conmigo, David. Tengo que visitar a algunos amigos palestinos. Son jefes en sus respectivas comunidades, mi familia y las suyas se conocen desde siempre. Son amigos, David, amigos a los que quiero y contra los que tendré que luchar, y ellos contra mí. Vendrás conmigo para que te expliquen lo que va a suceder por más que no nos guste.
David no lograba conciliar el sueño aquella noche. Se despertó un par de veces envuelto en sudor atacado por la misma pesadilla: se veía en una refriega, disparando, y luego sentía un dolor in-tenso en el estómago y se despertaba angustiado.
Optó por levantarse y sentarse a leer, pero no lograba concentrarse. Aún no había terminado el libro de su padre sobre fray Julián. No sabía por qué, acaso sentía rechazo, no tanto por aquel fraile que le parecía tan pusilánime, sino por su descendiente, aquel conde al que aborrecía con toda su alma. En su fuero íntimo pensaba que todas sus desgracias habían comenzado en el castillo del conde d'Amis. Además, la obsesión de su padre por la crónica de fray Julián también les había alejado. Nunca se lo había dicho, pero le reprochaba que no quisiera reconocer qué clase de gente era el conde y sus amigos; él no tenía duda de que se trataba de nazis o por lo menos simpatizantes, por más que su padre le hubiera dicho que buena parte de los franceses no tenían motivos de sentirse orgullosos de lo sucedido durante el Régimen de Vichy. Todo el mundo miraba hacia otra parte, era la manera de resistir, decía. Pero no era verdad; hubo gente que resistió de verdad, que se enfrentó a los nazis, que murió luchando. Su abuelo paterno le había hablado de los republicanos españoles, de aquellos hombres que habían organizado la Resistencia, que no se habían rendido y aguantaron hasta el final.
Pasó la mano por encima de la tapa del libro sin decidirse a abrirlo. Quería leerlo antes de que llegara su padre para comentárselo, pero no había pasado de la página diez. Sabía que su padre no le haría ningún reproche si no lo leía, aunque para él sería una satisfacción que lo hiciera. Lo intentaría al día siguiente. En ese momento se sentía demasiado conmocionado por la charla de Saul y Yacob. No quería ser enemigo de los palestinos aunque sabía que éstos desconfiaban de los colonos judíos, porque así se lo habían dicho Hamza y su padre Rashid. «El problema -se decía- es que nadie hace nada para que nos sentemos a hablar los unos con los otros y decidir cómo queremos vivir y organizarnos. ¿Por qué nadie se decide a hacer ese esfuerzo? ¿Por qué?» Si les dejaran a Hamza y a él, seguro que lo arreglaban sin problemas; discutirían, sí, pero llegarían a un acuerdo.
A lo mejor Hamza y él tenían que dedicarse a la política para hacer entrar en razón a sus gentes.
Aún no se había puesto el sol cuando unos golpes secos en la puerta despertaron a Hamza. Se restregó los ojos y miró la hora en el despertador. Fuera del cuarto que compartía con sus hermanos se oía ruido. Su madre y sus hermanas ya estarían trajinando en las labores de la casa, y su padre estaría a punto de dar de comer a los animales antes de salir al campo.
Unas voces le alertaron. Su padre hablaba con alguien en voz baja; un segundo después abría la puerta del cuarto. -Levántate, Hamza, te esperan.
Se aseó deprisa y se vistió con mayor rapidez todavía. Sentía los latidos de su corazón y pensaba que los demás también los escucharían. Su madre había colocado un tazón de leche de cabra encima de la mesa y le indicó que se lo tomara rápido.
Un hombre, que permanecía de pie en el umbral de la puerta, le miró con impaciencia.
– No tenemos todo el día. Hay que irse antes de que se despierten los judíos. Mejor que no te vean.
Apenas dio un sorbo a la leche, se secó la boca con el dorso de la mano y le dijo al hombre que estaba listo.
Salieron de la casa sin hacer ruido. Sentía la mirada de sus padres clavada en la espalda. Ese día comenzaba el resto de su vida e intuía que sería mucho peor que la que dejaba atrás.
El hombre dijo llamarse Mohamed y le explicó que irían andando hasta la carretera, donde había dejado un camión. No había querido llegar con él hasta la casa para no alertar a los del kibbutz. Luego irían a buscar a otros muchachos antes de llegar al lugar donde iban a enseñarles a manejar las armas.
Hamza conocía a uno de los chicos que fueron a buscar. Vivía en una casa cercana y su familia era campesina como la suya; pero a diferencia de él, parecía contento con el cambio de vida.
– Yo voy a probar con éstos -le dijo bajando voz-, pero si no hay acción me voy con otros. Tengo un primo que tiene contactos importantes.
Otro de los chicos que recogieron era maestro de un pueblo cercano. Alto y delgado, con la mirada brillante, parecía también feliz por haber sido reclutado. El resto, hasta completar el número de diez, eran campesinos como él que también parecían satis-fechos. Hamza empezó a pensar si no era él el equivocado.
El camión traqueteaba por un camino sin asfaltar. Mohamed les aconsejó que evitaran la carretera y que si los británicos les detenían dijeran que iban a trabajar a una granja cercana. En realidad Mohamed les llevaba hacia el sur, cerca de la frontera transjordana.
El camión estacionó junto a un grupo de tiendas beduinas. Mohamed les dijo que bajaran pero que no se separaran del camión. Le obedecieron y durante unos minutos no pasó nada. Observaron que las mujeres beduinas, con el rostro cubierto, parecían ensimismadas contemplando los pucheros en los que preparaban alimentos. Unos ancianos se hallaban sentados delante de una tienda fumando y bebiendo té. Más allá, un grupo de chiquillos corría y jugaba. De pronto se vieron rodeados por una docena de hombres del desierto armados de fusiles. Uno de ellos, sin duda el jefe, habló a Mohamed.
– Llegas con retraso.
– No es fácil despistar a los ingleses y a los judíos. Están por todas partes y ahora se sienten seguros porque los británicos hacen la vista gorda a cuanto hacen.
– ¿Estos son todos? -preguntó el jefe mirando al grupo de chicos de Mohamed.
– Debería de llegar otro camión con unos cuantos más; vienen con un tío mío, pero salió después que el nuestro.
– Empecemos cuanto antes.
Para sorpresa de todos, el hombre que parecía un jefe beduino se destapó el rostro.
– Soy vuestro instructor -les dijo-, mi nombre es Husayn. Soy oficial de la Legión Árabe y os voy a enseñar a manejar armas, montar bombas y pelear. Os quedaréis un par de días, a lo máximo tres, de manera que poned atención y no perdáis ni me hagáis perder el tiempo. Seguidme.
Le siguieron hasta un lugar donde había más hombres vestidos a la manera de los beduinos. Husayn les entregó ropas como las que llevaban aquellos nómadas.
– Así pasaréis inadvertidos -dijo-, y si viene alguien os haremos pasar por jóvenes de esta tribu.
Luego les llevó a un lugar lleno de armas distribuidas por el suelo.
No les habían ofrecido agua ni tampoco comida; no parecían dispuestos a perder ni un segundo en cortesías, algo extraño en los hombres del desierto. Apenas había pasado una hora cuando otro grupo de jóvenes llegados de otros pueblos se les unieron. Al igual que ellos, también vestían como beduinos.
Durante varias horas estuvieron familiarizándose con diferentes armas: les enseñaron a montar y desmontar pistolas, los rudimentos para hacer una bomba o disparar con fusil.
Husayn se mostraba implacable. No les dejaba descansar un solo segundo en la instrucción. Cuando comenzaba a caer la tarde y parecía anunciarse la noche, un beduino se acercó a caballo, intercambió unas palabras con Husayn y éste levantó la mano indicándoles que se detuvieran.
– Ahora beberéis y comeréis. Os aconsejo que después no os entretengáis con nada que no sea dormir. Antes de que salga el sol estaré de nuevo aquí, y la jornada será larga. No habéis aprendido lo suficiente, con lo que sabéis no podríais ni sobrevivir.
Dicho esto, Husayn se subió a un jeep donde le aguardaban tres hombres y desapareció entre las sombras del crepúsculo.
– No se te da mal -reconoció Mohamed a Hamza, mientras se acercaban a uno de los fuegos, en derredor del cual un grupo de hombres comían cordero.
Abrieron el círculo invitándoles a compartir con ellos la cena. Los hombres hablaban de guerra. Habría guerra contra los judíos; los hermanos de Jordania, de Siria y de Egipto, de Arabia y de tantos otros países habían prometido ayudarles a conservar la tierra sagrada. No compartirían nada con los judíos, ¿por qué tendrían que hacerlo?
Hamza escuchaba mientras comía pero prefería no hablar. No podía discutir con tantos hombres convencidos de una causa. Le tacharían de traidor, no le comprenderían. Hablar allí de las ventajas de tener un Estado propio y dejar de estar bajo la protección de los ingleses o antes de los otomanos, habría sido una opinión que crearía rechazo. ¿Por qué no podía haber dos Estados e incluso uno compartido con los judíos? Que él supiera, nunca habían tenido un Estado, el suyo nunca había sido un país, siempre habían estado bajo la protección de otros, y ahora iban a rechazar esa oportunidad porque sus jefes decían que no iban a dejarse doblegar. Sin embargo, Hamza pensaba que siempre habían estado doblegados y que, precisamente, se trataba de dejar de estarlo.
Durmió de un tirón envuelto en una manta junto a los rescoldos del fuego. Estaba agotado y con las emociones a flor de piel.