Volvió a sentir náuseas al acordarse del conde d' Amis, de aquella gente estrafalaria que habían perforado en los alrededores de Montségur buscando un tesoro inexistente. En su fuero interno se burlaba de ellos, era su venganza ante la idiotez de la que hacían gala.
Sentía desprecio y asco por el conde. Le había costado lágrimas seguir con la investigación sabiendo al conde d'Amis un devoto del Régimen de Vichy. Un colega de Toulouse le había advertido sobre los amigos alemanes del conde: «Buscan el Grial para Hitler». Pero aquello ya lo sabía. Le había parecido tal disparate que no le había querido dar importancia, aunque con el paso del tiempo había advertido que, pese a los esfuerzos del conde por la discreción, le delataba su fanática obsesión por la independencia del Languedoc. Si el conde apoyaba a Alemania era con la esperanza de ver su tierra separada de Francia y recobrar la autonomía perdida con las guerras cátaras.
Sabía que en Montségur se habían reunido los seguidores de Otto Rahn, y que formaban parte de los grupos de trabajo del conde; pero éste era inteligente y nunca le había sentado con ellos. Él tampoco lo habría aceptado, aunque en ciertas ocasiones se había cruzado con algunos de ellos, que llegaban exhaustos de agujerear Montségur.
A él tanto le daba la vida después de la desaparición de Miriam. Mantenía la esperanza de que alguna vez alguien le diera una pista y entonces intentar presionar al conde para que moviera los hilos de sus amigos alemanes. Pero eso no había ocurrido. La guerra se había mostrado con toda su crudeza, Francia se había dividido en dos y todas las historias personales habían quedado arrinconadas. La suya también.
Desde su retiro, Ferdinand continuó recordando los meses inmediatamente posteriores al fin de la guerra.
Fue a Alemania sin David, a casa de Inge, que había sobrevivido a todos los avatares del conflicto. Juntos volvieron a buscar a Miriam, yendo de un sitio a otro para hacerse con las listas de los prisioneros de los campos de exterminio. En una de esas listas encontró a los Bauer, en otra a Deborah, y les lloró con rabia y con pena.
Habían encontrado la fecha en que Sara y Yitzhak llegaron a Dachau y en la que fueron conducidos a la cámara de gas. Pero ni rastro de Miriam.
– Tendremos que esperar a que se sepa la verdad -le dijo Inge-, que algún día nos cuenten cuánta gente murió en las comisarías. Supongo que a Miriam se la llevaron los camisas pardas, y quién sabe si la mataron de una paliza, o murió torturada por la Gestapo. Hace falta tiempo para que los archivos se abran. Los alemanes no pueden soportarse a sí mismos y preferirían seguir sin saber todo lo que han hecho y han dejado hacer.
– ¿Y tú, Inge, qué sientes? -le preguntó.
Tras unos instantes en silencio, ella se mordió el labio y cruzó las manos sobre el regazo antes de responder.
– Siento asco. Asco de mí misma, de mi país, de la gente. No será fácil reconciliarnos con nosotros mismos, a Alemania le perseguirá para siempre esta pesadilla.
– Vosotros erais la pesadilla -respondió con dureza Ferdinand.
– Tienes razón, y además sabes que soy de las que no quieren evitar un ápice de responsabilidad, ni siquiera personal, a lo que ha sucedido. Yo estaba aquí, podría haberme jugado la vida como tantos otros y no lo hice. Mi única obsesión ha sido vivir y esperar a que terminara todo esto.
Había encontrado también al padre de su hijo. La fecha de su ingreso en Auschwitz y la de su ejecución. Sabía que jamás le iba a volver a ver, que no regresaría de dondequiera que estuviese.
– ¿Y ahora, Inge?
– Espero poder encontrar un trabajo mejor.
También le confesó que durante la guerra había llegado a trabajar como prostituta de las tropas para poder dar de comer a Günter.
– Cuando no me llamaban para limpiar, no tenía más remedio que salir a la calle. Me dieron la dirección de un local donde solían ir oficiales alemanes cuando estaban de permiso en Berlín. Fui en unas cuantas ocasiones.
Él sabía que aquello la había dejado marcada, pero Inge no lo diría, no desfallecería ante nadie. Su única obsesión era continuar adelante.
– ¿Qué quieres hacer? -le pregunto él.
– Me gustaría terminar la carrera y ser maestra; a lo mejor lo consigo. Günter tiene siete años, ya no me necesita tanto. Podré disponer de tiempo para estudiar por la noche y mientras tanto continuaré con el trabajo del que te hablé.
Había comenzado a trabajar como telefonista en un hotel, y se sentía satisfecha a pesar de que el salario fuera exiguo. Pero ella se arreglaba.
Inge era espartana, estaba acostumbrada a sobrevivir, de manera que lo hacía con lo justo.
– ¿No has pensado en marcharte a otro lugar?
– ¿Adónde y para qué? No, no creo que sea buena idea, aquí… bueno… aquí sé cómo puedo vivir, y en otro sitio seguramente me costaría más. No puedo correr riesgos por Günter; él tiene derecho a una vida mejor, y este país, pese a lo que te dije antes, saldrá adelante; ya verás, incluso puede que Alemania se convierta en una tierra de oportunidades, está todo por hacer.
– ¿Sigues siendo comunista? -le preguntó con curiosidad.
– No, no soy nada, sólo soy yo.
En realidad siempre había sido así, pero su respuesta le impresionó. Inge aún no había cumplido treinta años y hablaba como una anciana sin fe.
– ¿Y tú qué eres, Ferdinand? -le había preguntado a su vez.
– No sé qué responderte, aunque los europeos debemos estar muy agradecidos a tus amigos rusos además de a los norteamericanos. Ambos han ganado la guerra y nos han librado del infierno.
– Sí, le debemos mucho ala madrecita Rusia, ya te dije un día que Stalin esperaba su momento.
– Pero el pacto Molotov-Ribbentrop fue una puñalada.
– Fue política.
– La peor política, una página negra en la historia de los comunistas.
– ¿De todos los comunistas?
– Sí, de todos. En mi país algunos dirigentes comunistas nos quieren hacer creer ahora que Hitler quería la guerra con Francia y que la política de Stalin le frenó un tiempo.
– Y fue así.
– ¿Y qué me dices de la «cesión» de Hitler a la URSS de los Países Bálticos y el este de Polonia?
– Acabas de decirme que le debemos mucho a Rusia.
– Pero yo pienso en la gente, en los soldados, en las madres, pienso en personas de carne y hueso que se han sacrificado.
– Si Napoleón no pudo con los rusos, menos lo iba a conseguir Hitler -dijo ella esbozando una sonrisa.
Un día le pidió a Inge que le acompañara a casa de los tíos de Miriam. Quería ver a la portera, a la señora Bruning. Quizá ahora le dijera la verdad.
Inge intentó disuadirle, sabiendo que aquello le desgarraría, pero aceptó ir con él.
La señora Bruning había sobrevivido a la guerra y estaba más gorda que cuando la vieron la última vez.
Cuando les abrió la puerta les reconoció en el acto y palideció.
– ¡Ustedes…! ¿Qué quieren…? Ya les dije que no sé nada…
Pero ambos notaron que la mujer carecía de la soberbia y de la fortaleza de las que hizo gala cuando ondeaba la esvástica desde la ventana de su casa.
– Señora Bruning, de usted depende lo que le vaya a pasar -le amenazó Ferdinand marcándose un farol-. Ahora somos nosotros los que hacemos listas con los colaboradores de los nazis, con quienes denunciaban a la buena gente… Hable y a lo mejor decido darle una oportunidad.
– Hable, señora Bruning, no tiene otra opción -espetó Inge.
La mujer se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Desprendía el olor del miedo. Vacilaba sin saber qué hacer, luego les invitó a pasar.
– Mi esposo ha muerto -les anunció-. Me he quedado sola, con una hija y dos nietos. El marido de mi hija murió en Rusia. Si ustedes me denuncian… no sé qué sería de nosotros…
Inge agarró del brazo a Ferdinand para evitar que insultara a la mujer. Aquella queja resultaba impúdica en boca de una nazi. Pero la única manera de saber la verdad era no presionarla más de lo debido.
– La escuchamos, señora Bruning -dijo Inge suavemente.
– Ella llegó por la mañana, se enfadó mucho cuando vio la librería. Yo… le pedí que se callara, pero me insultó, me dijo que éramos unos salvajes, que qué clase de pueblo era aquel que saca los libros a la calle, los quema y hace desaparecer a dos pobres ancianos. Me amenazó, a mí… se atrevió a amenazarme. Le dije que era una perra judía y se volvió riendo y diciéndome que sí, que era judía y que nunca se había sentido más orgullosa de serlo que en aquel momento. Le ordené que se fuera y siguió riéndose. Me dijo que quién era yo para echarla de casa de sus tíos. Le avisé que si no se iba… Luego vinieron ellos. El hermano de mi yerno era un jefe de los camisas pardas, y un cuñado trabajaba en la Gestapo. Ella se enfrentó a ellos, les dijo que no le pusieran las manos encima, que era ciudadana francesa, que llamaran a su embajada… Entonces uno la golpeó y ella le mordió la mano. La volvieron a golpear y se la llevaron.
Las lágrimas empapaban el rostro de Ferdinand. Veía a Miriam enfrentarse a aquellos salvajes; ella, tan racional, tan segura del poder de la razón y de la fuerza de la ley, se había enfrentado a aquel ejército del mal.
Inge le apretó la mano intentando, en vano, darle consuelo.
– Señora Bruning, dígame dónde estaba el cuartel general de esos camisas pardas, y en qué departamento de la Gestapo trabajaba el cuñado de su yerno -le requirió Inge con voz firme.
La portera lo apuntó todo en un papel mientras lloraba pidiendo que se apiadaran de ella y de sus nietos.
– Les he ayudado… díganles que lo tengan en cuenta… les he ayudado… -imploraba entre sollozos-. Yo no sé lo que pasó después, nadie me dijo nada…
– ¿Sabe usted cómo han muerto Yitzhak y Sara Levi? -le espetó Inge con frialdad.
– No… no sé nada… no sabía que habían muerto…
– En una cámara de gas. ¿Se imagina lo que es morir así? ¿Y sabe por qué murieron? -continuó Inge.
– No… no -gimió la portera.
– Porque el mal existe y porque usted forma parte de él. Creo que merece una muerte horrible, pero no me corresponde ami procurársela. Usted responderá por lo que ha hecho, señora Bruning, la gente que ha muerto por su culpa no le permitirán descansar. No cierre los ojos, señora Bruning, porque están ahí…
La mujer lloraba presa de la histeria, sintiéndose rodeada de fantasmas.