Mi muy amado y respetado padre, os escribo en un momento de dolor profundo. Nuestro señor don Raimundo se ha visto obligado a enviar a la hoguera a ochenta Buenos Cristianos de Agen, ciudad situada junto al Garona, donde los perfecto s vivían apaciblemente, aunque siempre con el temor de que los «canes» del Papa clavaran sus colmillos en ellos.
Don Raimundo no ha podido negarse a condenar a la hoguera a estas buenas personas, aunque tiene el alma triste y los ha llorado durante varios días, sin querer tomar alimento ni ocultar su tribulación.
El buen conde está enfermo y se lamenta de las pruebas que le exigen el Rey y el Papa. Yo misma le he visto lamentar la traición a sus súbditos con lágrimas en los ojos, pero ¿qué podía hacer?
Ayer reunió a un grupo de amigos fieles entre los que estaba mi esposo don Bertran. Les agradeció que en estos años no le hayamos causado quebrantos haciendo alarde de nuestra verdadera fe. Por fidelidad a él nos hemos mantenido discretos, traicionando la Verdad con los gestos, pero nunca con el corazón.
Pero mi señor el conde Raimundo teme por lo que pueda suceder cuando falte, y por eso, padre, quiero solicitaros protección por si tuviéramos que dejar Tolosa por un tiempo; sí vos no pudierais recibirnos, iríamos a Pavía o Génova, donde sabemos que sus nobles se muestran benevolentes con los Buenos Cristianos.
Si nos acogéis no os causaremos problema alguno, puesto que ya sabéis que aparentamos ser hijos de la Iglesia, de manera que asistiremos al culto junto a vos y mi hermana y mis dos sobrinos, que ardo en deseos de conocer…
En la siguiente carta, doña Marian anunciaba a su padre la muerte del conde de Tolosa y le avisaba de que se había puesto en marcha en dirección a Aínsa.
Mi muy querido padre, nuestro buen conde Raimundo de Tolosa se ha liberado de su cuerpo y yace en Fontevrault, donde descansará para siempre junto a su madre doña Juana, su tío Ricardo y sus abuelos don Enrique y doña Leonor.
Os supongo enterado de que el conde enfermó de fiebres en Millau, aunque su salud estaba resentida por tantos sufrimientos.
Su herencia es ahora de doña Juana, su hija, y su esposo Alfonso de Poitiers, a los que Dios aún no ha concedido hijos.
Mi esposo don Bertran cree que estaré más segura con vos, y hasta que se aclare la situación, os agradecería que aceptéis que vaya a visitaron con mis hijos.
Espero no ser una carga y que mi estancia no se prolongue en el tiempo, puesto que como sabéis quiero a mi esposo y me entristece la separación…
Quizá la verdadera joya era la carta enviada por doña Marian a fray Julián al poco de partir de casa de su padre, donde se refugió unos cuantos meses.
Por el tono de la misiva no resultaba difícil deducir que la dama y el fraile habían pasado muchas veladas de conversación. Doña Marian debió de llegar a Aínsa a finales de 1449 o principios de 1450, pocos meses después de haber fallecido el conde de Tolosa, de manera que pudo despedirse de su padre ya enfermo.
Mi buen fraile, extraño me resulta llamaros así puesto que los frailes han sido fuente constante de desdichas en mi vida y en la de los míos, pero estos meses pasados en el solar familiar he entendido por qué mi madre confiaba tanto en vos. Por más que os escandalice, fray Julián, sois un buen cristiano, aunque viváis confundido creyendo que Jesús está representado en ese objeto de tortura que es la cruz. Pero esta misiva no es para prolongar las discusiones y charlas que hemos mantenido, sino para agradeceros vuestra bondad. Habéis confortado a mi padre en sus últimos días y sois una ayuda para mi hermana doña Marta y mis dos sobrinos.
No creo que nos volvamos a ver; por eso quiero reiteraros que el compromiso que asumisteis con mi madre, doña María, se cumplirá. Vuestra crónica saldrá a la luz algún día, y los hombres sabrán cuán grande ha sido la iniquidad del Rey y del Papa.
Sabed que mis hijos son ya depositarios de la verdad de cuanto ha acaecido durante estos años y ellos, aunque se guardan bien de demostrar que profesan la verdadera fe y no os crearán problemas, sueñan con el día en que puedan vengar la sangre de los inocentes. Serán ellos o sus hijos, o los hijos de sus hijos, pero algún día la familia D'Amis vengará la sangre derramada, porque sólo entonces podrán descansar los inocentes…
Norte de España, 1946
Ferdinand guardaba, como si de oro se tratara, las copias de la correspondencia de doña Marian que, por lo que había podido reconstruir, había regresado junto a su esposo, con el tiempo leal vasallo de Alfonso de Poitiers, marido de doña Juana, única hija de Raimundo VII, conde de Tolosa.
Era evidente que la fe de doña Marian y don Bertran d'Amis no les impedía querer vivir, y, aunque los cátaros soñaban con dejar este mundo y desprenderse de la cáscara maldita que consideraban que era el cuerpo, en el caso de estos dos nobles pesaban más otros intereses, puesto que murieron ancianos.
Sintió asco. ¡Cuánto fanatismo! ¡Cuánta sangre derramada en el nombre de Dios! Pensó que Dios no podía perdonar a quienes utilizaban su nombre para torturar y asesinar a otros seres humanos. Era imposible que así fuera, ¡qué más le daba a Él cómo le rezaran, cómo le sintieran!
Y se acordó de David, su hijo querido, al que habían arrancado la inocencia y se había convertido en un sionista radical.
Había cumplido veinticinco años y continuaba en Palestina. No quería regresar a Francia. «Soy judío -decía-, ellos hicieron que me sintiera diferente y eso es lo que soy: diferente.» Y preguntaba: «¿Dónde estaban los que ahora se escandalizan con lo sucedido en los campos de exterminio? Si algo hemos aprendido los judíos es que sólo contamos con nosotros mismos; por eso debemos tener una patria de la que no nos puedan echar».
David ya no se sentía parte de él, ni del pasado común, sino que había entroncado con su madre desaparecida y había construido sobre esa desaparición su razón de ser.
Cuando acabó la guerra le pidió que le acompañara a Berlín para intentar buscar algún rastro de Miriam, pero su hijo se negó.
– Les odio, padre, les odio tanto que si saliera a la calle y pensara que cualquier persona podría ser la culpable de la muerte de mi madre, no lo soportaría. No puedo ir, sólo deseo matarles a ellos y a sus amigos, a todos los que con su silencio han colaborado.
– No todos los alemanes son unos asesinos, David, allí hay gente que ha sufrido mucho. Tus tíos eran alemanes.
– Tienes razón, padre, pero no puedo evitar sentir como siento, de manera que es mejor que no te acompañe. Permíteme que sea injusto y arbitrario. Soy judío, me lo puedo permitir después de seis millones de muertos.
Comprendía a su hijo, que había perdido a su madre y a sus abuelos por ser judíos.
Ferdinand aún recordaba aquel 17 de julio de 1942 cuando en París sus suegros fueron detenidos junto con otros miles de judíos. La mayoría eran mujeres, niños, ancianos. Les llevaron al Velódromo de Invierno. Él se enteró por un amigo de su suegro que acudió a avisarle a la universidad.
– ¡Se los han llevado! -gritó el hombre irrumpiendo en su despacho.
Inmediatamente, corrió hacia su casa y no los encontró. Daba gracias a Dios por haber logrado sacar a David de Francia.
No pudo hacer nada, por más que llamó a todas las puertas imaginables. Los padres de Miriam, junto al resto de los judíos de París, fueron conducidos al campo de Pithiviers y después al de Drancy, antes de ser trasladados a Auschwitz, de donde no iban a regresar.
Todo eso lo supo mucho más tarde. En aquellos días, los hombres del Régimen de Vichy se comportaban como los burócratas alemanes: no sabían nada, no decían nada, simplemente actuaban. Primero promulgaron un Estatuto para los Judíos, luego crearon una Comisaría General de Cuestiones Judías y más tarde se los llevaron a los campos de exterminio.
Tardó en decírselo a David porque sabía que su hijo no soportaría otra pérdida, y durante un tiempo cuando le preguntaba por sus abuelos esquivaba responderle directamente.
Un día su hijo no le preguntó, sencillamente afirmó: «Se los han llevado, ¿verdad?». Escuchaba los sollozos de David, refrenándose para que él no escuchara los suyos, a través del teléfono.
Sí, David se podía permitir ser arbitrario después de seis millones de muertos
Ahora su hijo trabajaba en un kibbutz, y decía estar bien, incluso ser feliz. Le confesó que tenía un sueño: formar parte de la Haganá, un grupo de defensa secreto que estaban organizando a unos cientos de judíos civiles en Palestina, dispuestos a luchar por aquel trozo de tierra y convertirlo en su patria. Pero por lo pronto se tenía que conformar con ayudar a la defensa de su propio kibbutz. En una de sus primeras cartas le hablaba de un nuevo amigo.
Estoy aprendiendo árabe, me lo enseña un palestino, que vive en una granja cerca del kibbutz. Mi amigo se llama Hamza, tiene mi edad. Yo le enseñó francés y algunas veces salirnos juntos por el campo. Le gusta el fútbol y a mí también, ya lo sabes. El jefe del kibbutz dice que no confíe demasiado en él, pero yo confío, es una buena persona que lo único que quiere es lo mismo que yo: vivir en paz, tener un trozo de tierra que sienta suya. Esta tierra es pequeña pero cabemos todos, yo se lo digo al jefe del kibbutz: tenemos que poder vivir juntos. Hamza piensa como yo. El otro día salirnos a cazar; la verdad es que no cazamos nada pero nos divertirnos mucho. En su casa me reciben como amigo, me han invitado varias veces a compartir con ellos la cena. Hamza también viene al kibbutz, antes nunca se había atrevido a entrar, a veces me ayuda con las tareas del campo. No me gustan pero tengo que hacerlas. ¡Estoy tan contento con tener un amigo palestino! Yacob, nuestro jefe, cree que algún día tendremos problemas, pero yo no estoy de acuerdo, aunque sé que algunos palestinos temen nuestra presencia. Yo le digo a Hamza que el reto es conseguir hacer un país donde quepamos nosotros y ellos; al fin y al cabo todos somos hijos de Abraham…
Las cartas de David estaban llenas de entusiasmo. Al menos eso le confortaba el alma. Su hijo continuaba siendo una buena persona. Iría a verle, pero antes tenía que regresar a Berlín y, desde luego, terminar el trabajo sobre fray Julián.