– No quiero abandonarla.
– Si va y viene no la abandona, pero tampoco abandona a su hijo. No puede destruir todo lo que hicieron entre ambos. La vida no es o todo o nada, a veces hay que buscar soluciones intermedias para sobrevivir.
– Usted es como los camaleones -le reprochó él-, incluso me asombra que acepte que su jefe Stalin firme acuerdos con Hitler y eso no le haga replantearse nada.
– Stalin sabe que no es el momento del todo o nada y espera.
– Y mientras, los comunistas se pudren en las cárceles alemanas -le recordó.
– Sí, incluso algunos se han suicidado porque no pueden entenderlo, se sienten traicionados. Pero la vida no es como uno quiere sino como es. Los chinos dicen que hay que ser como los juncos, que se doblan cuando les azota el viento pero no se rompen y continúan de pie.
– Y usted es un junco.
– No tengo más remedio, no puedo ni quiero dejar de creer en lo que creo. Soy comunista, sí, y sé que tenemos la razón, pero no basta con tenerla, hay que esperar el momento y, mientras, dejarnos doblar por el viento.
– ¿Y si nunca regresa el padre de su hijo?
– Con eso ya cuento.
– ¿Acepta que no volverá a verlo?
– Sí; es más que probable que nunca regrese.
– ¿Y no le duele?
– Hasta el fondo del alma, pero no está en mis manos hacer más de lo que he hecho, de lo que hago todos los días sacando adelante a nuestro hijo.
– Los cristianos a eso lo llaman resignación…
– No se equivoque, aceptar la realidad no es resignación, es una manera de afrontarla. No tengo poder para cambiar las cosas. Hitler va a continuar con su política racista, va a seguir pactando con Stalin y encarcelando a los comunistas; nada va a cambiar porque yo quiera o me lamente.
– Es muy joven para expresarse con tanta dureza; me da pena oírle hablar así.
– ¿Preferiría verme llorar y que mi hijo se muera de hambre? ¿Preferiría verme actuar como una heroína de novela y correr el riesgo de desaparecer? ¿De verdad es eso mejor?
– No la juzgo, Inge, porque deseo que no me juzguen a mí.
– Si al final decide regresar a París, pero venir de cuando en cuando a Berlín para seguir buscando a Miriam, me gustaría que siguiera alquilándome el cuarto; me viene muy bien el dinero y es un huésped que no da problemas. Quizá si viene una o dos veces al mes… no sé, piénselo…
Optó por seguir el consejo de Inge. A pesar de que la joven no había cumplido los veinticinco años, parecía rezumar sentido común y experiencia. Ella también había visto desaparecer al padre de su hijo y aguantaba impertérrita; pero ¿qué esperaba?
Por fin había sucedido. Alemania y Francia estaban en guerra, pero no se combatía. Los periódicos franceses calificaban la situación de «guerra boba». Algunos consideraban que el ultimátum dado por el gobierno francés a Hitler para que se retirara de Polonia había sido un gesto de cara a la galería pero, gesto o no, oficialmente los dos países estaban en guerra. De manera que, pensó él, tampoco habría podido alargar por mucho tiempo su estancia en Berlín.
El reencuentro con David no fue fácil. Su hijo le reprochaba con sus silencios que no hubiera sido capaz de encontrar a su madre. Le oía gritar por la noche entre pesadillas que le atenazaban el alma, y a veces discutían porque no estudiaba. La vida había perdido interés para el joven.
Sus colegas de la universidad se alegraron de verle y escucharon preocupados y circunspectos sus relatos sobre el gobierno de Hitler. Sí, desaparecía gente, judíos, comunistas, gitanos, todo aquel que molestara al régimen, y nadie decía nada, nadie parecía preocuparse por aquello. «Van a campos de trabajo, nada más que eso.»
Al principio había ido a Berlín con cierta frecuencia. Se quedaba en casa de Inge y durante tres o cuatro días se dedicaba a llamar a la embajada, visitar a los amigos de los tíos de Miriam, que a su vez le presentaban a otros exiliados en su propia patria. Luego regresaba a París con el alma llena de congoja, diciéndose que estaba cumpliendo con un rito para calmar su conciencia, un rito ineficaz y estéril. Pero desde que Hitler invadió Polonia y Francia había entrado oficialmente en guerra no había podido regresar.
Cuando, unos meses después, el 10 de mayo de 1940, Francia cayó como una fruta madura en manos del dictador nazi, al mismo tiempo que Holanda y Bélgica, fue de los pocos franceses que no se sorprendió. En menos de cuatro semanas las tropas francesas estaban de retirada, y París se encontraba sin defensas ante los soldados del Tercer Reich.
Las tesis del general Maxime Weygand y del vicepresidente del Gobierno el mariscal Pétain acabaron imponiéndose en el gabinete de crisis: prefirieron negociar el alto el fuego con Alemania que seguir combatiendo sin éxito.
Una tarde que se encontraba en su despacho de la universidad, Martine entró a hablar con él.
– Me marcho. Quería despedirme de ti antes de que lo sepan los demás.
– ¿Te vas? Pero ¿por qué?
– ¿No te has enterado?
– ¿Qué ha pasado?
– Lo previsto: hoy 22 de junio el general Huntziger y el mariscal Keitel han firmado un armisticio en Compiégne. Se acabó.
– ¿Qué quieres decir con que se acabó?
– Lo que se dice es que Pétain se va a hacer cargo de todo, que el primer ministro Reynaud le deja el campo libre, dimite. Te puedes imaginar lo que va a suceder.
– ¿Y adónde quieres ir?
– ¿Nunca te he dicho que soy judía?
Él la miró perplejo, sin saber qué decir.
No, no se lo había dicho; además, por el apellido Dupont jamás hubiera pensado que lo fuera.
– Mi madre lo es, mi padre no. Pero tanto da, yo lo soy. Entiéndeme, nunca me había dado cuenta de que lo era. Mi madre es una judía laica, jamás la he visto ir a la sinagoga y mi padre, un cristiano igualmente laico, jamás entra en una iglesia, de manera que he vivido bastante al margen de la religión, pero ahora…
– Tú eres francesa, Martine -protestó él.
– Sí, pero francesa judía. Antes era sólo francesa, aunque tú sabes que ni nuestro país se escapa del antisemitismo, lo mismo que el resto de Europa. No quiero ir con una estrella de David cosida en la solapa del abrigo, no podría soportarlo…
Él se quedó callado sin saber qué decir. Martine le cogió la mano y se la apretó con afecto.
– ¿Dónde irás? -quiso saber él.
– A Palestina.
– ¡Estás loca! ¿Qué vas a hacer allí?
– Aún no lo sé, por lo pronto voy a un kibbutz. Hace dos años se fueron unos amigos y, bueno, dicen que aquello es toda una aventura. Quizá ha llegado el momento de que haga cambios en mi vida; ya te diré cómo se me da plantar lechugas.
– Pero ¿por qué no te vas a Estados Unidos? Allí saldrías adelante, eres una profesora con prestigio.
– No es tan fácil y además creo que en estos momentos debo ir allí, quiero saber qué significa ser judía, qué sensaciones tendré cuando pise la Tierra Prometida.
– ¿Allí estarás a salvo?
– Pues no lo sé. Mis amigos me cuentan que duermen con un fusil en la mano, ya sabes que en el 36 hubo una rebelión árabe contra la presencia de judíos en Palestina. Parece que a pesar de los británicos, la situación no es una balsa de aceite. Por lo que sé, los ingleses hacen lo imposible por impedir que lleguen más judíos, pero aun así van llegando…
– Perdona si soy indiscreto, pero ¿tus amigos a qué se dedicaban antes de irse allí?
– Jean es abogado y Marie perfumista; eran vecinos y amigos, y creo que me aconsejan bien diciéndome que vaya antes de que no pueda hacerlo.
– ¿Cómo lo harás?
– No te lo vas a creer, pero me va a ayudar un sacerdote; es hermano de una amiga mía.
– Te echaré de menos, Martine -le confesó él.
– Yo a ti también, eres el mejor amigo que tengo aquí. Ya verás cómo vendrán todos a preguntarte si sabías que yo era judía.
La decisión de Martine le recordó a Deborah Schneider y su explicación de por qué se había separado de sus hijos enviándolos a Nueva York. Se dijo que tal vez debería reflexionar sobre el futuro de David. Por increíble que le resultara admitirlo, su hijo era para las nuevas autoridades judío, sólo judío.
Le costó tomar la decisión que sabía iba a provocar una conmoción en su familia, pero estaba decidido a imponer su voluntad. Primero habló con su hijo, luego convocó en su casa a sus padres, a sus suegros y al resto de la familia.
– Sé que lo que os voy a decir os sorprenderá, pero he decidido enviar a David a Palestina.
Sus suegros le miraban atónitos, sus padres no sabían qué decir, su hermano mayor carraspeó incómodo y la mujer de éste se apretó las manos nerviosa.
– No voy a irme, papá -le interrumpió David-. No me iré a ninguna parte hasta que aparezca mamá.
– Ya sé que no quieres irte, lo hemos hablado, pero lo siento, hijo, tu opinión en este caso no cuenta; lo importante es tu vida, y aquí hoy ya no estás seguro, no quiero…
Guardaron silencio y todos imaginaron el rostro de Miriam. -Una amiga mía se va dentro de unos días. David irá con ella. ¿Tenéis familia allí? -preguntó a sus suegros.
– Sí, claro -respondió la madre de Miriam-, tengo dos hermanas y varios sobrinos. La vida no es fácil en esa zona…
– Lo sé, pero al menos ser judío no es un estigma como aquí.
– Esto es Francia -le interrumpió su hermano mayor.
– Sí, esto es Francia. ¿Y qué ha pasado en la culta y exquisita Alemania donde un cabo se ha convertido en el referente de toda la nación? Te recuerdo que nuestros gobernantes son marionetas que mueven desde Berlín. Lo he visto con mis propios ojos. Me niego a que mi hijo desaparezca un día en una calle de París o que le den una paliza a la salida del liceo, o que lleve una estrella de David en la solapa del abrigo; Miriam no lo habría soportado. Ya os podéis imaginar lo que va a suponer para mí su ausencia, pero al menos sabré que está vivo y eso es lo único que me importa.
– Ferdinand tiene razón -dijo su padre-. Esto es Francia, hijo, pero ¿qué ha estado haciendo con los republicanos españoles? A muchos los devolvieron, otros fueron enviados a campos, los periódicos les han calificado de «desechos humanos», «peligrosos invasores»…
La madre de Ferdinand interrumpió a su marido para recordarle que Le Populaire o L'Oeuvre les apoyaban y que el cardenal Verdier había roto muchas lanzas en su favor y que, incluso, algunos escritores católicos como Jacques Maritain o Francois Mauriac les defendían contra viento y marea.