– ¿Qué desean? -preguntó con desconfianza.
– Buenas tardes, señora; verá, yo era ayudante de los Levi, seguro que me ha visto en alguna ocasión por la librería, y este señor es sobrino, bueno, su esposa es sobrina de los Levi…
– ¿Y a mí qué me importa quiénes sean ustedes? ¿Qué es lo que quieren? -respondió la mujer de mala manera.
– Querríamos saber adónde se han llevado a Yitzhak y Sara. A lo mejor ha oído algo… y también preguntarle por el incidente que se produjo aquí a mediados de abril cuando la sobrina de los Levi llegó a la casa encontrándose… ya sabe, los destrozos que han sufrido la tienda y la vivienda.
– Yo no sé nada, ni he visto nada, ni he oído nada.
La mujer estaba dispuesta a cerrarles la puerta pero Ferdinand se lo impidió.
– Señora, no le estamos pidiendo que revele ningún secreto inconfesable, sólo queremos que nos diga dónde cree que han llevado a los Levi y si usted vio a mi esposa cuando estuvo aquí.
– No sé de qué me habla, déjeme en paz o llamaré a la policía.
– ¿A la policía? ¿Y por qué? ¿Porque le hemos preguntado por unos ancianos y su sobrina? ¿Es eso un delito en Alemania? -Ferdinand no podía contener su irritación.
La mujer cerró la puerta bruscamente sin darles tiempo a reaccionar. Inge le miró y haciendo un gesto le invitó a seguirla a la tercera planta.
No tuvieron más suerte que con la mujer del segundo piso. Después de decirles que no sabían nada, les cerraron de inmediato como si el hecho de hablar con ellos pudiera provocarles algún problema.
Así fueron subiendo planta por planta hasta llegar a la última, donde había tres puertas.
– Éstas deben de ser buhardillas como en mi casa.
Se llevaron una sorpresa cuando llamaron a la primera puerta y se encontraron de bruces con la portera.
– Buenas tardes, señora Bruning, ¿podemos pasar a hablar con usted? -pidió Inge con una sonrisa.
La portera, tan desconcertada como ellos, abrió la puerta y, antes de que pudiera decirles nada, se encontró con que Inge y Ferdinand estaban ya dentro de la casa. Al fondo, un hombre sentado escuchaba la radio con un periódico en las manos. No les fue difícil deducir que era el marido de la portera.
– Les dije que no volvieran por aquí-dijo ella en tono amenazante.
– Señora Bruning -comenzó a hablar Ferdinand-, sé que es usted una mujer sensible y por eso he vuelto. Usted, que tiene familia, puede entender la desesperación de alguien que no encuentra a su esposa; imagínese que a usted le sucediera algo así, que su esposo desapareciera de repente, sin dejar rastro…
La mujer le miró dudando de la respuesta. El tono apenado de Ferdinand parecía haberla conmovido, pero sólo fugazmente, porque al instante les regaló una mirada cargada de desprecio.
– ¿Y a mí por qué me pregunta por su esposa? -gritó-. Si le ha dejado, busque en otra parte; usted sabrá con qué clase de mujer está casado.
Ferdinand levantó la mano para abofetearla pero Inge se interpuso entre los dos temiendo las consecuencias. El marido de la portera se acercó al escuchar los gritos de su mujer.
– Ursula, ¿qué pasa?
– ¡Preguntan por esa gentuza!
– ¿Qué gentuza?
– Los Levi, ésta es la que les ayudaba en la librería -dijo apuntando con el dedo a Inge- y éste el marido de su sobrina. ¡Y me preguntan a mí por esa gentuza! ¡Estarán con el Diablo en el infierno, del que espero no les dejen salir!
– Cálmate, mujer, y vete adentro que ya me hago cargo yo. ¿Qué es lo que quieren de nosotros? -les increpó el hombre, tan orondo como su esposa y sin un solo pelo en la cabeza.
Inge cogió del brazo a Ferdinand e intentó calmarle. Luego se dirigió al energúmeno y le dijo:
– Señor Bruning, no queremos molestarles, disculpe si hemos llegado en mal momento, pero verá, si no fuera importante, no nos habríamos atrevido a hacerlo.
Durante unos minutos le habló como si de un niño se tratara, para que el hombre respondiera a las preguntas que tanto enfurecían a su esposa. Él les observaba con la frialdad impersonal del que odia por propia impotencia.
Fuera por el tono de voz neutro y sosegado de Inge, fuera por sentirse importante ante los intrusos, lo cierto es que el hombre escuchó hasta el final a pesar de los improperios que su esposa lanzaba desde la sala pidiéndole que les echara a patadas.
– Si su esposa ha desaparecido, vaya a la policía; nosotros no sabemos nada -dijo con desprecio mirando a Ferdinand-. En cuanto a los Levi, eran basura humana, judíos, están donde deben estar.
– ¿Dónde? -preguntó Inge suavemente con la mejor de sus sonrisas.
– No lo sé, en cualquier lugar en que hagan algo útil por este país al que han sangrado con su avaricia. Si vuelven, les echaremos a patadas.
– Pero aquí está su casa, su tienda les pertenece -acertó a decir Ferdinand.
– Si no regresan, les dejará de pertenecer y pasará a ser de buenos alemanes. Ya hemos soportado bastante a los judíos en este país. El Führer sabe lo que hay que hacer con ellos. Son un cáncer.
Ferdinand iba a replicar pero Inge le apretó el brazo con fuerza; era su manera de pedirle que la dejara a ella tratar con los Bruning.
– ¿Sabe dónde se llevaron a su sobrina? Sabemos que estuvo aquí, encontramos algunas de sus cosas, de manera que no hay duda, y nos gustaría saber…
Inge no pudo continuar la frase porque la portera se había plantado en el vestíbulo y les empujó con rabia.
– ¡Fuera de aquí, asquerosos amigos de los judíos! ¡Fuera de aquí!
Acabaron en el descansillo, con la puerta cerrada y oyendo los improperios de la portera y los gritos de su marido.
Se sentían exhaustos, con la rabia de la frustración a flor de piel.
Llamaron al timbre de las otras dos viviendas, pero nadie respondió. Se sabían observados por la mirilla.
Entraron en el piso de los Levi y lo volvieron a examinar de arriba abajo en busca de alguna otra pista. No encontraron nada, pero notaron que alguien había estado allí después que ellos. Algunas cosas no estaban como las dejaron. Inge sugirió que tal vez la policía había ido a buscar algún indicio de la presencia de Miriam a instancias de la embajada. Tampoco eso le servía de consuelo a Ferdinand. Allí, en aquella casa, se perdía el rastro de Miriam, allí se había esfumado; pero seguía sin saber qué había ocurrido exactamente.
Deborah parecía encantada con Günter. La encontraron en el suelo jugando con el pequeño. La mujer se entristeció al escuchar el relato de lo sucedido y antes de marcharse dio un consejo a Ferdinand.
– Sé que es muy duro lo que voy a decirle, pero regrese a París. Vuelva con su hijo, es lo único real que le queda.
– ¿Y abandonar a Miriam? No, no puedo hacerlo.
Los días siguientes se convirtieron en una pesadilla. No tenía dónde ír ní nada que hacer. Llamó a la embajada un par de veces y amablemente le dijeron que no se había producido ninguna novedad; tampoco entre los amigos de Sara y Yitzhak se produjo ningún acontecimiento relevante.
Inge no le decía nada, pero en realidad tampoco hablaban mucho. Trabajaba todo el día y cuando se veían a la hora de cenar estaba demasiado cansada. En tres o cuatro ocasiones le volvió a pedir que cuidara de Günter mientras ella salía por la noche. Un día le confesó que se reunía con sus camaradas del Partido Comunista porque habían vuelto a aceptarla.
Por su parte, David insistía en que se quedara en Berlín y buscara a su madre. En las palabras entrecortadas de sus suegros interpretaba que tampoco se resignaban a que regresara sin Miriam.
El transcurrir del tiempo se le empezó a hacer insoportable. Estaba en Berlín para sentirse cerca de su mujer, pero acaso, se decía, era una manera de calmar su conciencia más que otra cosa. Porque se sentía culpable, culpable por haberle permitido emprender el viaje, culpable por no haber sido capaz de ver lo que estaba pasando en Alemania pese a que no era ningún secreto que Hitler había puesto en marcha leyes raciales cuyas primeras víctimas eran los judíos.
Una mañana recibió una llamada del conde d'Amis.
– Señor Arnaud, ¿cuándo piensa regresar a Francia? -le preguntó el conde sin más preámbulo.
Le dijo que se quedaría hasta encontrar a Miriam y le sorprendió la reacción brutal del conde.
– Si no regresa de inmediato y termina el trabajo sobre la crónica de fray Julián me veré obligado a romper el acuerdo con usted y su universidad. He sido paciente con sus problemas personales, pero comprenderá que no puedo, ni quiero, seguir esperando. Además, le necesito en el castillo para que oriente a mi grupo de trabajo. Tengo aquí a una veintena de personas aguardando sus indicaciones; le recuerdo que era parte del trato. Y por cierto: he hablado con el rector de su universidad, le anuncio que le llamará. Decídase pronto, señor Arnaud, no voy a esperar mucho más.
Apenas le dio tiempo a protestar. El conde no atendía a más razones que a sus propios intereses. Tal como le había anunciado, a los pocos minutos recibió una llamada de la universidad. El coordinador del departamento de Historia se mostró cordial y amigable. Naturalmente, todos entendían el drama que estaba viviendo, podía tomarse el tiempo que necesitara, pero ¿podría volver a París unos días para arreglar algunas cosas? Alguien debía sustituirle en las clases; en cuanto al trabajo sobre la crónica de fray Julián, también había que adoptar decisiones. La universidad se había comprometido a su edición, quizá él mismo podría aconsejar quién podía terminar la labor.
Para Ferdinand aquellas dos llamadas le devolvieron a la realidad. Antes de la desaparición de Miriam era otro hombre: tenía una familia, un trabajo que le apasionaba, amigos y colegas, publicaba estudios sobre la Francia medieval, daba conferencias por toda Europa… pero él mismo se había convertido en un fantasma; no estaba allí donde antes tenía una vida. O regresaba o se despedía de todo lo que había sido.
Tenía que tomar una decisión que iba a resultar crucial para el resto de su vida; porque quedarse en Berlín también significaba separarse de David, y tendría que pensar de qué iba a vivir; los ahorros de toda la vida no le durarían siempre si seguía sin hacer nada. Un colega le había sugerido que pidiera una excedencia…
– Yo que usted volvería -le aconsejó Inge durante la cena-. Ahora es difícil que la encuentre, tal vez más adelante. Podría venir de vez en cuando.