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– ¿Qué quiere? -preguntó el conde d'Amis, con voz queda.

– Usted conoce gente importante en Alemania. Podría ayudarme.

El conde volvió a quedarse en silencio meditando la petición de Ferdinand. Luego se levantó y le tendió la mano para despedirse.

– Veré lo que puedo hacer. ¿En qué hotel de Berlín estará?

– En realidad no lo sé, iré a casa de los tíos de Miriam, y luego… no lo sé, supongo que encontraré un hotel.

– Bien, apúnteme los nombres de esas personas desaparecidas y cuando llegue a Berlín llámeme. Le diré con quién puede ponerse en contacto y si es posible hacer algo. No va usted en el mejor momento, no creo que un francés sea bien recibido.

Ferdinand escribió deprisa el nombre de Sara y Yitzhak, así como su dirección, además del nombre de Miriam. Cuando le entregó al conde la nota pudo leer en sus ojos un aire de desprecio. No se dieron la mano ni se dijeron nada más. Ferdinand se quedó en pie, mirando al aristócrata mientras salía de su despacho, sin saber si aquel hombre por el que sentía una oculta aversión era su única y última esperanza.

6

En Berlín no hacía frío, pero llovía y la humedad se metía entre la ropa hasta llegar a los huesos. El taxista que le conducía a casa de los tíos de Miriam era un entusiasta de Hitler, al que ponderaba como un hombre providencial para Alemania. Ferdinand callaba, no quería discutir con aquel hombre; en realidad no quería discutir con nadie sobre nada. Sólo quería encontrar a Miriam.

Cuando el coche se detuvo delante de la tienda el taxista le miró con suspicacia.

– Aquí debían de vivir judíos… -dijo mirando la casa con ojo experto.

– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó Ferdinand con irritación.

– Mire cómo está esa tienda… Seguro que ha recibido la visita de nuestros valerosos jóvenes. Nuestros hijos son lo mejor de Alemania, valientes, decididos. Ellos son la avanzadilla de nuestra revolución. Seguro que han dado una buena lección a los judíos que tenían esta tienda.

Ferdinand le pagó dominando el deseo de darle un puñetazo. Nunca había pegado a nadie; ni siquiera cuando era niño le gustaban las peleas, pero aquel hombre era capaz de sacar lo peor de él. Se quedó quieto aguardando a que el taxi se perdiera entre el tráfico berlinés antes de dirigirse a la puerta.

La librería estaba arrasada. No había nada dentro, parecía un esqueleto descarnado. No quedaba ni un solo libro y los estantes donde antes estuvieron aparecían destrozados en el suelo junto a multitud de pequeños cristales y restos de hojas rotas y pisoteadas.

Se dirigió al final de la estancia, a la puerta que daba paso a una pequeña sala de donde partían unas escaleras que comunicaba la librería con el primer piso, donde tía Sara y su esposo tenían la vivienda: un apartamento pequeño y coqueto compuesto por dos habitaciones, una sala, el despacho de tío Yitzhak, una cocina y el baño. La puerta estaba destrozada, los goznes arrancados y tanto la mesa redonda como las cuatro sillas que antaño tenía alrededor estaban partidas. Subió las escaleras sintiéndose desolado.

La vivienda estaba en el mismo estado que la librería: la cama volteada, el sofá acuchillado, platos y tazas rotos y desparramados por la cocina… Pensó que sólo unos bárbaros serían capaces de un destrozo tan gratuito.

Luego vio la foto, con el marco roto, pisoteado, junto a otros marcos y otras fotografías. Se agachó a recogerla. Allí estaba él junto a Miriam y David y sus tíos cuando cinco años atrás visitaron Berlín. Posó la mirada más tiempo en su hijo. David tenía entonces doce años y para él había sido un acontecimiento el viaje a Berlín.

– Lo han destrozado todo.

Se volvió sobresaltado y se encontró con una mujer joven, de no más de veinticinco años, de mediana estatura, cabello castaño y ojos azules. Ni guapa ni fea, era una chica de rostro anónimo, fácil de olvidar, que llevaba un niño de apenas un año entre los brazos.

– ¿Quién es usted? -preguntó Ferdinand en alemán. Afortunadamente, no había perdido soltura con ese idioma.

– ¿Y usted?

– Soy… soy sobrino de… bueno en realidad mi mujer es sobrina de Sara, la esposa de Yitzhak Levi.

– Me llamo Inge Schmmid, ayudaba a sus tíos.

– No lo sabía… ¿Qué hace aquí?

– Quería limpiar un poco todo esto. He venido varias veces antes, pero nunca me había decidido a hacerlo. Quizá esperaba que aparecieran en algún momento…

– ¿En qué ayudaba a mis tíos?

– Llevaba apenas un año con ellos. Hacía un poco de todo: vender en la tienda, encargarme del correo, colocar y limpiar estantes… Supongo que sabrá que Sara tenía vértigo, y Yitzhak lumbago, de manera que buscaron a alguien para echarles una mano.

La miró sorprendido, ¿cómo aquella joven se había atrevido a trabajar para un matrimonio judío? Sabía que Sara y Yitzhak, como tantos otros, llevaban cosida la estrella de David en sus abrigos, que estaban señalados por ser judíos, y significarse teniendo tratos con judíos no era fácil.

– Necesitaba un trabajo donde pudiera estar con mi hijo -explicó Inge-. Soy madre soltera, mi familia no quiere saber nada de mí, el padre de mi hijo desapareció antes de que el niño naciera. Una dienta de la tienda de sus tíos que es vecina mía nos puso en contacto y ellos aceptaron que viniera con Günter. Sus tíos eran muy buenos.

– ¿Eran? -preguntó Ferdinand, alarmado.

– Bueno no lo sé, son, eran… La verdad es que no sé qué habrá sido de ellos.

– Dígame qué sabe de lo sucedido.

– Yo no estaba, fue un sábado por la noche. Llegó un grupo de camisas pardas, apedrearon la luna y la destrozaron; luego entraron en la librería; empezaron a tirar estantes y a romper los libros, subieron a la vivienda. Sus tíos estaban asustados, abrazados temiendo que ése podía ser el último día de su vida. Al parecer se conformaron con apalearles, con dejarles en el suelo ensangrentados.

– ¿Y nadie hizo nada? ¿Ningún vecino acudió a socorrerles?

– ¿Sabe? El resto de Europa no quiere enterarse de lo que sucede en Alemania; tampoco los alemanes quieren planteárselo, de manera que Hitler tiene el campo libre para hacer lo que quiera.

– No ha respondido a mi pregunta: ¿por qué nadie hizo nada?

– Porque nadie ayudaría a unos judíos. Eso sería colocarse en una situación difícil, bajo sospecha, de manera que cuando se trata de judíos nadie oye ni ve nada.

– ¿Quién dio la voz de alarma?

– Sara me contó que cuando la pesadilla terminó y los camisas pardas se fueron, se quedaron mucho rato tirados en el suelo. No podían moverse y el cable del teléfono estaba arrancado. Yo vivo a dos calles de aquí y por casualidad me encontré a la portera de esta casa el domingo por la mañana. Me contó riendo que mis jefes habían tenido «visita» y que me había quedado sin trabajo porque ya no había libros para vender. Vine corriendo con Günter en brazos y les encontré tendidos en el suelo, temblando y sufriendo por las heridas y los golpes. Me dijeron que llamara a unos amigos suyos, un matrimonio mayor, judíos; él es médico, aunque está retirado. Vinieron de inmediato junto con otros amigos. Entre todos logramos poner esto decente, aunque no nos atrevimos a hacer nada en la librería, ya que eso podría suponer que volvieran los camisas pardas. Creo que su tía se puso en contacto con su familia de Francia; hablaban de marcharse, de escapar de aquí.

Inge calló mientras buscaba un lugar donde dejar al niño. Puso una silla en pie y le sentó.

– No te muevas, Günter -le pidió mientras depositaba un sonoro beso en la mejilla del bebé-. Si quiere le ayudo a adecentar un poco esto.

– Si no le importa…

Ferdinand no tenía muy claro que sirviera de algo intentar devolver la apariencia de casa a aquel lugar destrozado, pero al menos la actividad le ayudaba a tranquilizarse mientras continuaba escuchando a Inge, que con una rapidez asombrosa levantaba muebles, sacudía colchones, barría los restos de la loza diseminados por el suelo de la cocina… Él la seguía por donde quiera que ella fuera, haciendo lo que le ordenaba.

– ¿Y luego? ¿Qué ocurrió?

– Durante unos días parecía que había vuelto la normalidad, esa extraña normalidad en la que vivíamos. Yo acudía a verles todos los días. No podía hacer nada en la librería pero sí ayudarles aquí, ya que apenas podían moverse por los golpes recibidos.

»Un viernes me despedí de ellos. Me insistieron en que me tomara el sábado libre, que ellos podrían arreglarse solos. La verdad es que recibían visitas de algunos amigos. Vine el domingo para ver cómo estaban y encontré la casa como usted la ha visto. Ellos no estaban; bajé a preguntar a la portera y me dijo que no sabía nada. Le insistí para saber si había venido alguien a por ellos, si habían decidido ir a casa de algún amigo, pero me aseguró que no sabía nada. Subí a preguntar a los vecinos del segundo y tercer piso, a los del cuarto, y la respuesta fue siempre la misma: no sabían nada, no habían visto nada, no habían oído nada.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediados de marzo.

– ¿Y no se puso usted en contacto con los amigos de mis tíos?

– Su agenda había desaparecido, pero yo sabía la dirección del médico y fui a verle. También había desaparecido y su casa… bueno, su casa estaba arrasada como ésta.

– ¡Pero tiene que saber de otros amigos, de otras direcciones! -gritó Ferdinand.

– No se altere; la verdad es que no sé dónde viven los amigos de sus tíos, tampoco tendría por qué saberlo. Ya le he dicho que busqué una agenda, algún cuaderno, algo donde pudieran tener apuntadas direcciones o teléfonos, pero no encontré nada; a lo mejor usted tiene más suerte.

Ferdinand temió de repente que Inge se enfadara y le dejara allí, que desapareciera el único vínculo con Sara y Yitzhak, su única pista para encontrar a Miriam.

– Lo siento, siento haber gritado… estoy… estoy mal… mi mujer vino aquí y también ha desaparecido.

– ¿Su mujer? ¿Cuándo? Yo no la he visto…

– Salió el 20 de abril de París, prometió llamarnos cuando llegara pero no lo hizo. La embajada ha intentado buscarla pero no ha tenido éxito, yo… estoy desesperado. Miriam vino para llevarse a Sara y Yitzhak a París, para sacarles de esta pesadilla. Tiene razón, nadie quiere ver nada, nadie quiere ver lo que pasa aquí; nos escandalizamos cuando nos dicen que los judíos llevan la estrella de David cosida en sus abrigos, pero no hacemos nada, nos decimos que ya pasará, que esto no puede durar, que los judíos alemanes son sobre todo alemanes…

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