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Pero era David quien parecía estar noqueado. No había palabra que sirviera para disipar su angustia. Tanto sus abuelos paternos como los maternos hicieron lo imposible por sacarle de su mutismo, pero él se mantuvo callado. Sólo deseaba estar con su padre y compartir su desesperanza.

Al día siguiente David se negó a ir al liceo, y a duras penas soportó la presencia de alguna de sus dos abuelas, que habían acordado acudir indistintamente a su casa para ocuparse de ellos.

Hacían las labores de la casa, cocinaban y, sobre todo, procuraban que no se sintieran solos, aunque ambos hubiesen preferido estarlo.

Paul Castres animaba a su colega cuando le encontraba por los pasillos de la facultad; su cuñado le ayudaría, estaba seguro. Cuatro días después Paul se le acercó para decirle que su cuñado les recibiría en su despacho del Quai d'Orsay.

Ferdinand y David se presentaron a la hora prevista en la puerta del ministerio, donde les esperaba Castres para acompañarles hasta el despacho de su cuñado. Atravesaron pasillos donde funcionarios circunspectos parecían ir muy deprisa a alguna parte. Llegaron ante una puerta igual que el resto y Paul llamó con los nudillos; escucharon un «pasen» seco y cortante.

El cuñado de Paul era un hombre a punto de jubilarse, un funcionario que llevaba toda su vida en aquel edificio, que conocía mejor que su propia casa.

– Bien, señor Arnaud, la única noticia que puedo darle es que no hay noticias.

– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir? -preguntó preocupado Ferdinand.

– Le pedí a un amigo de la embajada que cuando tuviera un momento se acercara a casa de sus familiares. Hace tiempo que allí no vive nadie. La librería de la planta baja… Bueno, creo que ya no existe… En cuanto a la vivienda de la primera planta, lleva un tiempo desocupada, según le informaron unos vecinos. Sencillamente sus familiares se han ido, no han dejado ninguna dirección; en cuanto a su esposa… Bien, nadie la ha visto. La embajada ha realizado algunas indagaciones, discretas dada la situación, porque no estamos en armonía con las autoridades alemanas; pero siempre se tienen amigos, y el Ministerio del Interior alemán no tiene noticias de ningún accidente ni ningún suceso en el que esté implicada su esposa. Casi hubiera sido una buena noticia poder decirle que había sufrido un accidente de tráfico o que estaba hospitalizada y que por eso no tenían noticias de ella, pero desgraciadamente la realidad es que nadie ha visto a su esposa.

Ferdinand sintió como si le hubieran golpeado en la cabeza, mientras que David no fue capaz de contenerse y rompió a llorar.

Se sentían perdidos en una pesadilla en la que a Miriam se la tragaba la tierra sin que ellos pudieran hacer nada para rescatarla.

– ¿Qué se puede hacer? -preguntó Paul Castres por ellos, puesto que tanto Ferdinand como su hijo parecían incapaces de reaccionar.

– Nada, no se puede hacer nada más. He pedido a la embajada que de vez en cuando y en la medida de lo posible, se acerque a casa de sus familiares para ver si regresan y que, en fin, en los contactos con las autoridades insistan sobre cualquier noticia que puedan tener respecto a su esposa.

– Iré a Berlín -afirmó Ferdinand con seguridad.

– No creo que sirva de mucho, se lo desaconsejo. Bien… Me gustaría hablar con usted un momento a solas. Paul, ¿podrías salir con el joven? No tardaremos mucho.

Cuando se quedaron solos, el funcionario miró incómodo a Ferdinand, como si no encontrara palabras para expresarse.

– Bueno… yo… verá, señor Arnaud, me gustaría que no se sintiera ofendido pero… no sé… quizá su mujer…

– No sé qué quiere decirme…

– Perdone que le haga una pregunta personal, pero ¿se llevaban ustedes bien?

Ferdinand captó lo que el cuñado de su amigo no se atrevía a decir.

– ¿Me está preguntando si creo que mi mujer me ha abandonado?

– Bueno, esas cosas pasan. Si no estuviéramos en medio de una crisis bélica la situación sería menos dramática… quizá su esposa se haya… se haya ido con alguien…

– Yo mismo la acompañé al tren -respondió Ferdinand, nervioso.

– Sí, claro, usted la pudo acompañar al tren, pero eso no significa que no hubiese alguien en ese tren con el que ella hubiera decidido marcharse.

– No, señor, eso no ha sucedido. Somos una familia feliz, sin problemas, nos querernos, se lo aseguro -acertó a decir mientras, fruto de la humillación, sentía una oleada de calor.

– Bueno, era una posibilidad… no quería exponérsela delante de su hijo.

– Muy considerado por su parte -dijo Ferdinand reprimiendo la ira que le empezaba a invadir.

– No puedo decirle más. Si tuviéramos alguna noticia, no dude que nos pondríamos en comunicación con usted de inmediato. Pero le ruego que no haga tonterías. No intente ir a Berlín, no en estas circunstancias.

– ¿Cuándo entraremos en guerra?

– No puedo responderle a esa pregunta, pero soy pesimista, muy pesimista. Extraoficialmente le diré que creo que Hitler intentará invadir Francia. Esta opinión no es compartida por muchos de mis colegas, tampoco por nuestro Gobierno, pero mi olfato me dice que eso es lo que sucederá. Verá, he estado destinado en Berlín hasta hace un año y nada de lo que está sucediendo me sorprende, por más que nuestro Gobierno quiera hacernos creer que no se lo esperaban.

– Tenemos la línea Maginot.

– No tenemos nada, señor Arnaud, hay que ser muy ingenuos para creer que estamos protegidos por una línea imaginaria. -Entonces…

– En mi opinión, es cuestión de tiempo que Hitler decida invadir Francia, pero le insisto en que ésa es mi opinión, no la del Quai d' Orsay. No creo que tardemos mucho en entrar en guerra con Alemania.

Con expresión grave y gesto de preocupación, el profesor Arnaud se despidió del diplomático con un fuerte apretón de manos.

Tomaron la decisión entre los dos, sin discusiones. Estaban de acuerdo en que no podían cruzarse de brazos y aceptar sin más la desaparición de Miriam.

Se lo comunicaron al resto de la familia: Ferdinand iría a Berlín e intentaría localizar a su esposa y sus tíos, Yitzhak y Sara.

Los padres de Miriam lloraron agradecidos. No podían aceptar sin más la desaparición de su hija. David se quedaría con ellos hasta el regreso de su padre; el joven hubiese preferido esperar en su casa, pero Ferdinand le aseguró que sólo sabiéndole seguro se iría tranquilo.

Pidió al profesor Castres que hablara con su cuñado del Quai d'Orsay, para ser recibido en la embajada de Berlín.

Estaba en su despacho corrigiendo unos exámenes cuando recibió la inesperada visita del conde d'Amis.

– Mi querido profesor, perdone que me haya presentado de improviso. Estoy en París por negocios, y he pensado en hacer un alto y pasar a visitarle. ¿Le molesto?

No se atrevió a decirle que efectivamente le molestaba, que estaba trabajando contra reloj y le faltaba tiempo para dejar todo listo antes de viajar a Berlín, de manera que le invitó a sentarse, haciendo patente su falta de entusiasmo.

– En realidad -continuó diciendo el conde mientras tomaba asiento-, quería anunciarle que hemos recibido refuerzos. Un grupo de estudiantes alemanes, alumnos del profesor Marbung, se han unido a nosotros. Son muy eficientes y entusiastas, de manera que su presencia nos será de gran ayuda.

– Me alegro por usted -respondió Ferdinand con sequedad.

– Estamos estudiando las estelas discoidales…

– Son monumentos funerarios que nada tienen que ver con los cátaros. ¿Sabe, conde? Me sorprende que un hombre inteligente como usted persiga una fantasía. No hay ningún tesoro cátaro; aquel oro y plata, aquellas monedas que sacaron de Montségur sirvieron para ayudar a los Buenos Cristianos que vivían en la semiclandestinidad a causa de la Inquisición y para seguir haciendo sus obras de caridad.

– Es a mí a quien sorprende su empeño en lo contrario. Es usted el único experto en catarismo que niega que exista el tesoro, el único que rechaza la existencia del Grial, el único que asegura que esos extraños dibujos que hemos encontrado en las cuevas cercanas a Montségur son simples garabatos y no un código secreto dejado por los cátaros…

– Le aseguro que no soy el único. Puedo presentarle al menos a una docena de profesores que le dirán lo mismo que yo, pero será inútil; usted no quiere escuchar. En cualquier caso, quiero recordarle lo que le he dicho en otras ocasiones: no comparto las teorías ni de usted ni de sus amigos respecto al catarismo. Gustosamente puedo pedir que les permitan indagar en archivos históricos, pero no quiero colaborar en nada más.

– Hemos encontrado otros dibujos grabados en una cueva desconocida hasta el momento. Ha sido una casualidad, y me gustaría que fuera a Montségur a echar un vistazo. Podría venir conmigo, regreso mañana…

– Lo siento, no puedo; me marcho a Berlín -respondió Ferdinand hastiado de la insistencia del aristócrata.

– ¿A Berlín? -preguntó asombrado el conde d'Amis.

– Sí, a Berlín.

– ¿Asuntos académicos? -insistió el conde.

– Asuntos personales… -Ferdinand se quedó unos segundos dudando, luego pensó que aquel conde con amigos influyentes alemanes quizá podría ayudarle-. Voy a buscar a mi mujer. Ha desaparecido.

– ¿Su esposa ha desaparecido? ¿Dónde? ¿En Berlín…? -El tono de voz del conde reflejaba el asombro por la confesión de Ferdinand.

– Mi esposa es judía. Fue a localizar a sus tíos, que también son judíos, de los que no teníamos noticias desde hacía tiempo. Supimos que un grupo de salvajes habían destrozado su librería, una de las más antiguas y prestigiosas de Berlín, y que ellos habían recibido una paliza brutal. Luego no supimos más. Les llamábamos pero su teléfono no respondía. Mis suegros se pusieron en contacto con amigos alemanes y nadie supo darnos razón de ellos. Habían desaparecido, de manera que Miriam tomó la decisión de ir a Berlín. No quería quedarse sin hacer nada, sufría por la suerte que pudieran haber corrido sus tíos. Se marchó el 20 de abril y desde entonces no hemos sabido nada de ella.

El conde le escuchaba en silencio mirándole fijamente, como si intentara captar un sentido oculto en sus palabras. Ferdinand esperaba que D'Amis se ofreciera a ayudarle, pero el silencio instalado entre los dos se alargaba demasiado.

– Me voy a Berlín, de manera que no puedo ocuparme de sus dibujos, y malditas las ganas que tendría de hacerlo -dijo Ferdinand sin ocultar su enojo y decepción.

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