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Tengo un plato de risa de dudoso efecto -por la dificultad de conseguirlo he podido probarlo tan sólo cuatro veces-, pero que en ocasiones (tres sobre cuatro) me ha dado los resultados hilarantes que buscaba. Se trata del codiciado filete de mamut. Ya sabes, este bicho está extinguido hace siglos y siglos, pero en los fondos de hielo de Siberia, en el potente congelador natural de los glaciares -de vez en cuando- por alguna súbita e inesperada erosión en los hielos perpetuos, se descubre un cuerpo entero de mamut intacto. Es el momento de prender la parrillada.

La carne de este mamífero, debes saberlo, tiene un sabor muy fuerte, parece algo almizclada, curada por el tiempo de ese fuego lentísimo del hielo. Evoca, su sabor, la cacería, tiene algo de jabalí enfurecido y ebrio de adrenalina, algo de hígado de tigre cazado en ocasión de rabia, sabor que mezcla bilis y amargura. Conviene que el romero, la mucha sal, el ajo, los chiles mexicanos, la pimienta, el eneldo, el pimiento, todo esto y otros muchos condimentos maceren esa carne oscura como las cavernas. Conviene al animal y al paladar. Después de asado, se traga sumergido en vodka a menos cuatro grados, se muerde con cordura y se mezcla en la cueva de la boca con el licor helado, formando con las muelas un paté frío y fuerte. Traga sin miedo y ayuda a descender por el sensible esófago con otro poco de vodka.

Tres veces que probé esta receta, como tengo dicho, el efecto del asado de mamut fue feliz e hilarante. Te advierto, eso sí, que una vez produjo vómito, diarrea, palidez, e incluso en dos comensales anemias y sangrados. De todos modos, si lo preparan bien, no te pierdas jamás un convite de lomos de mamut asados.

Niegan algunos cientistas de mente estrecha el efecto hilarante del mamut. No atiendas a sus agrios comentarios: ellos jamás probaron y carecen, por tanto, de la única prueba. Es infalible regla culinaria: confía sólo en quien haya probado. Yo que probé el mamut puedo decirlo: tres veces sobre cuatro lleva a la deliciosa hilaridad.

Lloran a veces los niños, y no quieren probar ni esto ni aquello. Hacen muecas, chillan, patalean, protestan. Y las madres se jalan el pelo sufriendo porque sus criaturas no se callan ni se calman ni comen ni van a tener tan rubicundo aspecto como las de la vecina. Hay un secreto para ganar este combate. Secreto no mío, sino de Pellegrino Artusi, mi maestro, el más sapiente cocinero emiliano, benefactor de las escasas, pero ciertas, dulzuras domésticas. Lo traduzco:

“Si tenéis un huevo fresco batid bien la yema en una taza grande, con dos o tres cucharaditas de finísimo azúcar en polvo; luego montad la clara hasta obtener una esponja consistente, y juntadla a la yema mezclando de manera que no se baje. Poned la taza ante al niño con cachitos de pan para que los meta y moje allí, de modo que vaya haciéndose bigotes amarillos y se ponga contento. Ah, ojalá la comida de los niños fuera toda tan inocua como ésta, ya que por cierto habría así menos histéricos y convulsos en el mundo!”

¿Recuerdas que la suerte de la fea la bonita la desea? El refrán puede ser, simplemente, un consuelo para las feas o un desengaño para las bonitas. Es más bien un aviso: cuídate. Hay personas que no avanzan por exceso de talento, porque al ser buenas nunca se esforzaron y se quedaron girando alrededor de su fácil virtuosismo sin lograr salir de él. Es corriente la idea de que son tontas las bonitas, y por supuesto no es cierta. Pero algunas bonitas se bastan a sí mismas y creen no necesitar nada más que su hermosura: se descuidan, e incluso llegan, poco a poco, a embobarse. En el sonsonete de su belleza se embelesan, y así se quedan para siempre, aun cuando estén marchitas.

Algunas, además de inteligentes, son hermosas. Pero son tanto, lo uno y lo otro, que muchos hombres pierden el ánimo, se paralizan sintiéndose inferiores. Es un defecto de los hombres, claro, pero a ti te afecta; recuerda, si es tu caso, el consejo del sabio: “disimula la hermosura con el desaliño”.

Y hay otra circunstancia peligrosa: la incapaz de escoger porque las oportunidades fueron muchas, Como polillas revoloteando en las farolas la cortejaron muchos hombres, demasiados y quizás ella escogió alguno chamuscado, ¿Pero qué hacer cuando las noches eran un tiempo intermitente de sueño y serenatas? Parecían turnarse, los innumerables varones, para llevártelas, Y es difícil, así, enamorarse de uno, de uno solo, definitivamente, porque nadie reúne en sí mismo todas las cualidades y si aquél era más apuesto, éste otro era más instruido, aquél otro más rico, el de allá más simpático, y ese otro más alegre. Nadie que fuera alegre, apuesto, simpático, instruido… Todo al mismo tiempo. Te entiendo: hubieras querido preparar un coctel de los míos, mezclándolos, pero no era posible. Y claro, así cualquiera se equivoca.

En este punto, se supone, debería venir algún consejo, al menos un consuelo. Pero no, no se me ocurre nada. Como no sea que cultives tus defectos (pues no hay quien no los tenga), los acicales, los pulas, los exhibas, como una clara señal de que no perteneces al inaccesible mundo de los ángeles. No escondas tus miserias: puedes estar segura de quien gusta de tus defectos, que a tus encantos y cualidades cualquiera se aficiona.

El helado de pétalos de rosa, muy pese a lo que dicen insignes tratadistas, no es bueno para el mal aliento. Sólo una cosa te salva de este que se vuelve fiel inquilino cuando se instala dentro: cepillos, sedas, gárgaras, una higiene exhaustiva de la boca, esa especie de víscera que la naturaleza nos puso tan afuera. ¿Te ofendo si te digo que te laves los dientes? Ya sé que lo haces, que no dejas de hacerlo. Si es así y el inquilino no se va, entonces prueba pues los pétalos de rosa, mucho mejores que los aerosoles mentolados. No creo que funcione, pero otras recetas son aún más supersticiosas.

A la mujer virgen que desee perder esa su curiosa condición y que quiera romper ese cerrojo que encarcela su vientre, le daré la llave.

Tanto ruido se ha hecho con asunto tan simple, que no es fácil despojarlo de las telarañas de los siglos.

La virginidad, hace un minuto, la no virginidad, después: ¿“Eso era todo?” La mayor parte de las mujeres, simplemente, se decepcionan; incluso porque no duele tanto y quisieran que la culpa, si la hay, fuera más dolorosa. También porque el placer rara vez viene tan rápido y quisieran que el gusto fuera más gustoso.

Opino, en realidad, que no es la virginidad lo que interesa, lo que preocupa. Lo importante, lo que te hace temer -quizá- o estar ansiosa, es esta rima: la desnudez y la primera vez. No es fácil desnudarse ante un extraño; y toda primera vez es una conjunción de expectativas, de temores, deseos y dudas confundidas. Tanto que alguien sentencia que el secreto para mantener vivo el entusiasmo es hacer las cosas, siempre, como si fuera la primera o la última vez que las hacemos.

Pero volvamos a lo nuestro. ¿Con quién hacerlo la primera vez? No censuro la vieja costumbre de la noche de bodas, con marido oficial ya autorizado e himeneo legal. O corno lo decían los manuales de mujeres piadosas: “inmola tu virginidad en el sagrado altar del matrimonio.” Es un desvirgamiento protegido por leyes y bendecido por iglesias que le da al acto la solemnidad de lo que nadie desaprueba. Sin embargo no todas quieren esperar a la luna de miel para probar aquello. No las culpo. Antes el himeneo se realizaba a los catorce años; ahora para casarse hay que esperar, qué sé yo, a los veinte, a los treinta, aun más tarde. Y dejar que por decenios sólo la imaginación tenga conocimiento, puede llegar a hinchar demasiado sueños y pensamientos.

¿Con quién hacerlo, pues? ¿Con el querido novio? ¿Con un amigo comprensivo? Con un primo en vacaciones? ¿Con un desconocido que no exija consecuencias? ¿Con el hombre que ames desesperada o esperanzadamente? ¿Con uno que no importe demasiado pero que sirva para salir de esto? Amiga, no lo sé. Mujeres han probado todos estos remedios y la respuesta es parecida en todas: nada del otro mundo. Lo preferible, aunque escasea la feliz circunstancia, es hacerlo con amor y siendo amada, pero no siempre se puede esperar a tan escasa coincidencia.

Evita, por supuesto, al bruto y al violento. Evita al memorioso puritano que toda la vida te sacará en cara el tonto orgullo de haber sido el primero. Saca el cuerpo, también, a quienes tengan una edad muy alejada de la tuya. Es bueno que la emoción y la experiencia no sean muy distintas. El asunto, en realidad, no es nada trascendente. Recuerda el aforismo de aquel sabio: “el ideal de la virginidad es el ideal de los que quieren desvirgar”. No es tuyo, temerosa doncella, no es de amables donceles, es de machos prepotentes.

He estado consultando manuales y tratados para aconsejarte en lo que has de hacer después del parto.

Hay a tu lado, de pronto, un ser gimiente. Tiene hambre y exige. Por algo le dirán infante y lactante: no habla y pide a gritos lo único que quiere: leche. Como alguno dc tus amantes, hay otro enamorado de tus pechos.

El muy sabio rey don Alfonso ya lo sabía, hace siglos: dcbes tú misma amamantar tus hijos. Nada de biberones y nodrizas, nada de teteros, que para eso la providencia te dio no una sino dos fuentes de cándida leche en los henchidos pechos. Pero si por desgracia tienes que usar nodriza, escucha este consejo del sabio soberano: “Las unas han de ser sanas, y bien acostumbradas, e de buen linaje, ca bien así como el niño se govierna, e se cría en el cuerpo de la madre fasta que nace, otrosí se govierna, e se cría del ama desde que le da la teta fasta que gela tuelle, e porque el tiempo de la crianza es más luengo que el de la madre, por ende no puede ser que non reciba mucho del contenente, e de las costumbres del ama.”

Así que ya sabes a qué atenerte, tu hijo ha de ser como aquella que te lo cría. Ojo pues con tus niñeras y nodrizas y mucamas; de ellas bebe el infante lo que será cuando hable.

Creíste haberlo amado alguna vez. Mejor dicho lo amaste. Pero ahora, sólo pensar en él te produce escalofrío, repugnancia. Fue como amar un guerrero en armadura de la que sale, de repente, la floja gelatina viscosa de un ser abominable. Cómo fue posible que yo, esta de ahora, haya querido alguna vez a semejante…

Cómo vivir con este recuerdo perfumado de rabia. Lo malo es que todavía, de vez en cuando, te vuelve a la memoria su coraza vacía, su carne de molusco. Y tú quisieras poder sumar todas las miserias y pequeñeces de ese mequetrefe disfrazado de héroe para adquirir la perfecta indiferencia, para no pensar ya nunca más en él o pensarlo como se piensa en que se te olvidó comprar la jalea para el desayuno, Sin odio, sin temblores, sin ganas de venganza.

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