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Con un filete marinado de celacanto hice mi primera prueba de receta antediluviana y debo recalcar que el resultado fue pasmoso El caldo concentrado de celacanto lastimeria puedo asegurarlo cura de la culpa, y sus efectos duran al menos 38 meses, plazo en el cual es conveniente dar una dosis de refuerzo.

Casi idéntico a los fósiles de hace 60 millones de años, los celacantos vivos conservan su carne pesada y aceitosa, su indeleble olor antiguo, su sabor áspero, muy del gusto papilar de especies ya extinguidas. Basta un bocado de su carne (hervida o en ceviche) para liberarse de ese mal incurable, la culpa. La mayor concentración del efecto benéfico de su sustancia está en los ojos, ojos fosforescentes acostumbrados a ver donde no hay luz, pero también sus aletas carnosas y lobuladas (son las lejanas antepasadas de nuestros pies y manos) dan muy buen resultado.

El problema es conseguir un celacanto. Cada diez o doce años se informa que al fin entre las redes de un remoto pescador del Indico ha quedado enredado otro ejemplar. Los pocos que conocemos sus increíbles propiedades, tenemos que disputárnoslo a fuerza de millones con cientos de paleontólogos y curadores de museos de historia natural, que quieren arrebatar el ejemplar para darle a la ciencia lo que debería pertenecer al arte curativo y culinario.

Hay que vivir atentos. Si tu mal es la culpa, la indomable culpa, vive a la expectativa de la pesca del celacanto. Ponte en contacto con los pescadores de Madagascar que saben el secreto y no dudes en viajar al sitio en cuanto un anzuelo extraviado saque un no menos extraviado ejemplar de celacanto. Extraviado sobre todo, en el tiempo, pues es contemporáneo de los dinosaurios. Estás a tiempo de probarlo, quizás, antes de que la culpa te doblegue. Encarga uno para el próximo decenio y tranquilízate que con un solo filete de su antiquísima carne podrás domar, por el resto de tus días, todas las sensaciones de remordimiento Otras recetas contra la culpa son ineficientes Esos insensatos dolores del alma instalados en tu mente por una dolorosa historia culpabilizante de milenios, sólo los cura un plato de los tiempos de los dinosaurios.

Sana costumbre es hacerlo a diario y a la misma hora. Estés donde estés, al menos seis minutos (y no más de cuarenta, que el exceso lleva a las almorranas), sentada o acurrucada, pero en paz. Con un buen libro o un buen pensamiento. No hay fórmula más sabia para que seas visitada por el buen humor que los antiguos ubicaban, con razón, entre el estómago y los intestinos. Si algo sale mal ten en cuenta lo que comiste dieciséis horas antes, y suprímelo. Si en cambio no padeces, ten en cuenta lo mismo, y coge ese alimento por costumbre.

Déjate envejecer: no combatas el tiempo con malicia. Señoras setentonas con la piel más templada que cualquier quinceañera, y sin embargo mustias. Con el pelo más rubio que las beldades suecas, y sin embargo opacas. Sin una sola cana, sin una sola arruga: notoriamente viejas. No engañarás a nadie, según aquel versito que decía,

por mucho que adelgaces como un rejo,
por mucho que te tires el pellejo
no podrás esconder que ya estás viejo.

No digo que te eches a morir, que te encorves, camines con paso claudicante, exhibas el bastón, creas que cada cana es un trofeo y pongas cara de muerta; digo que no simules lo imposible. Acepta que una cara se tiene a los veinte años y otra a los cuarenta y otra a los sesenta. En asuntos de edad, es imposible mantenerse en los trece por mucho que lo intentes, La vejez, dijo Borges, “puede ser el tiempo de nuestra dicha, el animal ha muerto o casi muerto, quedan el hombre y el alma”; además hay arrugas que el rostro dignifican. Con el tiempo, únicamente con el tiempo, uno llega a tener su propia cara, la que su gesto y genio le fabrican. La sonrisa, la concentración, la rabia, la alegría, dejan su rastro en el rostro. No lo destruyas con violencias quirúrgicas.

Sí, tú debes descubrir las tretas con que la muerte nos quiere arrebatar la vida del espíritu y del cuerpo. Un sabio higienista francés decía que “todos se resignan a esperar el término de la vida sin hacer nada para apresurarlo”, pero yo diría más, hay que hacer todo lo posible por postergarlo. Hay que luchar contra la enfermedad, contra la muerte, contra los envejecimientos evitables. Pero sin tretas falsas, sin tramposos atajos que no llevan a nada. Los cirujanos plásticos sólo pueden servir cuando hay grandes estragos.

La vejez que se admite es natural y es agradable en las que son capaces de llevarla sin disfraces. La que se oculta y disimula con el vano intento de devolver el tiempo, representa un fracaso, da una apariencia de máscara que inspira desconfianza. El atractivo de tu edad no es enseñar el pecho; pasó la hora de seducir con las mejillas tersas. Has tenido el tiempo de saber más cosas, es decir de ser más inteligente: es esto lo que te hace más atractiva que las adolescentes.

Muchas veces, al borde de hallar la receta de la inmortalidad, me distrajo la presencia espantosa de la muerte.

No son las criadillas fritas (ni cocidas ni nada) eficaz remedio para la impotencia. Como el boje no cura la tisis, ni la oreja la sordez, ni los ojos la ceguera, así mismo ese mal no encontrará remedio en nada parecido.

La impotencia es pesar que a todos causa risa, menos al tímido varón que la padece, y a la perpleja mujer que teme ser su causa. Su remedio no es fácil, pero yo te aseguro que hay para la impotencia, eficaz aunque lento tratamiento.

Si el caso es siempre y en cualquier lugar y con cualquier persona, habrá que convenir en que es difícil, casi desesperado, y escapa a los consejos de mi culinaria. Si el ascetismo es un ineluctable decreto del destino, mejor es convertirse, sin esfuerzo, en lo que tantos santos buscaron a costa de inmensos sacrificios,

Pero si el caso, como los más, es esporádico, inexplicable y no sólo con quienes nos repugnan sino con quienes más ansiamos responder con amoroso y vigoroso abrazo, puedo garantizar la mejoría, la curación definitiva. Veamos:

La impotencia no es otra cosa que temor de serlo.

Obedece a un diminuto y pernicioso humor cerebral que cercena todo impulso agresivo. Por un desequilibrio de flujos en la sangre, el impotente piensa (sin pensarlo) que su fuerza hará daño. Esta impotencia encierra un temor: que haya un deseo superior a su empuje, y sea tal que lo deje del todo desprovisto.

Algo importante: la única mano capaz de curar al impotente, es esa de la misma que la causa, Sólo el amor de la amada curará al amante. Y una vez curado, éste será el mejor, el más constante, duradero y (por desgracia) prolífico. La mujer del impotente acallará su angustia y no le dará voz a sus temores. Ni se te ocurra un chiste o burla genital. Al hombre, simplemente, le dirás que no hay prisa. Le darás tiempo al tiempo y por treinta y una noches seguidas esperarás con calma. Como quien mira nubes que se adensan en el horizonte después de la sequía. No temas, mujer, no serás un desierto. Tu mismo deseo irá creciendo con la falta del otro, hasta que ambos se acrecienten y contagien tanto que lleguen a lo inevitable. Lo imposible, de verdad, es que la nube no se rompa en lluvia, más temprano que tarde.

La mujer será como una pescadora. Se sentará a esperar, poniendo en vista (pero disimulada) su carne y su carnada. Poco a poco soltará los anzuelos sin que el amante note que lo rondan. Este al fin morderá.

Probado el deleite y asegurado en él, no tendrá recaídas. Pero jamás le des potajes para esto pues sembrarás la duda, y ya te dije: este mal se reduce al temor de padecerlo.

Si comes frutos amargos tu carácter no llegará a ser agrio. La esquiva suerte no se te apartará más si eres salada. No te volverás dulce a fuerza de arequipe, Y sin embargo, nada que endulce tanto las penas del espíritu corno las mermeladas.

Hay una en especial, mezcla de dos sapiencias, que mete por la boca un consuelo indecible. Comprarás una libra de las fresas corrientes, de esas que no se sirven a damas elegantes ni a caballeros tiesos, esas un poco apachurradas y picadas por pico de innumerables pájaros, y comprarás la misma cantidad de ochuvas aún en sus cartuchos tostados por el sol. Quitarás a las fresas su hoja y su pezón y sacarás las ochuvas de su vaina hasta sentir que índice y pulgar se te impregnan de aceite.

Lavarás ambos frutos bajo un chorro abundante de agua fría y los colarás bien. Te ingeniarás después un fuego lento, tan lento que el compuesto ha de durar, sin secarse, lo que el sol se demora en salir y ocultarse, en tiempo de equinoccio. En una olla, sin agua, sin nada, dejarás que la fruta se vaya reduciendo y reuniendo. De vez en cuando una vuelta a la cuchara. Llegará, ocho horas después, a ser un compuesto espeso. Sólo entonces pondrás setecientos gramos de azúcar muy morena, y algo de canela y cardamomo en polvo. Al final del tiempo convenido vaciarás el compuesto en recipientes de vidrio resistente.

Tendrás una conserva, qué digo, una reserva de alegría para los tiempos de desdicha. Aburrimiento, soledad, tristeza, digan lo que digan los profetas incrédulos, son más pasables si repites el gesto de llenar una cuchara con algo muy dulce que haces pasar a pascarse por tu lengua.

Los cambios más importantes de nuestras vidas ocurren de manera casi imperceptible; se realizan mediante una paulatina acumulación de detalles que, separados uno por uno, no parecen significar nada, pero que de repente, juntos, se nos manifiestan en todo su tamaño y con toda su tremenda carga de transformación. Los cambios de la edad (pasar de niñas a adolescentes a mujeres adultas a señoras viejas), aunque suceden en un proceso continuo y lento, los percibimos a saltos, como si fueran cambios discontinuos, repentinos. Cada día que pasa, aislado, no significa casi nada, pero esos días que se aglomeran para formar los años y los decenios, esos pacientes días van dando forma a nuestro rostro. Cada mañana, ante el espejo, creemos encontrar la misma persona, hasta que una madrugada desprevenida o una tarde nefasta ya no ves el pelo vivo y los ojos brillantes de la joven que esperabas ver, sino las ojeras violáceas y el cabello ralo de una señora mucho más madura que, aunque se haya convertido en otra, comprenderás que sigue siendo tú misma, tú misma aunque más vieja.

Pero fuera de percibir -cada decenio o más- estos tremendos saltos, bien notas cada día que tu cara de hoy no es la misma de ayer ni de mañana. No hacen falta iluminados espejos de aumento para saber que cambias y que de un día a otro, a veces, no te reconoces. La cara, dijo un sabio, es descarada.

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