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Días hay que las mujeres amanecen lindas y días que sería preferible no haberse levantado. Así les pasa a todas y el mal no está en los ojos. La tez es caprichosa y a su antojo varía las facciones. No importa que la gente aún te reconozca. Tú sabes y yo sé que hay días en que no eres la misma. El tiempo a veces corre hacia adelante (te ves más vieja), y a veces retrocede. Los días de mala cara aprovéchalos en asuntos de recogimiento; los días de buena cara, simplemente aprovéchalos.

Para esa pesadumbre de los días en que el tiempo parece haber corrido por tu cara mucho más de la cuenta, no hay receta, No se cura el estupor ante el espejo. Lávate, sin embargo, con agua helada el rostro; si no da resultado, con agua muy caliente; si el mal persiste, con agüita de rosas; si el disgusto no cesa, ponte unas gafas negras y cambia de peinado.

Pero lo mejor es poner la cara al sol por diez minutos, esperar la noche y dormir doce horas. Sueño y sol y esperanza, no lo dudes, obrarán maravillas para el día siguiente. A cualquier edad, incluso en la postrera, es posible lograr que el tiempo de tu cara retroceda. Para lograrlo hay que recuperar tus gestos del pasado; para recuperarlos hay que volver a los sabores olvidados de la infancia.

La traición es un vicio maligno de los machos que no depende de tu decadencia sino de una imaginación enardecida que no encuentra sosiego hasta no averiguar lo que hay escondido detrás de un traje ajeno. Si llegas a saber que él ha retozado con mujer más moza, no dejes que te aprese la duda de tu cuerpo. No va en busca el hombre de mejores manjares, lo mueve la curiosidad por los platos exóticos.

¿Qué consejo he de darte para combatir una imaginación que yo mismo padezco? Trata de no enterarte. Y si te enteras fíngele a tu marido que su mejor amigo te pretende. Nada que hinche tanto (y hasta llene) la imaginación como el ardor de una sutil sospecha. Le bajarás los humos. Entenderá que no quieres conservarlo a toda costa.

Hazle saber también los deleites que encierra la experiencia y cómo el paladar degusta más sapiente los platos conocidos; sabe encontrarles sus sabores secretos. Las infidelidades suelen conducir a un fracaso de la fantasía; ésta se estrella contra una realidad que otorga menos de lo que promete. Y si la fantasía triunfa en él, si la realidad se le acomoda o la mejora, encuentra entonces tú también la fantasía porque sólo en el lomo de una nueva ilusión conseguirás olvido perdón indiferencia. Y para ilusionarte ¿qué has de hacer? Volver a abrir los ojos a los ojos que te miran, dejar al fin de hacerte la desentendida.

No sientes, no sientes, no sientes; hay veces que no sientes. Nada de nada, pero nada. Pareces alejada de tu cuerpo, como si te miraras desde lejos. Domina y manda en ti el fastidioso y metido pensamiento, hay un fracaso de tu fantasía. No temas, no claudiques, usa prudencia y tacto, enséñale a tu amante alguna cancioncilla secreta de tu cuerpo y llévale la mano como a un niño que esté aprendiendo las volutas de la caligrafía. Relájate, no pienses y no te exijas nada. Pide según lo que sientas. Hay períodos del ciclo mejores o peores; defínelos y aprovéchalos. Hay posiciones que todo lo mejoran: contactos que debes atreverte a insinuar, direcciones más útiles que otras, velocidades, fuerzas, palabras o silencios, quietud o movimiento. Busca tus sensaciones, déjalas salir, recuerda que en el hombre verdadero rio hay goce que equivalga al de verte gozar.

Está escrito en los libros que para que la boca se llene de saliva y todo se humedezca con un líquido fresco es necesario que confluyan todos los sentidos. Mantén alertas al goce las pupilas, las papilas, las ventanillas de las naricillas, las yemas de los dedos que con su pulpa tocan los Sitios de textura menos repetida; no pongas párpados a tus oídos y antes concéntrate en las melodías que se esconden en las concavidades más inesperadas.

Déjate guiar por el manso oleaje de las sensaciones, conoce los senderos de tu cuerpo, que todo se humedezca con su líquido fresco y no pienses, no pienses mucho, porque nada que reseque tanto el vientre como el pensamiento. Mujer, tú sabes de qué humedades te hablo; de las más deseadas, de esas que como claras de huevo se esconden en tu cuerpo y que son el deleite de tu vientre y el deleite de tu compañero. No temas derretirte, deshidratarte, disolverte. Déjate ir, no pienses, quiero oír un gemido de cuerpo entero, un alarido de poros abiertos. Abre, abre hasta estar partida, sumérgete en el mar de las sensaciones, piérdete, desbócate, desátate, permítete ser, por momentos, toda una perdida.

Las mujeres, dice el indispensable Manual de Higiene del doctor de Fleury, pertenecen a un sexo que no conoce el cansancio del placer. Ellas, pues, no sufren si se exceden en los goces del amor. Más aún: en ellas el amor no tiene excesos y es una de las mayores ventajas que nos llevan las hembras a los débiles varones, ya exhaustos con tres gritos.

Creíase en otro siglo tan nefasto como éste y turbio como todos, que ciertas enfermedades del sistema nervioso, e incluso algunas enfermedades venéreas, eran debidas a los excesos sexuales. Lo mismo tratan de inculcarnos de nuevo hoy, con ese mal maligno o virus incurable. Vuelven con la monserga de que la repetición muy frecuente del coito es cosa de espíritus perversos, de imaginaciones enfermizas, deformadoras del amor y vergüenza para la decencia. Claro, hay que cuidarse algo. Mientras no estés segura de ese que te abraza, oblígalo a envolverse en látex. Pero no cedas al temor del sexo que ahora y otra vez y como siempre siempre nos recetan.

Oh, esos que hablan de los excesos de juventud, como causa de su decadencia, qué tontos. Goethe lo hizo hasta el final de sus días y pocos hombres más felices que él. La sensata George Sand tuvo tantos amantes cuantos amores tuvo. No fue fiel a los hombres, sino al amor y leal con sus amantes hasta que los amó. Imítala y anota en tu cerebro este pensamiento de mi maestro, Maurice de Fleury: “Ah, que los verdaderos enamorados no se crean obligados a hacer a la falsa higiene el sacrificio inútil de los más dulces momentos de la vida”.

Tú y yo nos conocernos. No pretendas negar lo que la misma Alcmena, tan virtuosa, sintió sin darse cuenta: huéspedes hay odiosos y que sólo quisieras que se fueran desde que los ves atravesar el umbral de tu puei1a pero otros hay que encienden un secreto fuego en la imaginación.

Un día llegará en que tu apacible y amena vida marital tendrá un paréntesis. Vendrá alguien a quien por unos días dedicarás más atenciones y asaz más pensamientos que a tu mismo marido. No te sientas culpable; es una pasajera exaltación que el destino te manda a modo de fiesta. Es un despertador de espíritus dormidos. Es un corto carnaval, unas imaginarias vacaciones de la tenaz convivencia.

No te hacen falta indicios muy sutiles para reconocer al huésped deleitoso. Habrá en tu piel un repentino rubor involuntario, cuando el huésped te dedique una mirada, y en tu garganta un leve temblor que te quebrará la voz al dirigirle la palabra para ofrecerle algo.

Sabios países hubo, y quizás haya alguno todavía, en que el buen anfitrión ofrecía su esposa al visitante. Y si los anfitriones fuesen aún más sabios y un poco menos vanidosos, no ofrecerían la mujer al visitante, sino más bien a la anfitriona el huésped, si le place. Es ella la que elige, pues no todos los huéspedes poseen el encanto para merecerla. La hospitalidad será completa cuando ella lo resuelva, cuando el agrado del huésped ahogue sus escrúpulos.

¿No mejoran los platos de tu casa cuando él viene? ¿No perfumas sus sábanas como si hubieran de acoger más un abrazo que un sueño?

Para ese huésped, al que acaso no te entregarás nunca en acato a las costumbres de tu pueblo, puedes preparar algún manjar que lo deleite; o algo que le done la misma languidez que tú percibes debajo de las faldas.

Yo tengo la receta. Es cocimiento simple de efecto duradero, pues el sabor se impregna y se demora dentro de la boca, de la misma manera que en los labios del huésped que te gusta se tarda la sonrisa. No es mi plato vulgar artimaña para seducirlo. Es tan sólo un espejo, un instrumento para que en él se refleje el mismo abandono tenue que tú sientes.

A base de un banalísimo volátil está hecho y tiene un nombre que tendrás que excusarme, dadas las circunstancias: el pollo a la cocotte. Cocotte, cocotte, ¿eres una coqueta? Poco tiene de malo, a veces hay que buscar en los ojos de terceros una confirmación; es como consultar con un espejo, en este caso los ojos de los hombres, si aún conservas un cuerpo una mirada un alma deleitables.

La víspera de la llegada de tu huésped pondrás el pollo despresado a marinar. Y tendrás lista mantequilla, tocineta, jamón, laurel, tomillo, sal, pimienta y orégano. Tres manotadas de champiñones frescos, una copa de vino claro y nuevo.

Doras en mantequilla las presas por un lado y luego por el otro; de buen color lo sacas y allí mismo fríes cuadritos de jamón y tocineta con las yerbas que dije y con los hongos. Añades luego dos tazas de agua fría y a fuego lento (con el perol tapado) dejas que el agua se reduzca a la mitad. La copa de vino y las presas de pollo se mezclan con la salsa, esperas cinco minutos y llevas a la mesa.

¿Quieres darle a tu huésped un plato menos fácil? No, mira que ya con éste será difícil sacártelo de encima. No exageres. El más ameno huésped que te enciende, cansa. Si no te cansa y si después del pollo sucede algo que no debo decirte pues por ti misma podrás darte cuenta, huye con él, no vuelvas.

No es fácil el consejo cuando de alcohol se trata. Por completo he desistido de intentar decir algo a los varones; ellos creen saber, siempre, lo que más les conviene y no admiten apuntes de ninguna especie. Son borrachos impúdicos o impúdicos abstemios, cuál de las dos especies más nefasta.

La mujer triste, a veces, quiere buscar en el alcohol consuelo. La comprendo: hay a veces después de los espíritus una euforia ligera que aligera las penas. Pero si eres prudente seguirás algún método; no has de ceder al licor el timón que te maneje. Que no te dé el impulso de entregarle el gobernalle a tan poco prudente consejero.

El sabio y alquimista Paracelso, dijo que el alcohol era la esencia o el espíritu del vino. Pero notó que esta alma de la bebida de Cristo, adquiría colores diferentes, como las almas de todos los hombres, según parece, antes del purgatorio. Aprende, pues, antes que nada, a mirar los colores. Discrirnina. Hay aguardientes blancos tan puros como el agua cristalina. En esta su confusa condición revelan su alma: líquido traicionero el que sin serlo se parece al agua. Evita pues bebidas cristalinas. De éstas beberás, una copa, solamente en dos casos: si más frío que el hielo no se hiela, o si es de una textura tan espesa que fácil se distinga del primer elemento.

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