Esa tendencia a traicionar, a mentir y a ser perfecta mente franca. A esconderte o a mostrarte mucho. Ese cuidado de cuidarte tanto para acabar narrando tu historia, tu verdad con pelos y señales a un desconocido.
Esas ganas de huir, de salir corriendo cuando alguien muestra que empieza a conocerte, aunque no te reveles. Ese vértigo de quedarte. Esa indomable sed de alguien y de no estar con nadie. De envolver las caricias en palabras. Esas ganas de cambiar sin renunciar a nada. Esa hambre de imposibles. ¿Cómo pensar en esta confusión contradictoria? Es verdad y mentira, está bien y está mal y no hay salida.
Nada que hacer. Tómate un vaso de agua.
Usa la modestia como una coraza para protegerse. Finge que no sabe lo que mejor sabe. Entre una vanidad con fundamento y una modestia falsa elige la segunda. Hablo del azúcar.
La sal es lo contrario: hace creer que sabe hasta lo no sabe. Su modo de protegerse es la arrogancia. Es vana sin motivo e incapaz de ser modesta.
Conoce a fondo la sal y el azúcar, así sabrás usarlas. La una es muy concreta, la otra demasiado abstracta. Si usas mucho la una, te hace falta la otra, y ambas te hacen vivir en perpetua nostalgia. No hay mejor método que el camino trillado: sal al principio, azúcar al final.
Lo salado, además, sirve para dejarnos satisfechos. Lo dulce en cambio, no es para llenar, sino que es un estímulo para la fantasía. Bien lo dijo el sabido Savinio:
“En el orden de las comidas el dulce ocupa el lugar del vicio, o mejor aún, de un pecado que no estaría mal llamar dulcísimo. No es sin un motivo preciso que el dulce se sirve al final del yantar. Los dulces no los aceptamos sino cuando ya hemos saciado el hambre, apagado la necesidad. El dulce hace olvidar lo que tiene de necesario y por lo tanto de lúgubre y de mortal la operación de nutrirse; nos reconcilia con la parte divina de la vida y hace renacer en nosotros la risa, Castigo gravísimo es dejar a un niño sin postre pues es como quitarle el goce y el consuelo.”
El muy sapiente Artemidoro, mi maestro en sueños, sentenció que no hay fortuna más extraordinaria que la de soñar que se devora carne humana, siempre que no se trate de pariente o persona conocida. Comer carne de hombre en el sueño es excelente auspicio; quiere decir, según el sabio, que uno se adueña de las cualidades de los otros, que empleará en adelante sus virtudes.
El sueño y la comida van unidos. O se sueña con comida o la comida nos provoca pesadillas o nos induce sueños deleitosos.
Si deseas soñar con el que amas cuando se encuentra lejos (o aun si está a tu lado, pues soñar con él es siempre placentero), brebajes hay que semejante fin prometen. Pero son ilusiones chapuceras y de cada diez veces que los tomes, si tienes suerte, una o dos soñarás con el que quieres.
Pero hay una manera de cocer la sopa de cebolla que engendra siempre buenos pensamientos y sueños placenteros. Has de probarla con una condición: es de rigor beberla mientras llueve y siempre que el termómetro baje de los diez grados.
Harás primero una bechamel de las corrientes. Cortarás luego cebollas cabezonas (dos por persona) en rodajas finas y las pondrás a freír en mantequilla. Cuando estén quebrantadas y su color alcance un muy tenue amarillo por encima del blanco, añadirás medio vaso de vino blanco seco y en cuanto el alcohol se haya evaporado, tres tazas de caldo fuerte. Deja hervir seis minutos y pon la bechamel. En los platos hondos de la sopa, ralla un poco de queso de ese con agujeros, amarillo, y riega un dedo de buen brandy. Tómala calientísima y esa misma noche concéntrate en tus sueños.
Pon bloc y lapicero en tu mesita de noche, pues lo que has de soñar será digno de apuntarse antes de que lo olvides. No consultes intérpretes de sueños, que te confundirán, sólo tú entiendes, si acaso, lo que tienes dentro.
No exageres los modales en la mesa. Come con naturalidad y con los dedos, con los palitos chinos, con nuestros cuchillos y cucharas y tenedores. Llévate a los labios la taza, sin ruidos y sin dudas y sin lamer el borde. ¿Precauciones? Muy pocas daba el rey Alfonso X para los hijos de los reyes. No veo por qué tú, que no eres hija de reyes (supongo) debe tener más cuidados que los hijos de Alfonso, a quienes les bastaban las siguientes reglas:
“Sabios hobo que fablaron de como deben fazer aprender a comer et a beber los fijos de los reyes; et dixieron que les deben facer comer, non metiendo en la boca otro bocado fasta que hobiesen comido el primero, porque podría ende venir tan grand daño, que se afogaríen a su hora. Et non les deben consentir que tomen el bocado con todos los cinco dedos de la mano, porque no los fagan grandes; et otrosí que non coman feamente con toda la boca, mas con la una parte; ca se mostrarían en ello por glotones, que es manera de bestias más que de homes; el de ligero non se podría guardar el que lo ficiese que non saliese de fuera de aquello que comiese, si quisiese fablar. Et otrosí dixieron que los deben acostumbrar a comer de vagar et non apriesa, por que quien dotra guisa lo usa, no puede bien mascar lo que come, et por ende non se puede bien moler, et por fuerza se ha de dañar et tornarse en malos humores, de que vienen las enfermedades. Et debenles facer lavar las manos ante de comer, porque sean limpios de las cosas que ante habien tañido, porque la vianda cuanto más limpiamente es comida, tan mejor sabe, et tanta mayor pro face; et despues de comer gelas deben facer lavar, por que las lleven limpias. Et limpiarlas deben en las tobaias et non a otra cosa, por que sean limpios et apuestos ca non las deben alimpiar en los vestidos así como facen algunas gentes que non saben de limpiedat nin de apostura, Et aun dixieron que non deben mucho fablar mientra que comieren, et non deben cantar, porque non es lugar conveniente para ello. Otrosí dixieron que non los dexasen mucho baxar sobre la escudilla mientre que comiesen, lo uno porque es grand desapostura, lo al porque semejaría que lo quieren todo para sí el que lo ficiese, et que otro non tuviese parte en ello”.
Más modales que los anteriores principescos son remilgos y exageraciones.
Hay pesadumbres que hunden, sin remedio, en el más hondo desconsuelo. Y el pesar es tan completo que tú misma te asombras de sufrir tanto y poder soportarlo. Sólo con él podrías aguantar tanta desdicha, pero es él quien se ha ido.
¿Ha muerto quien amabas y puedes resistirlo? ¿Ha muerto el que te hacía soñar y sonreír, y sin embargo aguantas? Antes, cuando él estaba, la vida era otra cosa, tú eras otra. Ahora sientes que has perdido lo que te hacía palpitar, sin darte cuenta, alegre.
No puedo consolarte. No tengo receta alguna que se apiade de tu tristeza y la modere. Al contrario, sólo puedo decirte que sufras a tus anchas, que sufras todo lo que puedas, hasta que sientas que tanta tristeza ya no cabe en un cuerpo. No ahorres lágrimas, chapotea en el dolor con tanta intensidad como antes en el goce.
Porque hay una regla ineluctable que, ahora que la oirás, te hará incluso más triste: con el pasar del tiempo ya no sufrirás tanto; querrás sufrir como antes y no serás capaz. Es imposible sufrir y sufrir por mucho tiempo. incluso a él, a él, acabarás olvidándolo. Pésele al que le pese y pase lo que pase: si al cabo de treinta y seis meses sigues sufriendo como ahora, no sufrirás por él, sufrirás por la culpa de no seguir sufriendo. Aunque fuera sin límites el amor que sentías, el dolor es avaro, dura menos.
Nadie se atrevió, según el Evangelio, a lanzar la primera piedra contra la mujer adúltera. ¿Quién no esconde en su corazón el eco de un mal pensamiento? Lo dijo, si no me engaño, un tipo disoluto: el adulterio es la sal del matrimonio, Es decir que cierta dosis de adulterio es necesaria para no aburrirse mucho, para que no se vuelva soso el yugo conyugal que ata a las esposas con los maridos.
Una cierta dosis que, por supuesto, no es igual para todas. No todos los adulterios se cometen de la cintura para abajo. Bien lo saben los padres de la iglesia: también cometemos adulterio en nuestro corazón. Nada más cierto: en nuestro corazón, en nuestra imaginación, en nuestros sueños. Y de vez en cuando, algunas atrevidas, en la realidad.
Que le seamos fieles a nuestra pareja hasta en los más recónditos pensamientos no sólo es improbable: es poco recomendable. A la salud mental le conviene una rendija de infidelidad, una válvula de escape para el agobio demasiado intenso de la convivencia. No te embeleses en las fantasías, pero no te cercenes de toda fantasía.
Es por eso que, insisto, uno de los secretos para mantener el buen genio consiste en una cierta dosis de adulterio. La cantidad adecuada, como con cualquier droga, varía según las personas. Hay quienes se conforman con fugaces miradas en los buses, con permitirse un goce secreto por los piropos oídos en la calle, con un roce de pies y pantorrillas debajo de la mesa… Hay codiciosas que necesitan más.
A éstas que necesitan más, y no las culpo, les doy una receta, no me lo creerán, de la mismísima Biblia:
“He salido a tu encuentro, ansiosa de verte, y al fin te hallo. Tengo tendida mi cama sobre cordones, la he cubierto con colchas recamadas de Egipto. He rociado mi alcoba con mirra, y áloe, y cinamomo. Ven, pues, empapémonos en deleites, y gocemos de los amores tan deseados, hasta que amanezca. Porque mi marido se halla ausente de casa, ha ido a un viaje muy largo y no piensa regresar hasta el día del plenilunio”.
Trato de hacer entrar un sonsonete en tu cabeza. Un disimulado martilleo de palabras que quisiera alegres. No salen siempre alegres. A veces me contagio de tu propia tristeza y siento que no puedo hacer un chiste. Si no encuentro una broma en la llenura de la miseria cotidiana, voy hundiéndome en el lodo del aburrimiento. Y hasta que no encuentro el gusto de aburrirme, no puedo salir de ahí, hacia otra aventura (culinaria). Si yo pudiera, si los dos pudiéramos comer algo para salir de esta pesadumbre. Nada. No hay. Las pastillas embotan, emboban, alelan, enmemecen Si uno fuera capaz de encontrar ese plato de la felicidad. Crecimos en penosas circunstancias; vivimos en un país triste, violento. Un sitio horrendo y egoísta donde la gente no se quiere. Se quiere matar. Necesitamos, pues, un manjar de alegría.
Lo importante, tal vez lo más importante, es no querer matarse a uno mismo. Luego, estar dispuestos a un ataque de risa. Alguien que tiene risa no se mata o por lo menos espera a que el ataque se le pase.