Una hechicera de los páramos del altiplano, una altiva hechicera, me dio una vez la receta para disolver el recuerdo disgustoso de un mal amor pasado. Para cancelar esa oprobiosa memoria, al parecer, se requiere volver a la sevicia de los rituales salvajes y, como en ellos) es necesario hacer violencia a un animal inocente pero, como el recuerdo, repugnante.
Habrás de conseguirte una babosa, un caracol sin concha, mejor dicho. Una de esas que después de la lluvia se pasean parsimoniosas por el suelo, dejando una estela de baba espumosa que da bascas, como el recuerdo de aquel. Pondrás la babosa sobre un pañuelo de lino de color pastel y cogerás un puñado abundante de sal fina. Echa la sal sobre la babosa y aprecia cómo empieza a retorcerse y entre retortijones a disolverse en nada. No mires más, ata el pañuelo y entiérralo veinte centímetros bajo tierra. Con la babosa disuelta en sal se disolverá también ese asqueroso recuerdo.
No he probado jamás esta receta, pero la risueña sacerdotisa de los páramos me aseguró su eficacia.
Pocos conocen y menos reconocen la eficacia de la cura que pasaré a explicar. Pero es, quizá, la única receta que jamás decepciona. He querido llamarla la cura del rostro, porque no hay quien no tenga en la memoria un grupo no muy grande de caras que, a su vista, producen alegría.
El rito del sosiego es el siguiente. Dos sillas y una mesa, un paté de hígado de ave, tostadas de pan fresco y trigo íntegro, una botella helada de vino de Sauternes, y frente a ti la cara del amigo, de la amiga, el rostro que conoces, uno de esos que con solo verlos nos devuelven la calma.
El paté, a los amigos, les recuerda que son carne. El pan no los deja olvidar que todo nace de la tierra y todo a ella vuelve. El espíritu del vino de Sauternes aviva lo que más nos hace vivos: la posibilidad de unir dos pensamientos.
Quiero decirte ahora de un arte muy antiguo: el arte fisiognórnico. Lo debes cultivar desde muy pronto pues sólo la experiencia te ha de guiar sin tropiezos por el conocimiento de la gente a través de los signos de su cuerpo. Tal vez sin darte cuenta ya ejerces esta ciencia cuando, al ver una cara, haces una hipótesis del que la lleva. Si lo piensas bien verás que cada rostro revela su propia historia; incluso los mejores actores no pueden ocultar las huellas que la vida va cavando en su cara.
Todo el cuerpo nos habla del dueño de ese cuerpo. La forma del cráneo, que tan a fondo estudiaron los frenólogos, no es una clave unívoca y nítida, pero tampoco tan oscura como para no decir nada. Fácil es descartar las frentes muy estrechas, pues ¿qué han de contener menos de tres dedos de materia gris entre el final de las cejas y el comienzo del cuero cabelludo? Evita las cabezas muy pequeñas pues la oligofrenia indica ya la pequeñez de espíritu.
Unos ojos muy separados, unas cejas ausentes, un labio superior que se aprieta sobre el de abajo hasta desaparecer, un cuello demasiado corto, las uñas carcomidas por los dientes, una gran panza, la obesidad del insaciable, la enjutez seca del delgado en extremo, los pies enormes, el arco sospechoso que forman las dos piernas A todo esto y mucho más has de mirar con cuidado y también a la forma de vestir pues como dijo en su Partida Segunda don Alfonso el Sabio, “vestiduras facen mucho conoscer a los homes por nobles o por viles”. En un sector de tu memoria encontrarás avisos que te ayuden a interpretar estas características. Atiende a esos avisos, confía en ti, no te vayas detrás de lo que te inspira asco, tristeza, desconfianza; no trates de vencer lo que crees prejuicios y en cambio son oscuros signos del pasado de tu especie.
Cuando cambias de sitio (de geografía), la memoria padece una crisis de recuerdos. El pensamiento, casi siempre, tiene un recorrido que sigue el curso de los ojos, como tus ojos ven asuntos que casi no reconocen ni disciernen, tendrás un martilleo de imágenes e ideas en la cabeza difícil de desenredar.
Poco tiempo después verás caras conocidas, pero ya no sabrás a qué sitio corresponden, si al de antes o al nuevo. Las miras fijamente sin saber en qué lengua te hablarán, y cuando abren la boca, antes de que el sonido salga, estarás al acecho de todos los indicios. Buscarás algo que te diga si este trozo de existencia Pertenece a tu vida de ahora o a la de antes.
Al amanecer, al abrir los ojos -en ese momento en que la mirada golpea cielorrasos y paredes-, los primeros segundos no estarás segura de en qué sitio te despiertas, tardarás un rato en recobrar el hilo de tu vida, y por un momento sufrirás el temor de que se haya roto definitivamente.
Una mano a tu lado, una nariz conocida, recta o aguileña pero conocida, podrá servirte de ancla a ese pasado que no puedes perder si no quieres extraviarte por los nuevos rumbos. Pero si la decisión era cambiar la geografía para cambiarlo todo, para extraviarte de gusto y empezar de nuevo con la esperanza de que en el otro sitio no reaparezcan los errores de siempre, entonces convendrá no buscar caras sino asomarte a la ventana y hacerte dueña, desde lejos, del paisaje extranjero.
Así mismo, en los sabores, si quieres recordar, en casi todo hallarás reminiscencias y creerás descubrir en la polenta el aroma de la arepa. Si quieres olvidar, en cambio, reconocerás que el olor de las trufas no se parece a nada conocido, que la amargura del radicchio nada tiene que ver con el zapote. Y olvidarás para siempre el sabor del tamarindo, la avara consistencia del mamoncillo, el empalagoso olor de la guayaba.
Uniré dos sentencias ajenas y sapientes con el fin de inducirte a la moderación. La una es de Quevedo, el miope, cojo y lenguaraz Quevedo, que dijo: “Todo lo demasiado siempre fue veneno” La otra es del indigesto Ceronetti, experto entendedor de los silencios del cuerpo: “Por muy poco que comas, comerás demasiado”.
¿Qué es esto, te dirás: un cocinero que me invita a la anorexia? No. Para hacerse entender conviene exagerar. Pero nunca conviene exagerar comiendo: mejor las ganas de repetir que el empalago.
Además, sólo un secreto hay para no engordar comiendo: preparar bien los platos. La mala culinaria es tan desagradable que quita el hambre mal, no sacia el apetito. Los manjares deleitosos no complacen tan sólo la barriga: sosiegan el espíritu y por eso permiten raciones razonables. Mientras peor sea lo que comes, más te atiborrarás de todo aquello, te llenarás sin piedad en busca de un deleite profundo que no llega.
Al que dice quererte ¿cómo creerle? Si hubiera alguna estratagema para saber que no miente, un potaje mágico de color amarillo que, si él lo tomase con cuchara de plata, revelara el secreto de sus verdaderos sentimientos. El potaje se volvería verde en caso de mentira, y naranja subido, casi rojo, cuando fuera seguro que te quiere mucho; y cuanto más subido el rojo, más amor te tendría. Si la sopa, en cambio, conservara su amarillo original, querría decir que en cuanto al corazón le resultas del todo indiferente.
Yo sé que esta receta me haría rico. Sería un invento útil y fácil de entender. Como un semáforo. Me he pasado decenios con polvillos, raíces y verduras, buscando este potaje tornasol. Aún no lo he hallado. Pero a falta de un método infalible, sigue el viejo consejo matemático: hay que creer la mitad de la mitad. Si después de ese par de divisiones queda en pie una llamita alumbradora, empiézale a creer, pero no olvidcs los hombres son cobardes para amar.
Que qué cansancio, que no tiene un minuto. Mentiras. Lo que no tiene es fuerzas para pensar la vida, calma para sentir como transcurre
Cuando él no tiene tiempo, cuando él trabaja mucho y mide los segundos como otros las horas y los días, cuando él es incapaz de sentarse a conversar, sin ansiedad, un rato, no le creas. El trabajo es el escondite que hallaron los hombres para no vivir según un ritmo más humano y más decente. Es su manera de poder estar solos sin tener que decir que quieren estar solos.
¿Recuerdas el precepto antiguo, del amigo de Diótima, “conócete a ti mismo”? Lo recuerdas, claro. Por una vez, conscientemente, me voy a permitir una observación de puro macho chovinista: este precepto no sirve a las mujeres; ellas, antes que a sí mismas, prefieren conocer a los demás. En cuanto a conocimiento, las mujeres tienen una indudable vocación al altruismo.
Las personas, eso lo sabes bien, no nos gustan o chocan por sus grandes gestos, por sus hazañas o sus empresas importantes. Es en lo nimio, en lo ínfimo, en los diminutos detalles insignificantes, donde se encierra el significado de los hombres, su diseño secreto: allí resolvemos si hay afinidad o repelencia.
Una vez, por una confluencia de casualidades que alguno no dudaría en calificar de mágica, me fue revelado el método para conocer a las personas. Es sencillo, pero requiere una desprevención casi infantil para percibir los detalles. Como en una partida de ajedrez,
todos los participantes han de contar con las mismas piezas. Que son cinco:
Un plato de porcelana mediano
Tenedor y cuchillo de buen filo
Una servilleta
Una naranja madura
Quizá, como siempre, mi excesiva simpleza sea decepcionante. Pero he comprobado que en el modo con que una persona corta o pela una naranja, y en el ademán con que la prepara y se la va comiendo, está la cifra y clave de su personalidad, de los motivos de su comportamiento.
Habrás de ver, ante todo, que hay metódicos como teutones y japoneses en todas las razas, y japoneses y teutones caóticos como el más crudo y burdo de los salvajes. Analizarás los detalles. La forma de pelar es de gran importancia: no es lo mismo ese ir dándole la vuelta al fruto, de polo a polo, en forma de curvado caracol, dejando al final una sola serpiente llena de cimas y sinuosidades o especie de resorte, que el corte de los polos y luego las incisiones longitudinales para arrancar pétalos simétricos de piel. No es igual el que en vez de pelarla la parte y con la cáscara se lleva medialunas de naranja hasta la boca donde los dientes se encargan de sacar la pulpa, al que corta una tajada por encima y con el cuchillo remueve lo Interior para irlo sacando poco a poco o el que después de pelarla se la va tragando gajo a gajo.
Formas de comerse la naranja hay casi tantas como personas. Y formas de sacarse las pepitas de la boca, y de hacer muecas ante la dulzura o acidez del líquido. No sé darte la clave de todo movimiento: pero observa a tus huéspedes mientras comen naranja: allí está la cifra de su mundo: allí decidirás si te gustan o no. Incluso en el gesto de esos extravagantes que rechazan la naranja diciendo: “perdón, me hacen daño (la manera de muchos para decir “no me gustan”) los cítricos”, hallarás un motivo de conocimiento, de gusto o de disgusto.