Mi memoria no es soñadora. Antes trabajaba despierta hasta en el sueño, si es que alguna vez conseguí dormirme. Cosa muy poco probable. Ahora trabaja hasta en el no-sueño. Desmemoria rememorante mi mucho mando en eclipse. Escribo entre los remolinos de humo que llenan la habitación. Cámara de la Verdad. Cuarto de Justicia. Aposento de las Confesiones Voluntarias. Postumo confesionario. Mis obras son mi memoria. Mi inocencia y mi culpa. Mis errores y aciertos. ¡Pobres conciudadanos, me han leído mal! ¿Y cuál es la cuenta de tu Debe y Haber, contraoidor de tu propio silencio?, pregunta el que corrige a mis espaldas estos apuntes; el que por momentos gobierna mi mano cuando mis fuerzas flaquean del absoluto Poder a la Impotencia Absoluta. ¿Cuál es la cuenta, regidor perpetuo de tu desconfianza? En medio del humo la mano se cuela en mis secretos. Hurga. Separa la paja del grano. Granos muy pocos. Quizás uno solo: Muy pequeño. Diamantífero. Brillando enceguecedoramente sobre el negro almohadón de las Insignias. Paja mucha; casi todo el resto. Destinada a consumirse en el fuego. La mano de hierro fuerza a mi mano. Siempre alerta contra todo, escribe mi mano por mandato de la otra. No puedes soportar la sospecha y no puedes salir de ella. Emparedado en tu cóncavo espejo, has visto y seguirás viendo a un tiempo, repetido en sucesivos anillos hasta el infinito, la tierra en que estás acostado ensayando tu yacer último-último-primero. Selvas. Esteros. Nubes. Objetos que te rodean. La imagen espectral de tu raza dispersa como arena del desierto. Has jugado tu pasión a sangre fría. Cierto. Mas la has jugado sobre el tapete del azar. La pasión de lo Absoluto ¡ah mal jugador!, te ha herrumbrado y carcomido poco a poco, sin darte cuenta mientras vigilabas tus cuentas al centavo. Te has conformado con poco. Has puesto sobre el aerolito tu pierna enormemente hinchada. Está ahí, preso. Tú, encerrado con él. Sientes que late y respira mejor que tú. Sientes en el meteoro el pulso natural del universo. En cualquier momento puede regresar a sus caminos siderales. Estos perros del cosmos no enferman de hidrofobia. Tú ya no puedes moverte. Salvo esta mano que escribe por inercia. Acto vestigial de un Hábito absolutamente gratuito. Sólo te falta caer en la fosa. En lo más hondo del embudo-espejo. Cualquier rayo de luz que penetre su envoltura de insólita refracción, más pesada que la atmósfera de Venus, seguirá un arco invariablemente más agudo que tu propio pensamiento… ¿Me estoy repitiendo? No; porque no es mi voluntad la que se moja de tinta y se expresa en signos. Sin embargo, ¡sí! La Voz repite los pensamientos que alguna vez anoté en mi almanaque. ¡Los tenía completamente olvidados! ¡Los apuntes de Al-mastronomía que escribí el 13 de diciembre de 1804! La imagen del cóncavo espejo y el rayo de luz repitiendo en sucesivos anillos al infinito el ojo que mira hasta hacerlo desaparecer en sus múltiples reflejos. En esta perfecta cámara de espejos no se sabría cuál es el objeto real. Por lo tanto no existiría lo real sino solamente su imagen. En mi laboratorio de alquimia no fabriqué la piedra filosofal. Logré algo mucho mejor. Descubrí este rayo de rectitud perfecta atravesando todas las refracciones posibles. Fabriqué un prisma que podía descomponer un pensamiento en los siete colores del espectro. Luego cada uno en otros siete, hasta hacer surgir una luz blanca y negra al mismo tiempo, allí donde los que únicamente conciben lo doble-opuesto en todas las cosas, no ven más que una mezcla confusa de colores. De este descubrimiento no llegó a enterarse mi maestro Lalande, a quien el papa en la misma fecha del 13 de diciembre de 1804 le dijo que un astrónomo tan grande como él no podía ser ateo. ¿Qué habría dicho de mí el Sumo Pontífice, de haber venido al Paraguay donde le tenía reservado el cargo de capellán? ¿Qué habría dicho Su Santidad, bañándose en la espesa atmósfera de Venus, al ver en mi cóncavo espejo el espectro de Dios salido del prisma? ¿También me habría llamado ateólogo? Cuando fijé la fórmula, mi propio pensamiento era un prisma y un espejo-embudo. Hasta el último grano de polvo se reflejaba en él. Hacía titilar la página del éter. En otro tiempo, me repito, escribía, dictaba, copiaba. Me lanzaba por las pendientes de papel y tinta. De repente el punto. Súbito fin del desenfreno. El punto en que lo absoluto empieza a tomar del revés la forma de la historia. En un principio creí que yo dictaba, leía y obraba bajo el imperio de la razón universal, bajo el imperio de mi propia soberanía, bajo el dictado de lo Absoluto. Ahora me pregunto: ¿Quién es el amanuense? No el fide-indigno, desde luego. En aquel tiempo le mandé que se descalzara, de modo que la sangre acumulada en los pies al calor de los botines-patria se expandiera a la cabeza. Subió la sangre y activó un poco más las pilas del encéfalo sulfatadas de sebo, desamparadas de materia gris. Se le subió la sangre, mas también se le subieron los humos. Épocas del comienzo de la Dic tadura Perpetua. No le bastó al fideindigno la frescura del piso. Perfeccionó el invento. Él mismo se trajo la palangana de agua fría. Durante más de un cuarto de siglo tuvo metidos los pies en esa agua negra que se volvió más espesa que la tinta. Sin saberlo, sin proponérselo, logró contradecir a Heráclito. Los pies anfibios del amanuense se bañaron en la misma agua inmóvil en un siempre bastante parecido a la eternidad. Tira el agua sucia y maloliente, Patiño. Cámbiala. Señor, con su licencia yo la dejaría por ahora en la palangana nomás. Ya tiene la forma de mis pies. Si la cambio, no sé qué puede pasar. Capaz que haga de nosotros herrumbre, o qué. Capaz. ¡Dios nos guarde!, que el agua nueva me derrita los pies y hasta todo el cuerpo. ¡Qué sé yo! Al agua del río y hasta al agua de lluvia les tengo mucho miedo. A la una porque corre. A la otra porque cae igual que la cola llovida hacia abajo de la vaca o del caballo. Razón no del todo desjuiciada la de mi Sancho Panza. ¿No alegaba el Sabio rey Salomón que el tiempo devora al hierro con herrumbre y al hombre con incertidumbre? ¿Se quiere algo más fijo e inmóvil que el Padrenuestro? Y sin embargo el Padrenuestro se mueve sin cesar en la boca de la gente. El pensamiento del Padrenuestro es más ágil que doce mil Espíritus Santos, aun si cada Espíritu tuviera doce capas de pluma, y cada capa tuviera doce vientos, y cada viento, doce victoriosidades, y cada victoriosidad, doce mil eternidades. Los Grocio y los Pufendores hacen la misma observación. Dicen que sus cláusulas ya estaban en uso en la época de Cristo. ¡Vaya usted a contradecirles! ¿Dónde la contraprueba? Lo que Cristo hizo, afirman, fue recogerlas y ensartarlas cual pepitas de oro, de mirra y de incienso. ¡Ah, el humo se espesa y la tos absorbe las funciones del pensamiento! ¡Ahora soy yo quien estornuda! Por la noche me arrodillaba ante la palangana del amanuense. Al cono blanco de la vela, me inclinaba sobre el redondo espejo negro. Juntaba las manos y quedaba a la espera en actitud de orar. En algún momento, a las cansadas, algunas veces, no siempre, veía deslizarse muy lentamente borrosas imágenes parecidas a nubes, de un horizonte a otro sobre la superficie de betún. ¿Pensaban pues los pies del fiel de fechos al revés de su mente memoriosa e ignara? Alguna cosa secreta pensaban esas plantas anfibias. También oía voces, algunas veces; algo semejante al runruneo de una procesión marchando por las calles detrás del palio del Santísimo. Pensar en el amanuense me llevaba a Aristóteles cuando sostenía que las palabras de Platón eran volanderas, movedizas y, en consecuencia, animadas; me llevaba a Antífanes cuando sostenía que las palabras dirigidas por Platón a los niños se congelaban a causa de la frialdad del aire. Debido a ello, no eran entendidas hasta que las palabras se tornaban viejas; los niños también se tornaban viejos, y entonces entendían algo muy distinto de lo que las palabras decían al principio. Mas los pies del amanuense, ¿qué pensaban? ¿Qué decían? ¿Eran animadas sus palabras como las de Platón? Si algo decían no era en castellano, guaraní, latín, en ninguna otra lengua viva o muerta. Las imágenes no pasaban de nubes muy blancas que adoptaban formas de animales desconocidos. Bestiarios. Fabularios. A veces, teñidas por los reflejos de algún diminuto sol sumergido, las nubes viraban al color azulenco que encapota el ojo de los tuertos; al opalescente de las telillas de las cataratas, o al almagrado y gualda de los tigres en celo. Nada más que esto. Ninguna revelación en el Patmos de la palangana. Sin embargo, hay que andar con cuidado. Nunca se puede saber. Un piojo puede volar montado en una caspa. Las revelaciones más profundas toman a veces los caminos más groseros e inesperados..Petronio opinaba que los mundos se tocan entre sí en forma de triángulo equilátero, y que en el centro de ellos está la residencia de la Verdad. Allí habitan todas las palabras, ejemplos, ideas e imágenes de todas las cosas pasadas y futuras.
En el infierno del verano, aun en las noches más calurosas, la palangana se mantenía obstinadamente muda. A la luz de la vela, de la luna, del farol más potente, el agua pesada dormía lisa, sin sueños. A pata suelta. Era con las primeras heladas del invierno cuando empezaban las nubes y los rumores. Ensayé los más diversos reactivos de ácidos, de sales, de substancias destiladas del alforfón o trigo sarraceno, del licopodio y otras muchas esencias aperitivas. El polen seminal de las plantas es muy inflamable. Lo más que conseguían era poner en erección alongadas burbujas que estallaban silenciosamente arrojándome a la cara la fetidez de los ojos de gallo del mulato. Toda una noche trabajé con el soplete de acetileno, a ver si podía descongelar las palabras y figuras encerradas en esas nubes, en esos susurros. La llama del soplete se tornó más blanca hasta ser una blancura de hueso que encandilaba los ojos; el agua, más negra, hasta que empezó a hervir despidiendo un vapor sulfuroso. El soplete explotó. Sus fragmentos se incrustaron en las paredes, semejantes a esquirlas de granada. A la mañana siguiente, observé con el mayor disimulo y atención el comportamiento de mi amanuense. De tanto en tanto, en las pausas del dictare, levantaba un pie y lo rascaba bajo la mesa, mientras las gotas caían, horadando la piedra de mi paciencia. Las sentía caer cual gotas de plomo fundido sobre las zonas más sensibles de mi pierna gotosa, agudizadas por el ataque de acefalea que me duraba desde la noche. ¿Qué pasa, Patiño? ¿Por qué te rascas el pie? Nada, Señor, parece que el agua está un poco caliente nomás. Resulta que me está sacando un poco de sarnapullido o sarampiún, o no sé qué. Con su permiso, Señor, voy a ir a cambiarla. ¡No!, le rogué yo ahora, gritando casi. ¡No la cambies! A su orden, señor. A mí me da gusto luego el agua un poco tibia. Los pies refrescan sin segundo después al viento de la hamaca, cuando uno duerme la siesta a pata suelta. Yo pensaba guardar esa agua con los secretos pensados por las patas de mi amanuense. ¡Tan infinitamente astuto el mulato, que previo esta última posibilidad, y volcó adrede la palangana! Lo pisado pasado, habrá dicho al irse.