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¿No estás copiando lo que te dicto? Señor, estoy disfrutando de oirlo contar esa divertida historia de la calavera habladora. ¡No he escuchado en mi vida otra más divertida! Después copiaré, Señor, el párrafo de los sepultureros que está casi íntegro en aquel sucedido que el Juan Robertson traducía en las clases de inglés. Copia no lo contado por otros sino lo que yo me cuento a mí a través de los otros. Los hechos no son narrables; menos aún pueden serlo dos veces, y mucho menos aún por distintas personas. Ya te lo he enseñado cabalmente. Lo que sucede es que tu maldita memoria recuerda las palabras y olvida lo que está detrás de ellas.

Durante meses lavé el cráneo oxiflorecido en una cueva del río. El agua se volvió más roja. Desbordó en la creciente del año setenta que por poco se lleva el melodioso palacio de don Melo. Cuando entré a ocupar esta casa al recibir la Dictadura Perpetua, la reformé, la completé. La limpié de alimañas. La reconstruí, la hermoseé, la dignifiqué, como corresponde a la sede que debe aposentar a un mandatario elegido por el pueblo de por vida. Dispuse la ampliación de las dependencias; su nueva distribución, de modo que en la Casa de Gobierno se encontraran los principales departamentos del Estado. Mandé cambiar los antiguos horcones de urundey por pilares de sillería. Ensanchar los aleros de los corredores en los que hice poner escaños de madera labrada; lugar y asiento que desde entonces colmáronse cada mañana con la multitud de funcionarios, oficiales, chasques, soldados, músicos, marineros, albañiles, carreteros, peones, campesinos libres, artesanos, herreros, sastres, plateros, zapateros, carpinteros de ribera, capataces de estancias y chacras de la Patria, indios corregidores de los pueblos portando la vara-insignia en la mano, negros esclavos-libertos, caciques de las doce tribus, lavanderas, costureras. Todo aquel que hasta aquí se llega para entrevistarme. Cada uno sube en derecho de sí ocupando su lugar ante la presencia de El Supremo que no reconoce privilegio a ninguno.

La última vez que mandé refeccionar la Casa de Gobierno fue cuando hice entrar al meteoro a mi gabinete. Se negó a hacerlo por la puerta. De entrada no se pueden exigir buenos modales a una piedra-azar. Los meteoros no conocen la genuflexión. Hubo que voltear dos pilares, un lienzo de pared. Al fin, el aerolito subió a ocupar el rincón. No en derecho de sí. Vencido, prisionero, encadenado a mi silla. Año de 1819. Se estaba incubando la gran sedición.

Cegué el aljibe. Si el teatino, capellán del gobernador, o quien fuera, se arrojó verdaderamente al aljibe, eso debió de haber sucedido por los días del desjesuitamiento de 1767, para escapar de la fulminante cédula que cayó sobre los padres de la Compañía sin darles tiempo de decir Jesús ni amén.

El equívoco del origen de la Casa de los Gobernadores como Casa de Ejercicios Espirituales, provino del hecho de haber sido construido el edificio con los materiales que figuraban en el inventario general o cuentas de bienes de los expulsos bajo el rótulo de Real Secuestro. Ves, Patiño, en ese tiempo los secuestradores eran los reyes. Terroristas por Derecho Divino.

Los gobernadores Carlos Morphi, llamado el Irlandés y tambien el Desorejado a causa de la mosca; luego Agustín de Pinedo; luego Pedro Melo de Portugal; todos ellos la ocuparon en esta creencia, si bien no se dedicaron en ella exclusivamente a ejercicios espirituales para la salvación de sus almas.

Causa del equívoco: El aljibe. ¡Cretinos! Nadie se arroja a un aljibe para salir al otro lado de la tierra. Mandé trasladar el brocal al obispario. Su adorno de hierro forjado en forma de mitra, destinada a sostener la roldana, encantó al obispo. Mas aquella mañana el gobernador Velazco aún estaba allí. Encorvado sobre el brocal.

La cabellera embocada en el arco mudejar, en lugar de la roldana. Lamentaciones, plegarias de los que contemplaban la escena queriendo en el fondo de esas preces que el gobernador se arrojara de una vez al fondo. Tu padre contóme que oyó murmurar al asesor Pedro de Somellera y Alcántara: ¡Arre, viejo sordo! ¡Arrójate al cántaro antes de que sea tarde!

Abrazado a su panza, el gobernador persignó el aire con la cabeza. Las patas de Héroe lo tenían abrazado por detrás. Don Bernardo abrió la boca con ansia de lanzar el grito que no salía. Salió la parvada que había ingerido. Callaron las roncas Aves, las Salves, los murmullos. Los curiosos se desvanecieron en los vanos. Calmado al fin, el gobernador retornó al despacho. Empezó a dictar el oficio al virrey:

Corren ciertas malicias con las que se está abrumando al vulgo estúpido para inclinarlo a la credulidad y alborotarlo en la desobediencia; especies tan irracionales que no pueden hacer la menor impresión en gentes sensatas pero que excitan funestamente a la bestia de la plebe, de modo que no es posible por ahora desengañarla. Los patricios y fieles vasallos me apoyan, respaldan nuestra causa en su totalidad. Por más que he estado y estaré cuidadosamente atento a indagar cuanto pueda conducir a la averiguación del promotor o los promotores de tales agitaciones, bien sea descubriendo alguna carta o bajo cualquier otro arbitrio, en lo que mis ayudantes son muy expertos, en especial mi asesor, el porteño Pedro de Somellera. Hasta ahora sólo he alcanzado a escuchar voces extendidas entre el vulgo, incapaz de dar razón de dónde o cómo las han concebido.

Tu padre pasó en limpio el oficio que por poco no rebuznaba ni mugía, puesto que la voz de don Bernardo no daba para más. Por la tarde me hizo llamar. A solas en el gabinete metió su cornetín en mi oreja. El soplo cavernoso me habló de esas especies irracionales esparcidas entre la plebe. Inmensa, poderosa bestia, a la que hay que amansar a todo trance, dijo Velazco, aunque sea usando un poco la picana. Su tío de usted, fray Mariano, me aconseja con justísima razón que es peligroso decir al pueblo que las leyes no son justas porque las obedece creyendo que son justas. Hay que decirle que han de ser obedecidas como ha de obedecerse a los superiores. No porque sean justos solamente, sino porque son superiores. Así es como toda sedición queda conjurada. Si se le puede hacer entender esto, la populosa bestia se aplaca, agacha la cabeza bajo el yugo. No importa que esto no sea justo; es la definición exacta de la justicia.

El poder de los gobernantes, me asegura sabiamente su tío, está fundado sobre la ignorancia, en la domesticada mansedumbre del pueblo. El poder tiene por base la debilidad. Esta base es firme porque su mayor seguridad está en que el pueblo sea débil. Tantísima razón la de fray Mariano Ignacio, mi estimado Alcalde de Primer Voto. Observe V. Md. un ejemplo, continuó corneteando el gobernador-intendente: La costumbre de ver a un gobernante acompañado de guardias, tambores, oficiales, armas y demás cosas que inclinan al respeto y al temor, hace que su rostro, aun si alguna vez se ve solo, sin cortejo alguno, imprima en sus subditos temor y respeto, porque nunca el pensamiento separa su imagen del cortejo que ordinariamente lo acompaña. Nuestros magistrados conocen bien este misterio. Todo el aparato de que se rodean, e indumento que gastan, les resulta muy necesario; sin ellos verían reducida su autoridad a casi nada. Si los médicos no cargasen el maletín con sus ungüentos y pociones; si los clérigos no vistiesen sotanas, bonetes cuadrados y amplios manteos, no habrían logrado engañar al mundo; igualmente los militares con sus deslumbrantes uniformes, entorchados, espadines, espuelas y hebillas de oro. Sólo las gentes de guerra no van disfrazadas cuando van de verdad al combate con las armas a cuestas. Los artificios no sirven en el campo de batalla. Por eso es por lo que nuestros reyes no han. buscado augustos atavíos sino que se rodean de guardias y gran boato. Esas armadas fantasmas, los tambores que van a la vanguardia, las legiones que los rodean, hacen temblar a los más firmes encapuchados-complotados. Precisaríase una razón muy sutil para considerar como a un hombre cualquiera al Gran Turco guardado en su soberbio serrallo por cuarenta mil jenízaros. Es indudable que en cuanto vemos a un abogado con birrete y toga como V. Md., tenemos de inmediato una alta idea de su persona. Sin embargo, cuando yo exercía el cargo de gobernador de Misiones, me movía solo, sin custodia, sin guardias. Claro es que por ahí habían andado los hijos de Loyola que en cien años lograron una casi perfecta domesticación de los naturales. De entre ellos no va a surgir ningún José Gabriel Cóndor Kanki. Y si se alzara en estas tierras un nuevo Tupac Amaru, volvería a ser vencido y ajusticiado como o fueron a su debido tiempo el rebelde José de Antequera, el inca rebelde, los rebeldes de todo tiempo y lugar.

Aquí, en Asunción, he tomado por regla de justicia seguir la costumbre con la mayor templanza posible. Por eso me quieren y me respetan. La indulgencia me es connatural. Si no siempre he hallado lo justo, al menos abrevo en la fuente de una moderada justicia. ¿No lo cree así V. Md.? El cornetín prendió su forma de signo de interrogación delante de mis ojos. Permanecí en silencio. El cornetín volvió a zumbar en la boca de don Bernardo:

Vuesa merced, Alcalde de Primer Voto, descendiente de los más antiguos hijosdalgo y conquistadores de esta América Meridional, según rezan las informaciones sumarias sobre su genealogía; el más conspicuo de los hombres de esta ciudad por su ilustración tanto como por su celo, debe saber algo acerca de los promotores, de los propagadores de tales irracionales especies. Dígame pues, con toda franqueza, lo que sepa de estas habladurías.

Mirándole fijamente le respondí: Si no lo supiera se lo diría, viejo borbonario. Mas como lo sé no se lo digo. Así quedamos en paz. No se alteran las cosas. Ni delaciones ni dilaciones en este día de nada y víspera de mucho, pues aunque el hablador sea loco, el que escucha ha de ser cuerdo. Volvió a la carga el cornetín: Como digno súbdito de nuestro Soberano debe contribuir a mantener el orden y concierto, la tranquilidad pública en esta provincia. El virrey Cisneros me ha prevenido sobre la multitud de papeles anónimos contrarios a la causa del Rey que se están enviando desde Buenos Aires a Asunción. Un verdadero diluvio. He encomendado al asesor Somellera la investigación de estas actividades subversivas. Ayúdenos V. M. en su carácter de Síndico Procurador General.

El soplido que me instaba a ser soplón me arañaba la trompa de Eustaquio. Mi fastidio estalló. Cogí el cornetín. Lo metí de golpe en la peluda oreja del gobernador. Grité a voz en cuello: ¡Rebuzno de asno sin pelo no llega al cielo! El gobernador rió muy satisfecho. Retiró la mano no de mi vientre donde la tenía apoyada como para incitarme a la confidencia y estimular la evacuación. Me palmeó familiarmente. Ya sabía yo que S. Md. entiende la cosa. No dudaba que su ayuda me iba a ser de mucha importancia, mi doctísimo amigo. Siga proporcionándomela en honor a nuestro amado Soberano. Quien con fe busca siempre encuentra, dije por decir algo. Y él, no tanto para responder al dicho como por hacerse dueño de su empeño, extendió su alón de terciopelo: ¡De esta capa nadie escapa! Cáyósele el cornetín. Desapareció en las encrucijadas del piso. Durante un buen rato gateamos los dos bajo la mesa topándonos los cuernos, los cascos, los traseros, en esa especie de arrastrada tauromaquia. Por último, amigotero, bonachón, Héroe levantó triunfalmente de la escupidera el cornetín chorreante. Se lo entregó al amo en un pase de verónica.

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