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– Coria -dijo él con voz vacilante, sin moverse, sin mirar el billete, sin despegar tampoco él los ojos del rostro de Dora-. Tengo que hablar con usted.

– Me llevó por la fuerza a un amueblado -dijo Dora, precipitadamente, y en seguida se puso pálida y se echó a llorar.

El cajero se volvió rápidamente, apretó un botón, la caja registradora produjo un súbito estrépito breve que culminó con un breve timbrazo.

– Vamos -dijo Coria.

En la vereda él se paró. Coria lo tocó con el pecho. También se detuvo.

– Aquí no -dijo Coria-. Aquí nada. Vamos al coche.

Dora continuaba llorando, él la oía. Coria se sentó frente al volante y Dora a su lado. El y Garcilaso se acomodaron en el asiento trasero. Garcilaso lo miraba en la penumbra del coche.

Coria se volvió hacia él, sin mirarlo.

– Dame las llaves -dijo.

Él las buscó en su bolsillo y se las entregó. Las llaves produjeron un suave tintineo.

– Y me amenazó -lloriqueaba Dora- y me llevó engañada al amueblado, y dijo que iba a pegarme.

Coria le dio un golpe en el hombro. El coche salió de la parada, pasó frente a los andenes de la estación y dobló a la izquierda junto al correo.

– Aquí nada -dijo Coria furiosamente-. Ni una palabra. ' Otra vez el coche comenzó a rodar por la avenida del puerto, y él suspiró, y se recostó sobre el asiento, y cerró los ojos. Los abrió cuando advirtió que estaba atravesando el puente colgante, oyendo el ruido peculiar producido por el Chevrolet al deslizarse velozmente sobre el maderamen. A través de la ventanilla vio el río, los reflejos lunares bailoteando locamente sobre la turbulenta superficie, y más allá las masas irregulares de las islas. Cuando dejaron atrás el puente y el automóvil ganó la lisa carretera abierta entre los sauces cerró los ojos nuevamente, volviendo a suspirar de un modo más inaudible esta vez, y nuevamente se recostó contra el respaldo del asiento. Por las vibraciones de la carrocería y el silbido del viento percibió que Coria aceleraba. "Es capaz de matarme", pensó, pero no con temor, ni con furia, ni siquiera con tristeza: de nuevo fue invadido por esa corriente sibilina y cálida, por ese suave y sibilino mar tibio y pesado en el que se sumergía, y cuyo contacto lo hacía repetir con la regularidad de un metrónomo algo que estaba más allá de todas las palabras y que, redondeando, separado, hecho frase, era parecido a "No soy nada, nadie es nada, todo es inevitable y merecido"; algo que él podía hacer retroceder de un solo modo (las vibraciones aumentaban, el viento silbaba) y entonces recordó a Dora: la cálida mañana del final del verano ascendiendo entre los árboles de la plaza detrás de su figura encogida, alzando la cuchara de sopa, la mirada tocada por unas olas tibias de nostalgia y unos destellos grises de desesperación o de tristeza.

El coche disminuyó la velocidad, fue casi deteniéndose. Con los ojos cerrados percibió unas luces rápidas iluminando el interior del automóvil y oyó un grito rápido y amable que llegaba desde el exterior. "El control policial", pensó. "Ahora va a doblar por el camino de Colastiné norte, va a ir para el lado de la costa".

En efecto, así fue. El Chevrolet salió del asfalto, cosa de un kilómetro más adelante, y tomó un sendero lateral lleno de pozos, avanzando pesadamente. En medio del campo, a unos quinientos metros de la carretera, Coria detuvo el automóvil.

– Abajo todos -ordenó, apagando los faros.

El viento era fresco e intenso. La noche estaba clara, aunque el cielo, estrellado, ahora se hallaba ligeramente velado. Los cuatro se pararon en círculo, dándose las caras apenas discernibles en la penumbra. A lo lejos se oían ladridos de perros y un perezoso acordeón tocando un valsecito. Él miró a Dora; no alcanzaba a ver demasiado. Sólo la oía llorar, quedamente.

– Dora -dijo.

– Ni una palabra -dijo Coria con dureza-. A ver Dora, qué pasó.

Dora dejó de llorar. Garcilaso miró a su alrededor y habló con un tono ligeramente preocupado y reflexivo.

– ¿Cómo vamos a dar la vuelta en un camino tan angosto? -dijo.

Nadie le respondió.

– Fue a buscarme a las ocho y media -dijo Dora-. Me llevó al sur. Me dijo que me estabas esperando ahí. Cuando llegamos me amenazó. Tuve que quedarme. Por eso demoramos.

Coria se volvió hacia él.

– ¿Es cierto eso? -dijo.

El no respondió.

– ¿Es cierto? -dijo Coria.

Entonces tuvo una ocurrencia feroz. Ni siquiera miró a Coria. Se volvió ligeramente hacia el otro, alzó con lentitud el brazo, y señaló el bolsillo superior del pantalón.

– Ese llavero, esa calavera -dijo-. ¿Es de plástico?

No sintió el golpe, supo que se trataba de un golpe entre el pómulo y la oreja, pero no lo sintió. El dolor tampoco. Voló dos metros y cayó sentado sobre la arena. Le chillaba terriblemente el oído. Los otros dos estaban todavía inmóviles, como si en vez de haberle pegado uno de ellos, una succión poderosa lo hubiera absorbido hacia atrás convirtiendo simultáneamente en piedra al Ñato y a Coria. Dora se volvía en ese momento hacia el lado opuesto en que él se hallaba, dándole la espalda. No le costó demasiado levantarse: se apoyó sobre uno de sus largos brazos huesudos, hizo presión y, hop, arriba. Comenzó a sacudirse la ropa, sintiendo la palma de las manos y los fundillos del pantalón llenos de arena. Avanzó hacia el grupo. Le chillaba terriblemente el oído.

– ¿Quién se estará acordando de mí? -murmuró, riéndose.

– ¿Eh? -dijo el Ñato con distracción, ocupado en lanzarse hacia adelante, el brazo derecho estirado y el puño cerrado. El golpe le dio en plena cara pero no lo tumbó: lo hizo elevarse un poco y caer de pie y trastabillar un momento, pero no lo envió a tierra. Con los ojos cerrados se llevó las manos al rostro y se tocó la boca y la nariz con la yema de los dedos, comprobando que sangraba. Todavía no había comenzado el dolor. Retuvo por un momento la imagen del Ñato saltando para alcanzar su rostro: eso si que era un plato: había saltado como una rana, debido a su baja estatura, para alcanzar su rostro. Estuvo a punto de decir algo, referido al asunto, porque en realidad había saltado, él lo había visto, pero de repente su pensamiento se ensombreció. No pensó nada, sólo cayó una sombra sobre su pensamiento, como una sábana corriéndose sobre un rostro que acaba de morir, y ahora lo estaban golpeando sin cesar en el rostro y en el cuerpo: en el pecho, en los brazos, en las piernas, en el estómago. Alzó los brazos frente a la cara, la palma de las manos vuelta hacia los golpes, no porque pensara o quisiera librarse de alguno, sino simplemente porque quería pedir una tregua.

– Un momento. Por favor. A ver, un momento -dijo.

Quería saber quién le había pegado primero. Por nada del otro mundo, pierdan cuidado, quería decirles, no para vengarse después ni para denunciarlo a la policía, sino porque en ese momento lo había invadido la duda, no se había fijado de dónde había provenido el primer golpe y ahora no podía sacarse la duda de la cabeza. Pero ahora no había sombra sobra su pensamiento, ni siquiera duda.

– El reloj -dijo-. Cuidado esa mano. Ojo la esfera.

– Hacete a un lado, Ñato -dijo la voz de Coria-. Hacete a un lado te digo.

– Deme lugar. Deme lugar, don Coria -dijo la atareada voz del Ñato.

La voz temblorosa de Dora resonó en la lejanía.

– Bueno, basta -dijo-. Basta de una vez.

– Ojo esa mano -dijo él-. Ojo Dora esa mano.

En el suelo siguieron dándole con los pies hasta que quedó inmóvil. No se desmayó. Él creyó que no, que no se había desmayado, porque pensaba "No me desmayé", pero cuando comenzó a incorporarse lentamente, cuando comenzó a abrir los ojos y quedó sentado en el suelo con las piernas estiradas, no había ni siquiera rastro de Dora, ni de Coria, ni de Garcilaso, ni del Chevrolet. Estaba solo. Había un silencio total a su alrededor. Soplaba un viento frío. El cuerpo le dolía terriblemente. "Ahora hay que levantarse despacito", pensó (y recordó hacía un momento: apoyar la mano en el suelo y hop, arriba), "y comenzar a caminar". No fue tan fácil como él creía. Volvió a caerse antes de ponerse por fin de pie. Así estaba al pelo, estaba de pie por fin: en la lejanía vio una luz amarillenta, móvil, desplazarse horizontalmente sin parpadear; eran los faros de un automóvil, aquello era el camino. "Bueno", pensó. "Ahora hay que ponerse a caminar". Otra vez cayó una sombra sobre su pensamiento. "¿Adonde?", murmuró apenas estuvo en condiciones de pensar nuevamente, y quedó inmóvil un segundo, cuando la última luz destelló en su interior y pudo sentir que las palabras se formaban sólidas, ásperas, inevitables, pensadas para siempre: "Ahora puede reventar toda la humanidad, conmigo a la cabeza. Ahora soy libre".

Pero ni él ni la humanidad habían reventado, afortunadamente, pensaba ahora, una semana más tarde, sentado frente al volante del Chevrolet: era un sábado, cerca del mediodía, y llovía sin cesar desde el alba, una lluvia fría, invernal, quebrantando el cálido y abierto esplendor de la reciente primavera. Se dirigía hacia la estación de ómnibus llevando dos pasajeros, una pareja de jóvenes: el muchacho era bajo y grueso, de unos veinte años, y ella parecía casi de la misma edad. Les había ayudado a colocar las valijas en el baúl trasero, los ayudaría a bajarlas en la estación. No estaba obligado a hacerlo pero lo haría. Miró a la chica a través del retrovisor: era bellísima y llevaba un impermeable marrón que le iba al pelo, pero se hallaba recostada contra el respaldo del asiento con una expresión grave y pensativa. El muchacho escapaba al campo visual del retrovisor. Con disimulo hizo girar el retrovisor, fingiendo acomodarlo, para ver su rostro. El muchacho no lo advirtió, se hallaba sumamente absorto en sus pensamientos. En seguida puso el retrovisor en su lugar: el del muchacho era un rostro que parecía expresar excitación, desesperación y pesadumbre.

Entonces se entretuvo contemplando el monótono y regular movimiento del limpiaparabrisas arrasando el agua que caía sin cesar sobre los vidrios. La ciudad se hallaba casi desierta; el Chevrolet avanzaba lentamente. Era una mañana de atmósfera verdosa y extraña, muy fría, insólitamente invernal en medio de la primavera, pero él, avanzando en el automóvil, sentía una especie de satisfacción ante aquella obligada lentitud que prolongaba su día, las horas dentro del seno cálido, el envolvente mar que quedaba durante un largo día sin transcurrir, en suspenso, con él adentro. Afortunadamente ni la humanidad ni él habían reventado, pensaba ahora, recordando aquella noche en que llegó caminando con paso de borracho hasta el asfalto, sabiendo que iba a resultar imposible pasar en su estado frente al control policial sin que lo detuvieran, y recordando asimismo cómo vio, de pronto, volviendo la cabeza en dirección opuesta a la ciudad, los resplandores rojos y verdes del letrero luminoso de la "Arboleda". "Qué diablos, el cuerpo me dolía sin asco", pensó ahora, casi sonriendo. Todavía, y había pasado una semana, rengueaba ligeramente de la pierna derecha; todavía, si hacía cualquier movimiento demasiado brusco, el brazo izquierdo le daba tirones. El ojo y los labios se le habían deshinchado en gran medida, debido más que nada a los cuidados de

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