De ahí que las visitas de fin de año le resultaran tan oprimentes e insoportables y que no permaneciera en su casa más que la Nochebuena y el feriado de Navidad y la noche de fin de año y el feriado del primero de enero. La noche del veinticinco de diciembre regresaba a la ciudad y volvía al pueblo la noche del treinta y uno. Llegaba alrededor de las once. Esperaba el fin de año junto a la mesa servida, tomaba una copa de sidra y comía un pedazo de pan dulce (había observado también que en su casa no encontraba gusto por la comida; que él, que no era goloso aunque sí frugal, no podía sentir en la mesa de su casa el mismo placer que sabía experimentar ante la mesa servida de la pensión en la ciudad) y se iba a dormir para apresurar el día siguiente, que ocupaba realizando visitas a sus viejos amigos del pueblo. Regresaba a la ciudad por la noche. Y ya en el ómnibus, más de una vez, al experimentar ese obsceno sentimiento de alivio que lo invadía apenas el ómnibus se ponía en marcha, había sentido una especie de nostalgia, algo semejante a la amargura, originada por el hecho de que no podía explicar a su familia aunque hiciera un poderoso esfuerzo para lograrlo, que él no se sentía ni ofendido ni enojado por esa situación irregular que ellos pretendían que él aceptara, que no había tampoco ninguna cuestión moral de por medio, y que él le habría permitido a su padre una sumisión mayor o un sadismo mucho más marcado, y a su hermana una disipación sin límites, con tal de que no pretendieran, como lo hacían, obligarlo a él a ser el juez en última instancia de esa causa perpetua que se estaba ventilando en su casa.
Por otra parte, y a diferencia de los otros choferes, no tenía franco. No lo había pedido. No habría sabido qué hacer con él. Es cierto que su trabajo no era estricto ni severo, que nadie controlaba su horario y que, si hubiese querido, habría podido hacer más de un viaje extra con el coche, pero ese no era el asunto. El asunto era que no tenía franco, que no disponía, por ejemplo, de todos los miércoles del mes, para hacer con ellos lo que le diera la gana. Durante los días de trabajo llegaba a la estación, se sentaba ante la mesa del bar, frente a la parada, junto con los otros choferes, y se quedaba oyéndolos hablar sobre mil cosas, los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza sostenida por la quijada con la palma de la mano, o bien echado plácida e indolentemente sobre la silla, sin abrir jamás la boca. Nadie se dirigía a él cuando conversaban. No era más que un perpetuo oyente, silencioso, quieto, que ni siquiera ocupaba las manos en encender o sostener un cigarrillo, porque no fumaba, que nunca tomaba otra cosa que no fuese café, o una naranjada en el verano, porque tampoco bebía por iniciativa propia, y cuyo placer mayor consistía en eso: en estar ahí, sentado, en silencio, oyendo a los choferes parlotear sobre mil cosas, sin decir jamás una palabra. Cuando se hallaba en el coche, efectuando un viaje, si por casualidad recordaba el bar de la estación, donde se hallaban en ese momento los choferes desocupados conversando, le recorría la espina dorsal una especie de escalofrío de voluptuosidad, sabiendo que apenas dejara al pasajero podría dar vuelta la esquina, regresar, detener el coche frente a la parada y con un par de largos trancos aproximarse a la mesa, sentarse y permanecer en silencio el resto del tiempo. De haber sido condenado al día franco, habría resuelto el conflicto de la misma manera: se habría levantado temprano, a la hora acostumbrada, habría desayunado rápidamente en la pensión, habría tomado el coche con la banderilla enfundada en la sucia gamuza amarilla con que la cubría cuando se iba a comer y se habría dirigido a la estación; habría detenido el Chevrolet (con un ligero sabor de envidia o de nostalgia en el corazón) unos metros más allá de la parada para no confundir a los pasajeros y se habría quedado el santo día en el bar de la estación, esperando con una desmedida impaciencia la mañana siguiente, en que podría comportarse de un modo similar sin sentirse de ninguna manera un extraño o un intruso entre los otros.
A pesar de no haberle acordado día franco, Coria lo protegía, tratándolo con un aire jovial y paternal al mismo tiempo. Coria era un hombre bajo, algo grueso, de nariz quebrada, y unos ojos grises pequeños y rápidos como los de un pájaro. Había sido boxeador amateur durante un tiempo, hasta que, durante una discusión extraprofesional, le vació el ojo de una trompada a un entrenador, incidente que interrumpió su carrera justo cuando se hallaba a punto de incorporarse al profesionalismo. Su nariz quebrada era el saldo de su rápido paso por el deporte. El incidente con el entrenador lo favoreció en gran medida ya que, interrumpida su carrera, al quedarse sin saber qué hacer, se despertó en él una súbita inclinación por el comercio. Le fue al pelo. A los cuarenta y cinco años era propietario de un coche que explotaba como taxímetro y un puesto mayorista de verduras y frutas en el Mercado de Abasto, atendido por un ex inspector de policía que gozaba de una parte de los beneficios del capital en carácter de habilitado. Coria era un hombre activo y enérgico. A medida que su capital fue creciendo fue haciéndose característico en él un modo de obrar rápido y terminante, con pretensiones de ecuanimidad, que lo hacia jactarse delante de sus amigos de la singularidad de su carácter. Para él las cosas debían hacerse en seguida o no hacerse. Debían, hechas en seguida, hacerse bien. Y hechas en seguida y bien, en la concepción del mundo de Coria, significaba oscuramente hacerlas con el máximo de provecho personal, la más límpida y rigurosa ostentación y el menor peligro posible de ridículo. Sin embargo, y a pesar de todo, en el fondo de su corazón Coria sustentaba una concepción trágica del pequeño comercio, y estaba seguro de que, en cuanto a capital y a posición social, no podría exceder jamás de determinado límite. Eso lo ponía en una situación análoga a la del condenado a muerte que sabe que ningún exceso ni ninguna salida de tono pueden hacerle el menor daño. Lógicamente, esa impunidad lleva en el fondo una carga de amargura muy grande, en especial dirigida hacia los responsables de la situación, e impele en gran medida a exhibir, con fines verdaderamente ambiguos, las causas que han llevado a ese aparente estado de privilegio.
De ahí que la vida de Coria fuese irregular, ociosa y desordenada. Por el Mercado de Abasto aparecía nada más que de cuando en cuando, y se pasaba la mayor parte del tiempo jugando al billar por dinero o bebiendo en los bares del centro. Tenía crédito en todos los lupanares de la ciudad. Como excepción hecha de un hermano que se hallaba en una situación económica todavía más sólida que la de él, Coria no tenía familia, iba muy poco a su casa, viajaba a menudo a Rosario o a Buenos Aires siguiendo la pista de alguna bailarina, o bien para asistir al hipódromo o a alguna pelea de importancia, durmiendo muchas veces donde la noche lo pescaba, incluso cuando se hallaba en la ciudad misma. A veces tomaba de más y entonces se ponía siniestramente sentimental: era capaz de matar al que no escuchaba sus quejas, sobre todo cuando hablaba de su finada madre. Cualquiera le habría tomado el pelo de no haber estado al tanto de que, hallándose fresco, Coria era rápido y astuto para los negocios, y que una súbita mirada de sus crueles ojos grises, en un momento de furia, era algo verdaderamente difícil de soportar.
El viento de octubre, cargado de polen, un viento espeso soplando en una atmósfera amarilla desde el principio de la primavera, se detenía solamente al crepúsculo, en una especie de palpitación tensa que disminuía con lentitud; hasta el oscurecer la ciudad permanecía quieta. De noche el viento recomenzaba, arrasando una niebla tenue que el largo atardecer formaba en el cielo, iluminado por una luna tibia y clara, y unas estrellas suaves y cálidas de un inquietante brillo verde. Soplaba hasta el crepúsculo del día siguiente: y entonces, nuevamente, a la caída de la tarde, volvía a detenerse en medio de unos tensos aleteos cada vez más lentos, parecidos a los de una extinción gradual o a los de una derrota.
El viento agitaba los árboles cuando detuvo el coche frente al bar de la estación y vio a Coria en compañía de la mujer vestida con un suéter liviano de color rojo y una pollera negra, ajustada a los muslos. La mujer era joven, de baja estatura, bien formada, y apretaba un monedero y un pañuelo en la mano derecha. Lo miró atentamente, como para saludarlo, y no la reconoció en seguida, pero al poner la palanca de cambio en punto muerto, cerrar el contacto y comenzar a abrir la portezuela para descender, ya había recordado quién era. Coria se había vuelto hacia él, sin aproximarse, y la mujer quedó algo relegada. Dio dos trancos rápidos hacia la pareja mientras la portezuela del Chevrolet se cerraba con estrépito detrás suyo.
– ¿Cómo vamos? -dijo Coria. Su nariz quebrada era una forma obscena entre sus duros y rápidos ojos de pájaro.
Respondió con un tono distraído.
– Bien -dijo, sintiendo que la mujer lo contemplaba.
No la miró. Miró hacia el bar, por encima de la cabeza de Coria. Las cabezas de dos criollos, de piel oscura y olivácea, bajo las alas de unos anchos sombreros de fieltro negro eran visibles a través del ventanal. Volvió la vista hacia la mujer: el viento le sacudía el cabello, levantándoselo por detrás, y ella se había puesto una mano sobre la coronilla de la cabeza para sostenerlo.
– Vamos al bar -dijo Coria-. Vení, Dora.
Caminaron él y Coria delante, detrás Dora. El reloj hexagonal del bar marcaba las cinco y veinticinco. Había mucha gente hablando en voz alta, de modo que un murmullo desordenado llenaba el recinto. Era un largo salón con un mostrador de tres alas, en forma de U, dispuesto en el centro. El rectángulo se cerraba en el fondo del salón con una heladera baja que exhibía tras su vidriera postres, pescados, frutas, aves muertas, quesos y fiambres. En uno de los extremos del mostrador un hombre manipulaba con cierto aire rutinario una caja registradora. Se sentaron en una mesa próxima a la puerta de calle, junto a la de los dos criollos. Ahora vio que llevaban anchas bombachas y zapatillas de goma blancas, nuevas.
Dora se sentó; él no la miraba. Coria se sentó con el brazo extendido hacia él, la palma hacia arriba, indicándole cortés y distraídamente que se sentara. Dora quedó a su costado, Coria enfrente, y por encima de su cabeza, a través de los anchos ventanales que daban a los andenes de la estación, podía ver los ómnibus pintados de diferentes colores, congestionados en los estrechos andenes, y una gran cantidad de gente revisando sus boletos, dándose besos de despedida, corriendo de un lado a otro o haciendo pacientes colas en los andenes correspondientes a los ómnibus suburbanos. Se oían la música y los avisos publicitarios a través de los altoparlantes de la estación, vagamente. Coria pidió cerveza para los tres.