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Los jóvenes cárabos nos visitan puntualmente todos los estíos en mi refugio de Sedano. Deben de anidar en las concavidades de las rocas o entre las ramas de los altos pinos, sus querencias predilectas, aunque a veces lo hagan en torres o casas derruidas o en los pajares de casas habitadas. En la primavera del año 1977, la pareja de cárabos anidó en la manzanera de la Tobaza, lugar que sirve de trastero y es frecuentado por la familia Fisac Gallo. Ello prueba que el cárabo es proclive a la convivencia con el hombre y que su proximidad no sólo no le desazona, sino que la busca.

La historia que refiero a continuación da idea de la sociabilidad del cárabo. Antonio Nogales y Pilar Fisac -de la familia antes citada- atraparon un día un pollo al pie de un alcornoque, en su finca de El Gamo, próxima a Mérida. Le acogieron con mucho afecto, le alimentaron durante dos semanas y, en tan poco tiempo, el pájaro se avino, gustosamente, a vivir con ellos. Ya volandero, pasaba el día oculto en la sierra próxima y, al caer el sol, regresaba a casa y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, penetraba como un rayo por una ventana, se colgaba de una lámpara de pesas en el salón y durante horas se dedicaba a subir y bajar como en un tío vivo. Era un huésped simpático pero poco deseable: enredaba con todo, rompía cristales y porcelanas, se ensuciaba sobre los muebles. Total, que el matrimonio Nogales, ante la imposibilidad de corregirle, decidió un día, como en el cuento de Pulgarcito, abandonarle en el bosque. Le trasladaron en coche a diez kilómetros de la finca y le dejaron allí. Pero, ante su sorpresa, al retornar a casa se lo encontraron columpiándose en la lámpara del salón, como si nada hubiera ocurrido. La segunda vez, el matrimonio le llevó aún más lejos, a veinte kilómetros, pero los resultados fueron los mismos: el cárabo regresó. Un tercer intento, hasta más allá de Mérida, a treinta y cinco kilómetros de la finca, tampoco sirvió de nada. La querencia del animalito y su sentido de orientación eran capaces de vencer cualquier obstáculo. El matrimonio Nogales, en el fondo un poco conmovido por la afectuosidad del bicho, no tuvo más remedio que resignarse a su compañía; renunciaron a deshacerse de él y juntos convivieron dos años, hasta la muerte accidental del pájaro, guillotinado por una ventana.

Con leves variaciones, estos casos de domestiquez, fidelidad y mansedumbre son relativamente frecuentes, lo que significa que, si esta rapaz recibiera por parte de granjeros y campesinos una acogida amistosa, como la recibe la cigüeña, por ejemplo, sería sin duda una compañía habitual del hombre en los pequeños caseríos. Pero en los pueblos suele existir una prevención supersticiosa contra las aves nocturnas -verdadera animosidad en el caso de la lechuza-, que se agudiza con el cárabo debido, seguramente, a sus carcajadas siniestras.

Pero estábamos con la pareja de cárabos que anidó en la manzanera de la Tobaza. Aquello representó para mí una oportunidad de observar las diversas fases de la cría, desde el momento en que la hembra depositó dos huevecitos blancos y casi esféricos en las pajas, en un nido elemental, hasta que los pollos emplumaron y estuvieron en condiciones de volar. Después de la puesta, la hembra permaneció echada alrededor de dos semanas, período durante el cual el macho se ocupó de su sustento con puntualidad y diligencia.

En torno al nido, se amontonaban las pelotitas grises de las egagrópilas, formadas por los residuos de las presas -pelos, huesos, plumas- que el cárabo, como otras rapaces, devuelve por la boca ante la imposibilidad de digerirlas. El análisis de estas pelotitas nos permite conocer la alimentación de este pájaro, y, merced a ellas, pude averiguar yo que las parejas de cárabos que habitan en los farallones que festonean el río Moradillo, cerca del barrio de Lagos, comen -o comían, puesto que estoy hablando de antes de la epidemia de afanomicosis- cangrejos en cantidad.

Las egagrópilas, por otra parte, delatan, cuando son muchas, la presencia del cárabo. De ahí el cuidado que pone el macho en no deglutir los alimentos en las proximidades del nido o en cambiar de comedero para evitar su localización. No deja de ser curioso que el cárabo aproveche al máximo las noches de caza favorables, puesto que, en esos casos, caza no sólo lo que necesita sino lo que puede y, si las piezas exceden de su capacidad de ingestión y de la de sus polluelos, oculta las sobras en

algún escondrijo para comerlas al día siguiente. En las comarcas donde el alimento escasea y la familia es numerosa, el cárabo madre, convencido de la imposibilidad de sacar adelante a toda la prole, abandona a los más débiles y alimenta únicamente a los fuertes. Incluso se da el caso de que la madre sacrifique a los polluelos más endebles para reforzar la alimentación de los más vigorosos, caso de canibalismo no exclusivo de esta especie.

Pero esto es infrecuente. De ordinario, el cárabo -como sucede en Sedano- asienta en lugares boscosos, de bosque no excesivamente denso, y con una corriente de agua próxima, con lo que la arboleda y el río, donde suele bañarse con fruición, le suministran víveres frescos y abundantes para abastecer su despensa. También son raras las polladas numerosas. De ordinario, las crías de cárabo no exceden de cuatro, aunque, según afirman los ornitólogos, se han observado casos de hasta ocho y nueve huevos en un nido.

A mi refugio de Sedano, en el mes de julio, llegan los cárabos nuevos, nuestros vecinos, los nacidos en algún nido próximo, y se establecen en los árboles de los alrededores. Nunca se presentan más de tres y, alegres y locuaces, se pasan las noches en amistosos coloquios, con su "ti-juic", agudo y estridente, que intercambian, entre los hermanos, desde árboles diversos, nunca demasiado separados entre sí, y a veces desde lo alto de un poste de la luz, observatorio del que son muy querenciosos. En un territorio reducido, en los frutales de las huertas del valle o entre los pinos de la ladera, permanecen más de dos semanas, tan charlatanes a veces y tan inmediatos a la casa, que perturban nuestro sueño. Es la etapa del aprendizaje, cuando los padres les enseñan los distintos procedimientos de caza y los lugares más favorables para ejercitarla. Sin embargo, dado que las presas de estas rapaces son, salvo las orugas y, en cierto modo, los cangrejos, escurridizas y ágiles, su captura ofrece dificultades, por lo que, si los padres no muestran constancia en sus lecciones, puede ocurrir que los pollos, prematuramente abandonados, mueran de inanición antes de haber aprendido a cazar. Un año, creo que fue el 67, encontramos un cárabo joven muerto junto al transformador de la luz, a doscientos metros de la casa. Durante noches enteras, el pollito reclamó en vano; sus padres, considerándole maduro, le habían abandonado ya. Según los naturalistas, los pollos que mueren por esta razón sobrepasan en algunas comarcas el cincuenta por ciento. En ciertas zonas poco pródigas en alimento, el cárabo adulto caza también de día y sus reflejos y volatines no desmerecen a la luz del sol.

Mi hijo Adolfo, que cada verano observa pacientemente a los cárabos nuevos y los atrae con su "ti-juic" remedado a la perfección, ha llegado a intimar con ellos de tal modo que los pájaros permanecen inmóviles a metro y medio de su linterna y de su persona. Hubo un pollito, encantadoramente sociable, en el año 78, que a las once en punto de la noche llegaba al pino más próximo a la casa a exigir nuestra presencia y, hasta que no comparecíamos en el jardín, su llamada no cesaba. Mi yerno Pancho y yo salíamos con Adolfo y, ¡durante horas!, coloquiábamos con él, le enfocábamos con la linterna y le retratábamos sin que el animal se espantase de los fogonazos del flash. Su carita de viejecita escéptica llegó a hacérsenos tan familiar como el frágil petirrojo que baja cada tarde a picotear las migas de pan bajo la mesa de piedra donde comemos. A veces, un ruidito sospechoso le hacía volver la cabeza, y nos causaba asombro la elasticidad, la capacidad de giro de su ancho cuello, con un plumón todavía sedoso. Nuestro amigo el cárabo era capaz de retorcer el gaznate, como se retuerce una camiseta lavada para extraerle la última gota de agua, sin resentirse. La conversación y el clic del disparador de la cámara, en cambio, no le sobresaltaban. Todos nosotros conocíamos el rapto de agresividad de un cárabo que saltó sobre el fotógrafo Hosking, cuando pretendía retratarle, y le sacó un ojo, pero este hecho, sin duda, ocurrió en la fase en que el cárabo hembra acompaña a sus polluelos aún no volanderos a la salida del nido y está dispuesta a defenderlos hasta la muerte. El objetivo de nuestra cámara era distinto: un cárabo nuevo, confiado y sin resabiar. Cabía, claro está, la posibilidad de que la madre acechara entre el follaje y nos atacara de improviso, pero la verdad es que no tuvimos conciencia de este riesgo. Otorgamos nuestra confianza al carabito y él nos correspondió. Y la noche que, por una causa o por otra, tardábamos en aparecer para la consabida tertulia, él requería nuestra presencia a voz en cuello. Ciertamente se trataba de un cárabo excepcionalmente simpático, bien dotado para la convivencia.

Mas al cabo de veinte días, más o menos, ocurrió algo chocante: el cárabo se fue. Oíamos su "ti-juic" insistente desde el castaño de indias de la carretera, pero no se acercaba a la casa, a pesar de las reiteradas llamadas de Adolfo. Su decisión de abandonarnos parecía inconmovible, definitiva. A la noche siguiente, nuestro amigo reclamaba desde el tilo de Valdemoro, doscientos metros más abajo.Y así continuó su huida, alejándose gradualmente cada noche, de cien a ciento cincuenta metros, carretera adelante. Las primeras noches le acompañamos, incluso trabamos diálogo con él, pero ya no era el coloquio confianzudo de antaño. Cubierto por el follaje, el cárabo se mostraba desabrido y adusto y la posibilidad de acercarnos y fotografiarle había desaparecido.

Adolfo, valiéndose de la bicicleta, siguió al joven cárabo en su éxodo y cada mañana nos daba el parte: el pájaro había avanzado otros doscientos metros, estaba ya en las Revueltas, a tres kilómetros de Sedano. Noche a noche, con tenacidad y constancia, mi hijo visitaba al cárabo en su progresiva huida, charlaba con él estacionándose bajo el árbol que delimitaba cada nueva etapa. De esta forma, a mediados de septiembre, el cárabo llegó a Covanera, el pueblecito inmediato, a cinco kilómetros de Sedano, y allí, definitivamente, se perdió. ¿Subiría por la carretera de Santander? ¿Cogería la de Burgos hacia Tubilla del Agua? ¿Cortaría monte a través? ¿A dónde se dirigía en esta espantada lenta pero inexorable? Los merodeos de Adolfo por una carretera y otra, sus llamadas estridentes y melosas, "ti-juic", no tuvieron el menor éxito, no recibieron respuesta. El joven cárabo había roto sus lazos familiares, no sólo con sus padres y hermanos, sino también con nosotros, sus amigos.

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