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Lucas le miraba maniobrar, arrobado. Aquel viejecillo enclenque, que apenas tenía fuerzas para sostener su churretosa gorra de ferroviario sobre la calva, podía, sin embargo, mediante un simple movimiento de palanca, cambiar el rumbo de los más poderosos trenes. Era igual que fuese un rápido, un mercancías o el primario y cascado tranvía interprovincial. Bastaba un sencillo movimiento de muñeca del viejo decrépito para alterar el curso de las ingentes moles.Y él lo hacía sin darle importancia, sin percatarse de que, ante los ojos asombrados de Lucas, su quehacer era más propio de un héroe mitológico o un semidiós.

El viejo acogía al rapaz con visible disgusto y palmario enojo. Le molestaba verle allí, rezumando salud, encaramado sobre la pila de traviesas inservibles apartadas en una orilla, subido al ruinoso furgón averiado en un percance diez años atrás, o desparramando el balasto con su correr precipitado e irreflexivo. Rezongaba frases ininteligibles y siempre concluía, al ver a Lucas entorpeciendo sus movimientos ante la inminente llegada del tren, espantándole con violentos modales:

– ¡Aparta, podenco! Y soltaba un juramento atroz. Lucas daba un salto y trepaba de nuevo al montón de traviesas o al furgón averiado, desechado en una vía muerta. Desde allí, con los ojos muy abiertos resaltando sobre su carita redonda, tostada por el sol, veía manipular serenamente al viejo cascarrabias, mientras el morro de la locomotora asomaba ya, bufando estruendosamente, por la boca del túnel, negra y circular como la hura de un topo.

Luego regresaba a su casa por el túnel. Zambullirse en aquel agujero oscuro, caliente y trepidante aún por el reciente paso del tren, le producía un hondo vértigo emotivo. Decididamente, él, cuando fuese mayor, sustituiría al viejo y apergaminado guardagujas y, desde su puesto de mando, con la diestra asida a la palanca, compulsaría la serena y pausada vitalidad del valle, reflejada en la masa sombría de las montañas, el murmullo erosivo del río y el melancólico repiqueteo de los cencerros en la pradera…

En la tenebrosidad del túnel sus sueños se hacían verosímiles e inmediatos. Se veía ya con la mano en la palanca, la bonita gorra de ferroviario coronando su testa y cambiando, por su voluntad, el curso de los trenes. En aquel túnel había discurrido buena parte de su infancia. De siempre recordaba las escapadas con rapaces de su edad para aguardar el rápido dentro del agujero. El artefacto pasaba como un meteoro a medio metro de sus cuerpecillos, dejándoles una sensación difusa de haber sido destripados entre sus hierros. La vaharada caliente de la locomotora les llenaba la piel de pecas de vapor sucio, que les hacía reír, luego, al contemplarse unos a otros con jocundo espíritu crítico. Y la tierra, contra lo que habían imaginado en los minutos de tensión del paso del tren, no había trasmudado su topografía, continuaba igual, con sus ingentes montañas distantes y la pradera acotada en parcelas en el centro, surcada por el tajo profundo del torrente.

Su padre le regañaba al llegar a casa. Si su humor era muy encrespado, le golpeaba hasta cansarse, llamándole zascandil. El soportaba la paliza rígido y sin disculpas, reacio a todo propósito de enmienda, impregnado por la convicción de que al día siguiente volvería a aguardar al rápido en el túnel y a contemplar hasta cansarse las breves y tajantes manipulaciones del guardagujas. Aquella atracción era más fuerte que él mismo. (Él necesitaba sentir el aliento del tren en los tuétanos, filtrándose por sus poros; estimaba que ningún padre del mundo tenía derecho a truncar la vocación de un hijo, y menos una vocación como la suya, que se agitaba impetuosa y dominante en el vago fondo de su ser.)

Aquella tarde pinteaba al volver a su casa. Caía una lluvia mansa y menuda que espolvoreaba sus cabellos rubios como una fina capa de escarcha. El viejo guardagujas se había mostrado especialmente violento en aquella ocasión y terminó por arrojarle con toda su alma uno de los pedruscos del balastro de la vía. El lo había esquivado con un ágil movimiento, y continuó impasible allí, sobre la pila de traviesas inútiles, observando. Cuando pasó el tren se le acercó el jefe de estación, con una banderita roja en la mano y una sonrisa enorme que amenazaba desbordársele por las orejas:

– Bien, rapaz -le dijo-.Tú serás el día de mañana un excelente guardagujas.

El vejete indómito le miró con un rencor torcido, mientras la colilla sucia, desigualmente quemada, temblaba pendiente de su agrietado labio inferior.

Ahora, al atravesar el túnel, Lucas rumiaba la excitante profecía del jefe. "Tú serás el día de mañana un excelente guardagujas." Y su pequeño cuerpo se ponía tenso de orgullo; lamentaba no poder pasar de los once a los veinte años como los trenes cambiaban de vía, mediante un simple movimiento de palanca.

Contra lo que esperaba, al llegar a casa encontró a su padre de excelente humor, enarbolando un sobre blanco con unos sellos extraños. Lucas sabía que aquella carta era de América, de su hermano, y, sin saber por qué, la mirada se le ensombreció.

– Me escribe tu hermano -casi le gritó el padre-. Me dice que venda todo y marchemos los dos con él. Es rico, ¿comprendes? Tiene un café con tres docenas de camareros y vive en una ciudad llena de luces y de automóviles.

Así que su padre y su hermano habían hecho las paces y su hermano tentaba al padre con los mismos acicates que a él. El corazón se le agitó. Por un momento se vio en medio de una ciudad populosa, embuchado en un terno nuevo, sobre su pechera una corbata roja con grandes lunares amarillos.

Era ya casi de noche y en la habitación en silencio no había luz. Tan sólo la lumbre del hogar crepitaba en un rincón con su chasquido característico. Por la ventana abierta se adentraba la bucólica paz del valle. Lucas volvió la cabeza, y miró por ella. Los prados y los maizales se extendían divididos en parcelas y las vacas pastaban indolentes la húmeda yerba. Al fondo, las montañas hendían las nubes y sus bases negreaban en la penumbra. Alcanzó sus oídos el rumor oscuro del torrente contiguo y el repiqueteo de los cencerros en la pradera.

Su padre escrutaba ávido en la oscuridad. De repente, sonó en los bardales del río el canto de un mirlo y, a continuación, como un eco distante, el silbido de una locomotora. "Bien, rapaz; tú serás el día de mañana un excelente guardagujas."

Lucas se miró las puntas rotas y sucias de las alpargatas, y luego alzó los ojos, atemorizado, hacia su padre, carraspeó, pero así y todo su voz fue un susurro casi inaudible:

– Lo siento, padre, yo no me marcho; yo me quedo a vivir aquí toda mi vida.

BODAS DE PLATA

Antes del lunch, en los corredores de la Facultad, al doctor Ballesteros le asaltó la convicción de que veinticinco años representaban la mitad de la vida consciente de un hombre. Allá, veinticinco años arriba, el señor Ballesteros era todavía una incógnita profesional. El y sus ochenta y tres compañeros constituían aún ochenta y cuatro herméticas incógnitas profesionales. Luego se fueron definiendo: cuarenta y cinco A. P. D.; "T.Vicente Pastor, tocólogo"; "Sandalio Moral, dentista"; "José González, medicina interna"; "Luis Manzano, vías urinarias", etcétera. De momento eran unos alborozados estudiantes con veinticinco años profesionales encima. El señor Ballesteros, con la titular y la forensía deVillalbaneja (Burgos) en el bolsillo, y mil quinientas igualas a veinte pesetas, pensó que era más feliz cuando todavía era una incógnita profesional. Pensó también que las hermosas cosas de la vida se acabaron para él cuando dejó de ser el señor Ballesteros para empezar a ser el doctor Ballesteros. Ya el rector, en el discurso de despedida, apuntó algo sobre la responsabilidad social y todas esas zarandajas, pero él, veinticinco años atrás, todavía no lo comprendía. Era únicamente el despreocupado señor Ballesteros, de veintitrés años, soltero, Villalbaneja (Burgos). Sin apenas mover un dedo se había convertido en el mesurado doctor Ballesteros, de cuarenta y ocho años, viudo, Villalbaneja (Burgos). Parecía un milagro todo aquel salto de la insensatez a la responsabilidad. Abrazaba a Teótimo Vicente Pastor, quien, con la responsabilidad, devenía "T.Vicente Pastor, tocólogo", y le dijo exultante:

– Pastorcito, hijo, por ti no pasa el tiempo.

Pensaba: "¡Qué viejo está, Dios mío, aquel Pastorcito de la chaqueta estrecha y listada, y la cara de pueblo! ".T.Vicente se reía también y le sacudía la espalda. Ya no eran dos incógnitas profesionales, y, al mirarse cara a cara, el doctor Ballesteros dijo:

– Veinticinco años. Prácticamente la mitad de la vida consciente de un hombre.

Había pensado en aquel acto como en una evasión, y ahora se sentía deprimido y hasta un poco fúnebre. T. Vicente, que se conservaba soltero, le dijo que, tras los últimos progresos médicos, veinticinco años no representaban exactamente la mitad de la vida consciente de un hombre. El respondió: "Es posible", sin la menor convicción. Después el doctor Ballesteros le miró a los ojos, le zarandeó por los hombros y dijo:

– Tú sí estás lo mismo, cacho bribón, y no yo.

Por dentro se confesaba: "Ha perdido aquella luminosa alegría que le desbordaba por los ojos". Luego se preguntó: "¿Estará casado?".

Llegaba un nuevo compañero y se abrió un paréntesis de atención en los grupos. Había un fondo emotivo en aquel reencuentro. Veinticinco años, si no la mitad de la vida consciente de un hombre, sí suponían una cifra respetable.

– Bien. Soy Ramón Sastre. ¿Es que nadie me reconoce aquí? -dijo el recién llegado.

"¡Cristo!", pensó el doctor Ballesteros. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" era un hombrecito calvo, achaparrado y pusilánime. El doctor Ballesteros lo estrechó contra su pecho y, al hacerlo, notó que en su ademán había una seca rebeldía. "Nos vamos marchando sin darnos cuenta", pensó. Dijo demasiado agudamente, casi a gritos, como una protesta:

– ¿Quién no te reconoce, Ramonchu, alma mía? No me hace falta verte dibujar una mujer en cueros para saber que eres tú.

Ramón Sastre, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer", se azoró estúpidamente. Dijo, como pidiendo perdón:

– Aquello pasó.

Alguien se le vino encima:

– ¡Sastre, grandísimo pendonazo! ¿Es que no me dices nada?

– Bien -dijo Ramón Sastre, haciéndose atrás, torpemente desorientado-. ¿No irás a decirme que tú eres…?

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