Meses más tarde, mi hijo Miguel, biólogo en Doñana, vino a visitarnos y nos aclaró el misterio. Los cárabos, como muchas otras aves y no pocos mamíferos, delimitan un terreno, su cuartel, donde viven como dueños y señores. No admiten intrusos. De ahí que al llegar a su pleno desarrollo hayan de abandonar el lugar donde nacieron, su patria chica y cuartel de sus progenitores, para buscar otro sin titular, tarea a veces tan aleatoria como encontrar una plaza vacante de médico rural. Los jóvenes cárabos inician así su peregrinaje que nadie sabe dónde puede terminar. En ocasiones bastan unos kilómetros, pocos; otras, necesitan cientos de ellos, para encontrar un territorio libre. Su llamada nocturna, acogida por el "juuuj-ju-juuuuuj" sarcástico o furibundo de un adulto, les indica que es preciso proseguir viaje, que aquella parcela está ocupada. Así, hasta que un buen día, o, por mejor decir, una buena noche, su llamada no halla respuesta. Al fin ha encontrado el cárabo adolescente un lugar donde establecerse, un lugar a la luna donde poder vivir y procrear, fundar una familia para que, a su vez, los pollos nuevos reincidan al otoño siguiente en la aventura del exilio.
A veces, en la soledad de nuestro refugio de Sedano, cuando el grito o la risotada del cárabo quiebran el silencio de la noche, nos preguntamos qué habrá sido de nuestro amigo, aquel pájaro afable, confiado y charlatán, con cara de viejecita escéptica, que sostenía nuestra mirada y soportaba los destellos de los flashes con la gracia y la naturalidad de una empingorotada estrella de cine.