Desde mi refugio de Sedano, un observatorio insuperable de la naturaleza, he tenido oportunidad de asistir varias veces al desarrollo de un cuco parásito, las últimas que recuerdo, muy recientes, en 1979 y en el verano de 1981. Uno y otro pájaro tuvieron suertes distintas, pero trataré de resumir ambas experiencias.
La primera fue un acontecimiento previsto. Durante varios días advertí cómo un pequeño petirrojo tejía su nido en el hueco de una tapia de piedra que delimita mi huerto, en la ribera del río Moradillo. Simultáneamente, un cuco no cesaba de cantar desde la fronda del soto. Junto a la tapia se alza una higuera silvestre, de grandes hojas, que me permitió hacer un escondedero desde donde poder observar el nido sin ser visto. Una mañana, ya en trance, la hembra del petirrojo puso un huevo en él y otros tres en los tres días siguientes. Al caer la tarde del cuarto día, cuando me dirigía a mi observatorio, advertí que en el nido del petirrojo había un huevo más y de doble tamaño que los anteriores. El cuco había iniciado la distribución de su prole. Antes de las dos semanas, el huevo del cuco hizo eclosión y surgió un feo pájaro rosado, de huesudos alones, ojos ciegos y abultados y boca desproporcionada. A partir de aquí comenzó el calvario del infeliz petirrojo, un afanar incesante, sin pausa, apremiado por la glotonería de su huésped, que no se saciaba nunca. Lo mismo daba que el petirrojo le ofreciese una lombriz, una semilla o una miga de pan. El gran gorrón todo lo ingería. Pero no contento con tener siempre en jaque a la pajarita, empezó a deshacerse de sus huevos, a eliminar, uno a uno, a los verdaderos hijos de su patrona. El procedimiento, aunque yo no tuve oportunidad de verlo porque me faltó paciencia, es conocido por los libros de los naturalistas. El joven cuco apoya la cabeza en el fondo del nido, toma el huevo con la punta de las alas, lo hace resbalar hacia arriba por su espalda, luego por sus riñones y termina lanzándolo por el borde del nido, estrellándolo contra el suelo. A los tres días de nacer, el cuco había logrado desembarazarse de estorbos y, al pie del nidal, quedaron los huevecillos rotos del petirrojo, que, a pesar de todo, continuaba alimentando al intruso con una ternura y un celo verdaderamente conmovedores.
El cuco, desde que nace, propende a la soledad, rehuye la compañía, aspira a ser único. Intuye tal vez que, de tener que compartir la comida acarreada por su tutora, su ración sería insuficiente. El egoísmo de este pájaro es muy cerrado. A veces, cuando los cucos en disposición de puesta son varios y los hogares donde hospedar a sus hijos limitados, hay dos que ponen su huevo en el mismo nido y en el mismo día. La eclosión de los pájaros es, pues, simultánea. Entonces se desencadena un duelo a muerte entre los dos polluelos, que luchan por adueñarse del espacio vital. Ambos quieren para sí el nido entero y los halagos en exclusiva de la nodriza de quien dependen. De esta lucha sale un vencedor, el más vigoroso, que acaba imponiéndose y matando a su rival. Como se ve, en cualquier circunstancia, los pollos de cuco recién nacidos son exclusivistas, no están dispuestos a compartir la pensión con nadie. Seguramente se atienen a una ley natural que vela por la conservación de la especie, ya que ninguno de los minúsculos insectívoros de quienes dependen tendría energías para alimentar dos pollos al mismo tiempo.
Desde mi escondite de la higuera asistí, como digo, al crecimiento del cuco a costa de los desvelos del petirrojo. El pollo pelechaba deprisa, encorpaba a ojos vistas y, en pocos días, llegó a ser de triple tamaño que su tutor, y resultaba un espectáculo entre cómico y repugnante ver a éste, encaramado en el hombro de su pupilo, ofreciéndole pico a pico el bocado que había logrado conquistar.
En esta fase, el cuco, con un plumón aparente y los ojos vivos y sagaces, observaba cuanto ocurría a su alrededor. En ocasiones, cansado de las idas y venidas del petirrojo, yo salía de entre el follaje de la higuera y hostigaba al pájaro con una paja. El joven cuco se irritaba conmigo y me bufaba como un gato. Para mí, su enojo comportaba una satisfacción, pues no puedo ocultar que veía con verdadera antipatía este acto de parasitismo.
A las tres semanas de su nacimiento, el cuco, completamente emplumado, aparentaba estar ya en condiciones de volar. Una tarde, Pancho, mi yerno, en su visita vespertina, encontró el nido vacío, pero cuando se retiraba por la huerta hacia la carretera, vio revolotear algo en la cuadrícula de cebollas: era el cuco. Después de muchos intentos logró dejarle de nuevo en el nido pero, a la mañana siguiente, el pájaro había volado definitivamente.
Los cucos suelen permanecer en el territorio donde nacen hasta septiembre, época de emigración de muchas otras aves como la tórtola y la codorniz. Lo sorprendente es que los cucos, al alcanzar los tres o cuatro meses de edad, levanten sus reales y, sin guiones expertos que les dirijan, orientados únicamente por el instinto, emigren a los países africanos de donde procedían sus padres, para regresar a la tierra en que vieron la luz medio año después. He aquí un prodigio de orientación difícilmente comprensible para el limitado entendimiento humano.
Mi segunda experiencia con el cuco, la del verano de 1981, no por su final dramático deja de ser interesante y, sobre todo, reveladora de los duelos y tensiones que a diario tienen lugar en la naturaleza. En líneas generales, los preliminares en nada se diferenciaron de los de mi experiencia anterior: canto insistente del cuco madre, silencio posterior y emigración tras colocar sus huevos en otros tantos nidos ajenos. Uno de ellos -de verderón, con dos huevos- lo descubrimos sobre el camal de un avellano, cerca del palomar de la Tobaza, casona rayana a la mía.Y fuese porque el cuco se retrasó, incurrió en un error de cálculo o no halló a tiempo mejor acomodo para su vástago, el caso es que uno de los verderones y el cuco nacieron al mismo tiempo. Aquello representaba para mí una novedad. ¿Qué haría el joven cuco con su pequeño hermanastro? ¿Lo respetaría una vez nacido y conviviría con él? ¿Recurriría al fratricidio? La respuesta fue inmediata. El afán exclusivista del cuco se puso otra vez de manifiesto. A los dos días de la eclosión, sacrificó al verderoncillo y, al día siguiente, arrojó por la borda al huevo que le incomodaba, de tal forma que quedó solo al cuidado de la madre verderona, envanecida por haber empollado un hijo tan hermoso.
El pelechado y desarrollo del cuco del avellano fue normal. La madre adoptiva se desvivía por atenderlo y el pollo crecía visiblemente. Pero una noche, a las tres semanas de nacido, una serie de acontecimientos inesperados pusieron al proceso un colofón dramático. Mi hijo Adolfo, al descender a oscuras por el sendero que conduce de mi casa a la Tobaza, pisó el rabo de un joven e inexperto garduño, quien, después de soltar una presa que portaba en la boca, logró desasirse y, empujado por el pánico, se escabulló, a través de la maleza, hasta la carretera. A la mañana siguiente encontramos vacío el nido del verderón; el cuco había desaparecido. Horas más tarde, cuando mi hijo Adolfo buscaba cagarrutas de garduño en el sendero de la Tobaza, donde tropezó con él, halló el cadáver del cuco entre la hojarasca, al pie de una zarzamora. El pájaro había ido a morir de la misma muerte que él proporcionó al tierno verderoncillo: violentamente. El viejo dicho de que el que a hierro mata a hierro muere suele tener en el mundo animal una aplicación frecuente y rigurosa.
De las aves que conozco, el cárabo es -aparte la gaviota reidora- la única que tiene la propiedad de reírse: una carcajada descarada, sarcástica, un poco lúgubre, un "juuuj-ju-juuuuuj" agudo y siniestro que le pone a uno los pelos de punta. Parece ser que estas risotadas del cárabo están relacionadas, en cierto modo, con el celo y la procreación, ya que, después de la puesta, su canto se dulcifica y, aunque se siguen produciendo, no es tan fácil escuchar aquellas carcajadas.
El cárabo es rapaz de noche, hábil cazador, cabezón, ligero y, a diferencia de otras aves nocturnas, como el búho o el autillo, desorejado, con un cráneo redondeado y liso. Color castaño moteado, pico curvo amarillo-verdoso, y, con unos discos grises o rojizos alrededor de los ojos que le dan la apariencia de una viejecita con gafas, escéptica y cogitabunda, el cárabo no tiene las pupilas amarillas como el resto de las rapaces nocturnas, sino marrones oscuras o negras. Semejante a un pequeño tronco de árbol debido a su plumaje mimético, al cárabo, cuando se inmoviliza de día en el interior del bosque, es difícil distinguirlo, parece una rama más. Pero, en ocasiones, las pequeñas avecillas le descubren y, entonces, se arma en torno suyo una algarabía de mil demonios, con pitidos y silbidos de todos los matices, atemorizados intentos de agresión, etc., pero el cárabo suele permanecer impasible, indiferente, como si la cosa no fuera con él. La tropa menuda del bosque siente hacia este pájaro una suerte de fascinación, mezcla de odio y pánico, fascinación semejante a la que experimentan las águilas y los córvidos hacia el búho gigante o gran duque, de la que se vale arteramente el hombre para cazarlos.
Y no es que el cárabo sea exclusivamente pajarero. El cárabo come básicamente ratones pero también cualquier clase de animal que le salga al paso: gusanos, babosas, caracoles. Su afición a establecerse en la proximidad de ríos o arroyos le lleva a ingerir también, como he comprobado varias veces, ranas y cangrejos. El cárabo suele cazar en ataques silenciosos y súbitos. Yo le he visto matar a un ratoncillo de un solo picotazo en la cabeza antes de que el minúsculo roedor pudiese pensar en defenderse. Con los pajarillos, su método de caza es más astuto. En el corazón de la arboleda, el cárabo aletea blandamente entre el follaje, golpeando las frágiles ramas con las alas y espantando a las avecillas que duermen en ellas, para capturarlas antes de que se repongan de su desconcierto.
Una noche, mientras leía en mi refugio de Sedano, me sorprendió un golpeteo reiterado en los cristales de la puerta vidriera. Levanté la cabeza y, ante mi asombro, divisé a un chochín diminuto que pugnaba por penetrar en la habitación. Detrás de él, a la luz del farol, divisé por dos veces la sombra del cárabo. Apenas abrí la puerta, el pajarito se introdujo en la casa y se posó en el respaldo de una silla. Nunca en la vida he visto un ave tan agitada como aquel chochín (al que puse a salvo sacándole por la puerta trasera, bajo los olmos), lo que prueba que, una vez desaparecido o a punto de extinguirse el gran duque, el cárabo ha pasado a convertirse en el rey de la noche, en el fanfarrón de la grey ornitológica.