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– Entremos -dijo con firmeza Lao Jiang, levantando un pie para atravesar el umbral y poniéndolo entre los restos humanos.

No recuerdo otro paseo más espantoso que ése de aquel día a través de los miles de cadáveres. Los niños estaban aterrorizados, no se apartaban de mí y les notaba dar respingos y soltar exclamaciones ahogadas cuando, sin querer, pisaban huesos o se les venía encima alguna pequeña pila de restos. No cabía duda de que los últimos en morir fueron retirando y amontonando los cuerpos de los que iban falleciendo. Sentí un escalofrío cuando me pasó por la mente la idea supersticiosa de que todo aquel viejo dolor se había quedado pegado en las paredes de aquella grandiosa y solemne sala de recepciones.

Por fin, tras una eternidad, nos acercamos a una larga pared negra con una pequeña puerta de dos hojas correderas en el centro.

– ¿La cámara funeraria? -preguntó el maestro Rojo.

– El sarcófago exterior -puntualizó Lao Jiang-. Según la costumbre de la época, el féretro de los emperadores era colocado en un recinto rodeado por compartimentos en los que se guardaba el ajuar funerario, es decir, el tesoro que nosotros buscamos.

– ¿Estará cerrada? -pregunté yo al tiempo que intentaba abrir la puerta. Y no sólo se abrió sino que, además, se hizo pedazos entre mis manos dándome un susto de muerte. Otra pared negra se veía enfrente, dejando un estrecho pasillo por el que circular, pero allí dentro no había luz, estaba completamente oscuro, así que Lao Jiang tuvo que volver a encender la antorcha. Él entró el primero y luego fuimos los demás. Aunque el pasadizo era bastante largo, en cuanto torcimos en la primera esquina, ya vimos muy cerca el vano que daba acceso a uno de esos compartimentos de los que había hablado Lao Jiang.

La luz de la antorcha resultó muy pobre para iluminar las fabulosas riquezas que se acumulaban en aquella inmensa habitación del tamaño de un almacén portuario: miles de cofres rebosantes de piezas de oro que alfombraban el suelo como si fueran desperdicios se mezclaban con cientos de elegantes trajes bordados en oro y plata llenos de piedras preciosas. Había, además, un número incontable de hermosas cajas que contenían especias y hierbas medicinales cuyo uso ya no podía ser muy recomendable, bellísimos objetos de jade de todas clases y formas y grandes cilindros profusamente adornados que, según pudimos comprobar, contenían maravillosos mapas de «Todo bajo el Cielo» pintados sobre una delicada y exquisita seda. El siguiente compartimento parecía estar destinado al arte de la guerra. Allí todas las piezas, las quince o veinte mil piezas que podía haber, eran de oro puro: millares de espadas, escudos, lanzas, ballestas, flechas y multitud de armas absolutamente desconocidas parecían hacer guardia alrededor de una caja enorme colocada en el centro -también de oro con adornos en plata y bronce de espirales de nubes, rayos, tigres y dragones- en la que estaba colocada la prodigiosa armadura del Primer Emperador, idéntica a la que habíamos visto arriba salvo por el hecho de que, en esta ocasión, las pequeñas láminas unidas a modo de escamas de pez eran de oro. Unos ribetes de piedras preciosas separaban cada una de sus partes: el peto, del espaldar, éstos, de los faldares, los brazales, de las hombreras y la gola, de la cubrenuca. El tamaño era el de un hombre normal, ni más grande ni más pequeño, y sólo el yelmo indicaba que había tenido, sin duda, una cabeza bastante grande. Otro dato valioso que se podía extraer de aquella armadura era la enorme fuerza que debió de tener el Primer Emperador, porque vestir aquello -que no pesaría menos de veinte o veinticinco kilos- durante el transcurso de una batalla tenía muchísimo mérito.

Ni que decir tiene que de este compartimento no nos llevamos nada porque el tamaño de los objetos era demasiado grande para nuestras bolsas, ya bastante llenas de por sí. El tercero tampoco sirvió de mucho a nuestro propósito saqueador. Sin duda era una maravilla pues albergaba millones de piezas de uso cotidiano como vasijas, cucharones, incensarios, espejos de bronce, cubos, hoces, jarrones, cuchillos, recipientes de medidas, cuencos, cocinas -algunas, incluso, con salida para humos-, frascos de esencias para el baño, calentadores de agua, retretes de cerámica para uso del muerto en la otra vida… Todo muy lujoso, por supuesto, y de una factura magnífica. Según dijo Lao Jiang, cualquiera de aquellos objetos hubiera alcanzado precios astronómicos en el mercado de antigüedades. Pero, curiosamente, él no cogió ninguno. Y no sólo no cogió ninguno allí sino que tampoco había metido nada en su bolsa en los compartimentos anteriores. Al darme cuenta de este detalle, volví a sentir esa extraña desazón, morbosa y absurda, que me quité a la fuerza de la cabeza porque no estaba dispuesta a volverme loca por culpa de raras extravagantes sospechas. No tenía tiempo para disgustos tontos.

El cuarto compartimento estaba dedicado a la literatura y a la música. Había innumerables y gigantescos arcones, del tamaño de una casa, que albergaban decenas de miles de valiosos jiances; delicados pinceles de pelo de distintos tamaños, un tanto ajados, colgaban de las paredes junto a montones de tabletas de tinta roja y negra con el sello imperial grabado encima; hermosos soportes de jade, refinadas jarras para el agua y, sobre una mesa larga y baja, pequeños cuchillos con el filo curvo que, según nos explicó Lao Jiang, servían para alisar el bambú o para borrar los caracteres mal escritos. También había piedras de afilar, tablillas y pliegos de seda en cantidades increíbles listos para ser utilizados. En materia de música, la variedad de instrumentos era interminable: largas cítaras, flautas, tambores, un pequeño Bian Zhong, siringas, extraños laúdes, los típicos violines para tocar en posición vertical, un curioso litófono, gongs… En fin, una orquesta completa para amenizar la aburrida eternidad de un hombre poderoso y muerto.

Y el quinto y último compartimento, el más pequeño de todos, sólo contenía un hermoso carro de paseo de tamaño descomunal, hecho a partes iguales por piezas de bronce, plata y oro. El vehículo tenía un enorme toldo redondo, como un quitasol gigante, bajo el que se refugiaba un auriga de arcilla cocida que sujetaba firmemente las riendas de seis inmensos caballos hechos enteramente de plata, cubiertos con gualdrapas y con largos penachos negros en las testuces, listos para llevar el alma del Primer Emperador a cualquier parte de su finca privada conocida como «Todo bajo el Cielo». El auriga, que no impresionaba tanto como los terroríficos caballos, iba elegantemente vestido y llevaba en la cabeza uno de esos gorritos de tela lacada que caen hacia atrás.

No le faltaba de nada a Shi Huang Ti para afrontar la muerte. Parecía mentira que se hubiera preocupado tanto de su riqueza en el más allá cuando se había pasado la vida, por lo visto, buscando la inmortalidad. Lao Jiang nos contó, mientras recorríamos el camino hacia la cámara central, que, durante los muchos años de su largo reinado, cientos de alquimistas habían buscado para él una píldora mágica o un elixir que le arrancara de las garras de la muerte y que, incluso, había mandado expediciones en barco en busca de una isla llamada Penglai donde vivían los inmortales, para que éstos le entregaran el secreto de la vida eterna. Se decía, por otra parte, que esas expediciones, en las que el emperador enviaba cientos de jóvenes de ambos sexos como regalo, habían sido las que habían poblado Japón, pues se mandaron bastantes y ninguna de ellas regresó jamás.

Un simple vano de pequeño tamaño nos separaba ya de la cámara funeraria donde debía de encontrarse el auténtico féretro del Primer Emperador. Los niños estaban nerviosos. Todos estábamos nerviosos. ¡Lo habíamos conseguido! Parecía imposible después de todo lo que nos había pasado. Mi bolsa estaba tan llena que ya no podía meter en ella ni una sola aguja más, así que esperaba no encontrar más cosas de ésas que no se pueden dejar sin llorar amargamente. En cualquier caso, lo importante era estar frente a esa entrada, hallarnos a sólo unos metros de Shi Huang Ti, el Primer Emperador.

Dentro, estaba completamente oscuro. Lao Jiang introdujo poco a poco el brazo con la antorcha y entonces pudimos ver que era un recinto grande, aparentemente vacío, de paredes de piedra y techos increíblemente altos.

– ¿Dónde está? -exclamó nervioso el anticuario.

Nos introdujimos por el vano y miramos, desconcertados, a nuestro alrededor. Allí no había nada: suelo y paredes de piedra maciza gris en las que no se veía ni una sola grieta ni una juntura.

– ¿Podría dejarme la antorcha un momento? -le pidió el maestro Rojo.

Lao Jiang se volvió, furioso.

– ¿Para qué la quiere? -preguntó.

– Me ha parecido ver algo…, no sé, no estoy seguro.

El anticuario extendió el brazo para dársela pero el maestro le hizo un gesto a Biao para que la cogiera él.

– Súbete a mis hombros-le pidió después al niño.

Apenas habíamos dado unos diez pasos dentro de la cámara pero, hasta donde llegaba la luz, sólo había vacío. No imaginaba qué habría podido atisbar el maestro Rojo para pedirle a Biao una cosa tan extraña.

Con la ayuda de todos, el maestro se puso en pie con el niño encaramado a su espalda.

– Levanta el brazo todo lo que puedas e ilumina el techo.

Cuando Biao lo hizo e iluminó la bóveda no di crédito a lo que veían mis ojos: un gran cajón de hierro, de tres metros de largo, dos de ancho y uno de alto flotaba impasible en el aire sin que se apreciara, a simple vista, ninguna cadena o andamio que lo sostuviera.

– ¿Qué hace el sarcófago ahí? -bramó Lao Jiang, incrédulo-. ¿Cómo puede permanecer de ese modo en el aire?

Era imposible responderle. ¿Cómo íbamos a saber nosotros qué clase de magia antigua mantenía aquel ataúd de hierro flotando como si fuera un zepelín? Biao saltó de los hombros del maestro y se quedó inmóvil, sosteniendo la antorcha.

El anticuario soltó un rugido y empezó a caminar de un lado a otro.

– Alcanzar el sarcófago no es importante, Lao Jiang -le dije, a sabiendas de que iba a recibir un exabrupto por respuesta-. Ya tenemos lo que queríamos. Vámonos de aquí.

Se detuvo en seco y me miró con ojos de loco.

– ¡Váyanse! ¡Márchense! -gritó-. ¡Yo tengo que quedarme! ¡Tengo cosas que hacer!

¿De qué estaba hablando? ¿Qué le pasaba? Por el rabillo del ojo vi que el maestro Rojo, que estaba buscando alguna cosa en su bolsa, levantaba la cabeza, asustado, y se quedaba mirando fijamente a Lao Jiang.

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