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Todos menos Lao Jiang cogíamos lo que nos gustaba y lo íbamos echando en las bolsas. El anticuario decía que eso eran menudencias y que el gran tesoro se encontraba en el auténtico palacio funerario del emperador, pero aún tardamos un buen rato en salir de los jardines y toparnos, al fin, con la edificación más enorme que habíamos visto en nuestras vidas: una especie de pabellón inmenso de paredes rojas con varios tejados negros superpuestos y numerosas escaleras se levantaba en mitad de una nueva explanada de la que no se divisaban los confines. También allí las pilastras ardían incansablemente haciendo refulgir tanto las gigantescas estatuas de bronce de unos guerreros que vigilaban el camino de acceso como el brillante suelo y un techo increíble cuajado de constelaciones celestes de tamaño descomunal que desprendían destellos luminosos de todos los colores imaginables. Claramente se divisaba, allá arriba, la figura de un grandioso cuervo rojo al sur, que no podía estar hecho más que de rubíes o de ágatas; una tortuga negra al norte realizada con ópalos o cuarzos; al oeste, un tigre blanco de jade; al este, un impresionante y hermoso dragón verde elaborado sin duda con turquesas o esmeraldas; y, en el centro, sobre la gigantesca sala de audiencias del palacio subterráneo de Afang, una exquisita serpiente amarilla de topacios.

¡Qué belleza y qué desmesura! Nos quedamos embobados mirando aquella imagen que se abría ante nuestros asombrados ojos como si no fuera real, como si fuera un lugar de fantasía imposible de concebir. Pero era cierto, era auténtico, y nosotros estábamos allí para observarlo.

– Creo que tenemos un problema -me pareció que decía el maestro Rojo.

– ¿Qué pasa ahora? -La voz de Lao Jiang también sonaba irreal.

– No podemos llegar hasta allí -repuso el maestro y, entonces, a la fuerza, tuve que despegar los ojos de aquel maravilloso techo para mirarle a él y vi que señalaba con el brazo el grupo de escaleras centrales de la inmensa sala de audiencias y que lo hacía porque un gran río de mercurio de unos cinco metros de ancho, que rodeaba la interminable explanada como un foso medieval, nos cortaba el paso.

– ¿No hay ningún puente a la vista? -pregunté innecesariamente porque yo misma podía comprobar que no había ninguno.

– «Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio -recitó de memoria Lao Jiang-, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» ¿Cómo hemos podido olvidarlo? -se lamentó.

– ¿Por qué no usamos las barcas de hierro que había cerca de los pabellones del jardín? -propuso Fernanda.

– Pesan demasiado -arguyó el maestro Rojo, sacudiendo la cabeza-. Ni siquiera entre los cinco podríamos acarrear una de ellas. Además, tendríamos que romper muchos de esos bonitos árboles de arcilla para traerlas hasta aquí.

– Pues no hay otra solución -objetó Lao Jiang, enfadado. Se le veía congestionado, sudoroso. Su paciencia estaba llegando al límite.

– Pues usemos los árboles -propuse sin pensar-. Podemos talar… es decir, romper algunos de ellos por su base y, con la cuerda que usted tiene, fabricar una balsa.

– No, con mi cuerda no -rechazó de plano cortando el aire con la mano de manera tajante.

– ¿Por qué? -me extrañé.

– Podemos necesitarla a la salida.

– ¡Eso no es verdad! -me enfadé-. Tenemos los seis niveles abiertos. Lo más difícil es volver a pasar por los puentes y atravesar el metano. No vamos a necesitar su cuerda para nada.

– ¡Un momento, por favor! -nos interrumpió el maestro Rojo-. No discutan. Si Da Teh no quiere estropear su cuerda con la plata líquida, no la usaremos. Tengo otra idea. ¿Recuerdan los peces de acero que vimos flotando en la corriente de aquel riachuelo?

Todos asentimos.

– Pues ¿por qué no intentamos cruzar a nado?

– ¿Nadar en el mercurio? -me sorprendí.

– Es un líquido muy denso, maestro Jade Rojo -objetó Lao Jiang-. No creo que sea posible. Nos agotaríamos antes de llegar a la mitad, si es que llegamos.

– Sí, tiene usted razón -admitió el monje-, pero los peces flotaban así que nosotros también. Si utilizamos pértigas para desplazarnos, podremos llegar fácilmente al otro lado.

– ¿Y de dónde sacamos las pértigas? -pregunté.

– ¡Las cañas de bambú del jardín! -exclamó Fernanda-. Podemos coger algunas y nos empujamos con ellas. ¡Seremos como gondoleros de Venecia!

El maestro Rojo y Biao la miraron sin comprender. Los gondoleros de Venecia debían de ser para ellos lo mismo que los tianlus para nosotros.

Tonterías al margen, yo no veía nada claro eso de que nos metiéramos en el mercurio. Al fin y al cabo no dejaba de ser un metal y sumergirse en un metal parecía algo peligroso, sin contar con el frío terrible que hacía en aquel subterráneo. ¿Y si tragábamos involuntariamente una cierta cantidad y nos envenenábamos? Sabía que era un componente común de muchos medicamentos, sobre todo de los purgantes, de los antilombrices y de algunos antisépticos [51] , pero me daba miedo que, en cantidades superiores a las prescritas por los médicos, tuviera efectos perjudiciales para la salud.

Los niños ya corrían hacia el jardín en busca de las cañas de falso bambú. Aunque no había vuelto a quejarse, Biao cojeaba ligeramente del pie que se había lastimado al caer por el pozo, pero no parecía molestarle en absoluto. Les oí golpear algo con fuerza y, luego, el sonido de una cazuela de barro estrellándose contra el suelo.

– ¡Cógelo, Biao! -gritó mi sobrina.

Yo fui con el maestro Rojo y Lao Jiang a recolectar nuestras propias pértigas. El maestro cogió por las patas una grulla de largo pico y la utilizó para golpear las cañas. No tardamos mucho en parecer nazarenos penitentes marcando el paso con las varas de sus hachotes. Estábamos listos para meternos en aquella corriente de azogue.

El primero en hacerlo fue Lao Jiang. Antes, había comprobado que la profundidad del río era de unos dos metros y que, por lo tanto, podía impulsarse perfectamente. En cuanto se dejó caer, sonrió satisfecho.

– Estoy flotando sin ningún esfuerzo -dijo y, a continuación, apoyando su bambú en el fondo empezó a desplazarse hacia la otra ribera.

– Fernanda, Biao -les llamé-. Venid aquí. Quiero que me prometáis que no vais a abrir la boca cuando estéis en el mercurio y que no vais a sumergir la cabeza de ninguna de las maneras. ¿Me habéis entendido?

– ¿No puedo bucear? -se lamentó Biao que, por lo visto, ya lo había planeado.

– No, Biao, no puedes bucear, no puedes dar un trago de ese azogue, no puedes mojarte la cara y, a ser posible, no metas tampoco las manos.

– ¡Pero, tía, esto es ridículo!

– Me da igual. Ambos lo tenéis prohibido y como mis amenazas y mis órdenes parecen entraros por un oído y saliros por el otro, al primero que vea desobedecerme en esta ocasión le voy a dar, directamente, una buena tanda de azotes en cuanto estemos en el otro lado. Y os juro que lo pienso cumplir. ¿Está claro?

Asintieron no muy conformes. Seguramente se habían imaginado un divertido baño en el mercurio lleno de emocionantes experiencias.

Lao Jiang ya había llegado al otro lado y, tras pelear con la pértiga para sacarla del foso y dejarla en el suelo sin que se rompiera, intentaba escapar trabajosamente del río impulsándose con las manos. Debía de llevar la ropa, en apariencia seca, llena de mercurio y el peso no le dejaba moverse. Por fin, con un esfuerzo considerable, consiguió poner una pierna sobre el margen y salir. Resopló y se sacudió como un perro de lanas, desprendiendo a su alrededor una nube de azogue que cayó al suelo.

– Lánceme mi bolsa, maestro Jade Rojo -pidió, y a mí se me encogió el estómago. Ya estaba informada de que la dinamita era la mercancía más segura del mundo pero saberlo no significaba que me lo creyera. La bolsa explosiva voló por los aires y atravesó limpiamente el río gracias a la fuerza del maestro.

– Ahora usted, madame.

– No, prefiero que crucen los niños primero.

Fernanda y Biao no lo dudaron. Les estuve vigilando con ojos de águila durante todo el trayecto pero, además de temblar por el frío y de tontear y reírse, cumplieron mis órdenes a rajatabla y pude respirar tranquila cuando les vi llegar junto a Lao Jiang sanos y salvos. Entonces, me dispuse a sumergirme yo mientras el maestro lanzaba las bolsas de los niños, mucho menos pesadas que la del anticuario.

Al principio, el mercurio helado me cortó la respiración pero, pasado ese primer momento, resultaba muy cómodo flotar de aquella manera, meciéndose en el líquido espeso sin tener que agitar las piernas ni bracear. Bastaba con apoyar el bambú contra el fondo y, siguiendo con el ejemplo puesto por Fernanda, la inercia te llevaba como una góndola veneciana en la dirección deseada. Podía entender las risas tontas de los niños porque era realmente divertido.

Pronto estuve en la otra orilla y Lao Jiang y Biao tuvieron que ayudarme a salir; la ropa, efectivamente, pesaba como si fuera de plomo. El maestro lanzó primero mi bolsa y luego la suya y, a continuación, se sumergió mientras yo me giraba para examinar aquella impresionante explanada y sus gigantes de bronce. Había doce en total, seis a cada lado de la avenida principal y medirían más de diez metros de alto cada uno. Todos eran distintos y parecían representar seres humanos auténticos de mirada fiera y postura marcial. Desde luego, imponían. Si su objetivo era amedrentar a los visitantes del Primer Emperador, lo conseguían de largo.

Caminamos hacia ellos y tomamos la avenida con la exaltación y el nerviosismo que nos producía la proximidad, ahora ya indiscutible, de la auténtica sepultura del Primer Emperador de la China. Llegamos a las escalinatas y comenzamos a subir. Afortunadamente, sólo era un tramo de cincuenta escalones que no provocó ninguna pérdida irreparable en el grupo y, antes de que nos diéramos cuenta, estábamos plantados frente a los huecos de las puertas de la gran sala de audiencias de Afang. Sin embargo, la imagen espeluznante que apareció ante nuestros ojos no era algo para lo que hubiéramos podido estar preparados de ninguna manera: millones de huesos humanos esparcidos por el suelo de la sala, esqueletos amontonados en incontables pilas que se perdían en la distancia, cuerpos descarnados que se acumulaban contra las paredes luciendo aún viejos trozos de vestidos, joyas o adornos para el cabello. Mujeres, había muchas mujeres. Las concubinas de Shi Huang Ti que no llegaron a darle hijos y, los demás, los desgraciados trabajadores forzados que habían construido aquel mausoleo. Entre los restos de aquel infinito camposanto estarían los de Sai Wu, nuestro guía en aquel largo viaje. Se me hizo un nudo en la garganta al tiempo que notaba cómo los niños se pegaban, despavoridos, a mis costados. Nadie hubiera podido contemplar aquella lamentable escena sin sentir lástima ni sin imaginar con pavor la horrible muerte que sufrieron aquellos miles y miles de personas para satisfacer la megalomanía de un solo hombre, de un rey que se creyó todopoderoso. ¡Cuántas vidas desperdiciadas por nada, cuánto sufrimiento y angustia para castigar la supuesta infertilidad de unas muchachas casadas con un viejo ególatra y para mantener el secreto de aquella tumba! Podía entender a Sai Wu, su rabia, su deseo de venganza. Por muy admirable que hubiera sido la obra del Primer Emperador, no tenía derecho a llevarse con él las vidas de tanta gente inocente. Sabía que mi juicio no era justo, que aquellos tiempos no eran los míos y que no se podía censurar el pasado desde una perspectiva tan lejana pero, con todo, seguía pareciéndome horrible y odioso que un simple hombre hubiera tenido tanto poder sobre los demás.

[51] Hasta hace pocos años no se descubrió la alta toxicidad del mercurio.


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