Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Buenos días, tía -me saludó mi sobrina al verme con los ojos abiertos-. ¿Ha descansado bien? Dormía usted profundamente. No quisimos despertarla.

– Gracias -dije, saliendo de mi k’ang -. ¿Podría tomar un té?

Fernanda me extendió mi taza y un poco de pan.

– Es todo lo que hay -dijo a modo de disculpa. Sacudí la cabeza para indicarle que me daba igual, que tenía suficiente. Bebí el té con ansia. Me dolía un poco la cabeza.

Fue entonces cuando vi a Biao y al maestro Rojo inclinados sobre mi libreta Moleskine en la que el niño estaba dibujando con uno de mis lápices. Fernanda, que se dio cuenta, le propinó un codazo en las costillas. Él levantó la cara, aturdido, y miró en todas direcciones hasta que se quedó atrapado en mi mirada.

– ¿Qué estás haciendo, Biao? -Si mi voz hubiera sido un cuchillo, Biao habría quedado partido por la mitad. Boqueó, bizqueó, puso caras raras y, por fin, masculló una serie de palabras incoherentes-. ¿Qué has dicho?

– Que necesitaba su libreta, tai-tai, y como usted estaba durmiendo…

– ¿Y para qué necesitabas mi libreta?

– Porque esta noche he tenido un sueño y quería comprobar…

Todos habíamos tenido sueños y no nos dedicábamos a echar el guante a las cosas de los demás.

– ¿Y has cogido mi carísima libreta de dibujo porque has soñado algo que querías comprobar?

– Sí, tai-tai, pero era un sueño importante. He soñado que descubría cómo hacer el «Cuadrado Mágico».

Me miró con la esperanza de verme mudar el gesto pero yo no moví ni un solo músculo de la cara.

– No el «Cuadrado Mágico» grande, por supuesto -aclaró atropelladamente-. El pequeño, el de la ruta de la energía, el que apareció en el caparazón de la tortuga.

– ¿Y al despertar sabías cómo hacerlo? -pregunté fríamente.

– No, tai-tai. Sólo había sido un sueño. Pero me dio la idea: si descubrimos el truco matemático para hacer el «Cuadrado Mágico» pequeño, el de tres por tres que ya conocemos, podemos utilizarlo para resolver el grande, el de nueve por nueve.

– ¿Y cuántas páginas de mi libreta has estropeado ya para descifrar ese truco? -le pregunté con toda intención porque había visto un puñado de hojas arrugadas en el suelo.

Biao miró con desesperación al maestro Rojo y a Lao Jiang, pero los dos hombres olían el peligro.

– No sea tan dura, tía -me reprendió Fernanda-. No tenemos otra cosa para escribir. Ya se comprará más libretas en Shanghai.

– Pero ésa era de París -objeté- y tiene mis dibujos del viaje.

– ¡No he tocado sus dibujos, tai-tai ! Sólo he usado las hojas nuevas.

Esas preciosas hojas limpias, tersas, uniformes, con ese olor a papel bueno y ese color crema tan suave que servía de fondo perfecto a la sanguina…

Me levanté del k'ang, enfadada conmigo misma. ¿Qué importaba una dichosa libreta? ¡A paseo con mi ridículo sentido de la propiedad! Sólo quería otro té.

– Sigue usándola -le dije a Biao sin mirarle-. He dormido mal.

– Debería hacer taichi -me recomendó el anticuario.

– Pues espero que usted haya hecho el suficiente como para cambiarle el humor -repuse airada-, porque está insoportable desde que llegamos al mausoleo. ¿No era tan moderado y taoísta? Nadie lo diría ahora, Lao Jiang, créame.

Él apretó los labios y bajó la mirada. Mi sobrina puso cara de espanto y los otros dos aparentaron sumirse en sus operaciones matemáticas con absoluto interés. ¡Qué terrible es pasar una mala noche y qué cobarde se vuelve todo el mundo cuando alguien saca el mal genio! Me dolía la cabeza.

– Sí, podría ser… -oí decir al maestro Rojo-, pero no veo cómo vas a colocar los números que sobran.

– Es que no sobran, maestro -le explicaba Biao-. Como ya tenemos el resultado, sabemos dónde van. Lo que debemos hacer es fijarnos si existe alguna regla que determine esa colocación en todos los casos.

– Muy bien, pues baja el primer número.

– Sí, pero lo haré con otro color, para ver si aparece alguna figura -dijo el niño cogiendo el lápiz rojo de la caja abierta.

– Ahora sube el número nueve.

– Sí, está claro -murmuró Biao-. Ahora el tres me lo llevo a la izquierda y el siete lo pongo en la casilla vacía de la derecha.

Sentí curiosidad y, con la taza de té caliente entre las manos, me acerqué a él por la espalda y miré por encima de su hombro. Había dibujado un rombo con los nueve números que formaban el «Cuadrado Mágico», es decir, que había puesto el número uno arriba; debajo, el cuatro y el dos; en la siguiente fila, que era la central y más larga, el siete, el cinco y el tres; en la cuarta fila, el ocho y el seis; y, por último, abajo, el nueve.

– ¿Por qué has distribuido así los números, Biao? -pregunté. No aspiraba a comprenderlo pero, a lo mejor, atrapaba al vuelo alguna idea.

– Pues me fijé en que, dentro del «Cuadrado Mágico», la diagonal que va desde el sureste hasta el noroeste estaba formada por el cuatro, el cinco y el seis. Entonces, siguiendo esa pauta, puse también en diagonal el uno sobre el dos de la esquina suroeste y el tres debajo. Ya tenía dos filas diagonales de números consecutivos y, después, hice lo mismo con el siete y el nueve, colocándolos arriba y debajo del ocho de la esquina noreste. Tres diagonales de números del uno al nueve. Después de quitar los números repetidos del interior del «Cuadrado Mágico», me quedó este dibujo…

– Es un rombo.

– … este rombo que el maestro Jade Rojo y yo hemos estudiado y del que hemos sacado algunas conclusiones. Lo que estábamos haciendo ahora, cuando usted ha preguntado, era volver a meter los números en el «Cuadrado Mágico», para ver desde dónde vienen y si hay alguna regla común en ese movimiento.

– ¿Y la hay? -pregunté, dando un sorbo a mi té.

– Pues parece que sí, madame -añadió, sorprendido, el maestro Rojo-, y lo más admirable de todo es su sencillez. Si se cumple también en el «Cuadrado Mágico» del sentido inverso de la energía, creo que Biao ha dado con la fórmula para crear «Cuadrados Mágicos», uno de los ejercicios matemáticos más complicados que existen.

Biao, con falsa humildad desvelada por el rojo de sus orejas, dibujó el rombo de nuevo para que yo viera todo el proceso. Miré a Lao Jiang con una sonrisa, pensando que, al menos, se le vería tranquilo porque las cosas iban bien, y le descubrí con un severo gesto de disgusto, la mirada perdida y las manos ocupadas haciendo girar el yesquero de plata entre los dedos. Sentí un miedo extraño e indefinido. Aquella imagen de Lao Jiang despertaba una parte de mi antigua neurastenia y noté que el pulso se me atropellaba. Pero el pobre anticuario no hacía nada raro, sólo permanecía inmóvil y concentrado, ajeno a todo, de modo que no tenía sentido que yo estuviera tan asustada. Nunca me curaría de mis aprensiones enfermizas, me dije, siempre tendría que estar luchando contra los fantasmas provocados por el miedo irracional.

Haciendo uso de toda mi fuerza de voluntad, me centré en el rombo de números que Biao acababa de dibujar.

– ¿Lo ve bien, tai-tai ? -me preguntó.

– Sí, perfectamente.

– Pues ahora trazo encima del rombo los bordes del «Cuadrado Mágico». ¿Lo ve también? -repitió.

Y, efectivamente, encerró en un cuadrado los cinco números centrales dándole la apariencia de la cara de un dado: el cuatro y el dos arriba, el cinco solo en el centro y, debajo, el ocho y el seis. Después añadió las dos rayas verticales y las dos horizontales que faltaban para obtener la cuadrícula de nueve casillas.

– ¿Se ha dado cuenta? -preguntó, nervioso.

– Sí, sí. Por supuesto -repuse amablemente.

– Pues ahora, tenemos que coger los números que han quedado fuera del cuadrado y meterlos en las casillas vacías.

Con el lápiz rojo tachó el uno que se había quedado solo arriba y lo escribió en el compartimento que había debajo del cinco. Luego, tachó el nueve de abajo y lo garabateó en el compartimento de arriba. El tres que había a la derecha lo colocó a la izquierda y el siete de la izquierda a la derecha. Ahí estaba el «Cuadrado Mágico» completo: absolutamente recuperado y perfecto.

– ¿Lo ha visto?

– Naturalmente, Biao. Es fascinante.

– La regla es llevar los números que sobran a las casillas situadas en su misma línea pero en el lado opuesto del cinco, que es el centro.

– Repítelo todo de nuevo con el «Cuadrado Mágico» de la ruta de la energía en sentido descendente -le pidió el maestro Rojo.

Biao se fijó rápidamente en que, la diagonal que iba desde el sureste hasta el noroeste y que antes contenía el cuatro, el cinco y el seis, ahora estaba formada por el seis, el cinco y el cuatro. Esa pequeña pista le llevó a invertir la disposición de los números del rombo y, después de eso, el resto del proceso fue exactamente igual. Al acabar, tenía el «Cuadrado Mágico» perfectamente conseguido.

– ¿Servirá para aplicarlo a un cuadrado tan grande como el del suelo, Biao?-le pregunté.

– No lo sé, tai-tai -dijo, nervioso-. Supongo que sí debería servir pero, claro, hasta que lo hagamos en el papel no podremos saberlo. Seguramente quedarán muchos más números del rombo fuera de los bordes del cuadrado y habrá que descubrir cómo meterlos dentro sin tener la referencia del «Cuadrado Mágico» terminado para comprobar si lo estamos haciendo bien.

– Pues empieza ya -le ordenó Lao Jiang, que seguía jugueteando con el yesquero.

El niño empezó a poner números muy pequeñitos en la hoja de papel para que le cupiesen todos.

– En el «Cuadrado Mágico» de tres por tres las filas diagonales del rombo estaban formadas por tres números. Como éste será de ochenta y una casillas, las estoy haciendo de nueve -explicó mientras seguía escribiendo cifras sin parar en líneas inclinadas.

Por fin, escribió el número ochenta y uno en el vértice inferior.

– Aquí, el número del centro no es el cinco, claro -murmuró, hablando consigo mismo-. Es el cuarenta y uno. Entonces…, si éste es el centro, los bordes del «Cuadrado Mágico» pasarán por aquí, por aquí -canturreó mientras dibujaba líneas de nueve casillas-, por aquí y también por aquí. ¡Ya está!

Exhibió con orgullo la libreta en el aire y todos sonreímos. Había encerrado las ochenta y una casillas en un cuadrado de nueve por nueve con un montón de huecos vacíos. La absurda idea de que Biao fuera adoptado por Lao Jiang ya no entraba en mis planes. El anticuario nunca sería un buen padre aunque supiera transmitirle al niño los profundos valores de su cultura. Pese a ello, seguía teniendo muy claro que Biao no debía regresar al orfanato. ¿Sería el monasterio de Wudang un buen lugar para él cuando todo esto terminase? ¿Le darían allí lo que necesitaba para desarrollar ese don que, como la pintura, requería de tantos años de estudio y de un duro y largo aprendizaje? Tenía que pensarlo. No podía devolvérselo al padre Castrillo y olvidarle, pero tampoco podía llevármelo a París, lejos de sus raíces, para convertirlo en ciudadano de segunda clase en un país que siempre lo miraría como si fuera una chinería exótica y no una persona. ¿Era Wudang la mejor opción para él?

73
{"b":"87969","o":1}