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Por fin, tras descender ocho alturas, llegamos al suelo y, con mis resistentes botas chinas, zapateé -un poco- de alegría sólo por la satisfacción de no estar ya colgada en el aire caminando como una maniquí de Haute Couture. Lao Jiang y el maestro Rojo me miraron desconcertados pero no les hice ni caso. Habíamos bajado desde una altitud de vértigo, seguramente más de ciento cincuenta metros, y habíamos llegado al final sanos y salvos gracias a nuestra prudencia y, sobre todo, gracias a esos sólidos puentes de hierro por los que no parecían haber pasado los milenios. Agradecí a Sai Wu su buen hacer desde lo más profundo de mi corazón.

Allí abajo todo se veía de otra manera. Eché la cabeza hacia atrás hasta donde pude, puse las manos en bocina alrededor de la boca y grité llamando a los niños por sus nombres. No podía verles a través de la malla de hierros pero les oí vociferar desde muy lejos sin entender lo que decían. Bueno, lo importante era que estaban bien y que se habían quedado donde yo les había dicho. No estaba muy segura después de haberles visto hacer de las suyas durante el viaje. Ahora ya podía enfrentarme a esos misteriosos Bian Zhong del cuarto subterráneo.

– Lao Jiang, ¿por qué no le explica al maestro Jade Rojo lo que decía Sai Wu en el jiance sobre los Bian Zhong ?

– Maestro, ¿sabe usted lo que son los Bian Zhong ? -preguntó el anticuario-. Sai Wu le decía a su hijo que en el cuarto nivel se encontraba la cámara de los Bian Zhong y que tenían algo que ver con los Cinco Elementos.

– Los Bian Zhong son campanas, Da Teh.

– ¿Campanas?

– Sí, Da Teh, campanas, campanas mágicas de bronce capaces de emitir dos tonos diferentes: un tono bajo cuando son golpeadas en el centro y otro agudo cuando se las golpea en los lados. Hoy en día ya no se usan por la complejidad de su ejecución pero son uno de los instrumentos musicales más antiguos de China.

– ¿Cómo es posible que yo no hubiera oído nunca hablar de esas campanas? -se extrañó Lao Jiang.

– Quizá porque apenas quedan unas cuantas en algunos monasterios y porque nada sabríamos de su existencia si no fuera por las partituras conservadas en las bibliotecas con anotaciones acerca de su gran antigüedad. Además, no son campanas normales como las que usted haya podido ver habitualmente. Son campanas planas. Da la sensación, al verlas, de que les ha caído una piedra encima.

– ¿Y qué tienen que ver esas campanas planas con los Cinco Elementos? -rezongué.

– Bueno, si se trata de los Cinco Elementos no creo que la solución sea muy complicada.

No quería ser agorera, pero el maestro Rojo se parecía un poco a mí en cuanto a la capacidad de predecir el futuro. Había sido él quien había dicho, muy tranquilo, que «diez mil» puentes sólo serían «muchos» puentes, dándole el sentido de «unos cuantos». Así que más valía no hacerse falsas ilusiones. Y, encima, todas mis notas sobre los Cinco Elementos tomadas de aquella clase a la que asistimos Biao y yo en Wudang se habían quedado en la libreta que les había dejado a los niños.

– Muy bien -exclamó Lao Jiang-, pues vamos a buscar esas campanas.

Caminamos un rato cerca de las paredes y, finalmente, encontramos, a unos cien metros detrás del último puente por el que habíamos bajado, una trampilla en el suelo.

– ¿Más descensos? -bromeé.

– Eso parece -repuso Lao Jiang sujetando la argolla y tirando de ella con fuerza. Como en los niveles anteriores, se abrió sin ninguna dificultad y otra vez descubrimos los consabidos barrotes de hierro sujetos a la pared a modo de escalera. Descendimos por ellos sumergiéndonos en la oscuridad aunque, por fortuna, el tramo fue muy corto. En seguida Lao Jiang, que iba el primero, nos avisó de que había llegado al final y, antes de que el maestro Rojo, que iba el último, pusiera un pie en el suelo, él ya había encendido la antorcha de metano (palabra que ahora me producía una enorme desazón) con su hermoso yesquero de plata. Y sí, allí estaban los Bian Zhong, imponentes, impresionantes, colgando frente a nosotros de un hermoso armazón de bronce que ocupaba por completo la pared del fondo, desde el techo hasta el suelo y de un lado al otro. Diría, sin temor a exagerar, que aquel monstruoso instrumento musical debía de medir unos ocho metros de largo por cuatro o cinco de alto. Había muchísimas de aquellas extrañas campanas aplastadas, una barbaridad, seis filas para ser exacta y, en cada una de ellas, conté once, que iban aumentando de tamaño de izquierda a derecha. A la izquierda estaban las pequeñas -del tamaño de un vaso de agua- y a la derecha las gigantescas, que hubieran podido utilizarse, dándoles la vuelta, como cubos para la basura o para el agua de limpiar.

A la luz de la antorcha de Lao Jiang, el oro de sus ondulados adornos todavía brillaba. Después descubrimos que también llevaban dibujos hechos con plata, pero la plata se había oscurecido y no destacaba tanto. Parecían bolsos expuestos en un escaparate y sus dos lados inferiores, terminados en graciosos picos, aún los hacía estar más a la moda. Las asas colgaban de unos ganchos dispuestos a distancias regulares en las seis gruesas barras que cruzaban de lado a lado el descomunal bastidor cubierto de verdín. Delante de este hermoso Bian Zhong, que también se llamaba así el carillón completo, sobre una pequeña mesa de té, había dos mazos del mismo metal, ambos de un metro de largo como poco, y que, sin duda, servían para golpear con ellos las campanas aplastadas.

– ¿Tenemos que interpretar alguna música en concreto? -pregunté por incordiar.

El maestro Rojo, con su habitual capacidad de análisis y concentración, ya se estaba acercando al Bian Zhong para examinarlo con cuidado y, como necesitaba luz, le hizo un gesto a Lao Jiang para que fuera tras él, pero el anticuario había descubierto vasijas de grasa de ballena en las paredes y se disponía a prenderlas para apagar la antorcha. En realidad, ya me estaba acostumbrando al olor que desprendían esas lámparas y cada vez me molestaba menos. Acabaría por no advertirlo aunque, por descontado, tampoco lo echaría de menos cuando saliéramos al puro, limpio y abundante aire fresco del exterior. En aquel momento recuerdo que sentí un poco de hambre. No tenía ni idea de la hora que era, puede que media tarde, pero no habíamos comido nada en todo el día y los efectos del metano ya hacía un buen rato que habían desaparecido.

En cuanto la habitación se iluminó con la luz de las lámparas, el maestro Rojo se concentró en las campanas. También Lao Jiang y yo nos acercamos al armazón para curiosear aunque, al menos yo, no podría servir de mucha ayuda. Eran unas campanas realmente bonitas, con pequeños botones en relieve en su parte superior y dibujos de nubes en movimiento -hechos de oro- en la inferior. Tanto el borde de arriba como el extremo picudo de abajo lucían un ribete de plata con un adorno similar a una greca pero hecha con las volutas y sinuosidades propias del diseño chino.

– Aquí están los Cinco Elementos -anunció el maestro Rojo poniendo un dedo ganchudo sobre el centro de la campana que tenía frente a la nariz. Me acerqué a mirar y vi que su índice señalaba, dentro de un óvalo situado entre los botones y las nubes, un ideograma chino parecido a un hombrecito con los brazos abiertos-. Este es el carácter Fuego y aquí -y puso el mismo dedo sobre la campana de al lado-, Metal. En esta otra pueden ver el elemento Tierra, la Madera aquí y, aquí, el Agua.

Eché un vistazo general al Bian Zhong y dije:

– Maestro Jade Rojo, no quisiera desanimarle pero cada una de las campanas tiene alguno de esos cinco ideogramas.

El carácter Agua era muy parecido al del Fuego salvo por el hecho de que el hombrecito tenía tres brazos, dos de ellos derechos. La Tierra parecía una letra T invertida, la Madera era una cruz con tres patas y el ideograma Metal hubiera pasado, sin confusión, por el dibujo de una casita monísima con un tejadillo a dos aguas. Definitivamente, el carácter que más me gustaba era éste, el del Metal.

– Me temo que va a ser muy complicado resolver este enigma -dijo pesaroso el maestro, mirando de reojo los largos mazos que descansaban sobre la mesita de té-. En primer lugar, hay que averiguar lo que tenemos que hacer: ¿descubrir una serie musical escrita con los ideogramas de los Cinco Elementos?

– ¿Por qué no empezamos golpeando esas cinco campanas del centro a ver qué pasa? Luego, probamos con todas las que lleven el mismo carácter y seguimos buscando combinaciones hasta que alguna funcione.

Ambos hombres me miraron como si me hubiera vuelto loca.

– ¿Sabe el ruido que hacen estos Bian Zhong, Elvira? -se enfadó Lao Jiang.

– ¿Y qué tendrá que ver el ruido que hagan? -objeté-. ¿No están aquí esos mazos para eso? ¿Cómo quiere que bajemos al quinto subterráneo si no resolvemos esta partitura musical?

– Debemos pensar -opinó el maestro Rojo, recogiéndose la túnica y sentándose en el suelo en postura de meditación.

– ¿Puedo intentarlo, al menos? -insistí desafiante, cogiendo los mazos.

– Haga lo que quiera -me respondió Lao Jiang tapándose los oídos con las manos y acercándose a las campanas para seguir examinándolas.

Era lo que estaba deseando escuchar. Sin pensarlo dos veces me lancé a la apasionante experiencia interpretativa de golpear (con cuidado, eso sí) sesenta y seis antiguas campanas aplastadas en todas las series y formas que se me iban ocurriendo. Tenían un sonido hermoso, como apagado, como si después de tañerlas pusieras una mano encima para ahogar la vibración y, con todo, de alguna manera, siguieran palpitando. Era, sin duda, un sonido muy chino, muy diferente a lo que estaba acostumbrada a oír e indiscutiblemente bello de no ser por mi terrible interpretación que no atinaba a dar, ni por casualidad, con la escala de ocho notas occidentales. No se parecía en absoluto al sonido de las campanas eclesiásticas aunque quizá su antigüedad y su capa de cardenillo modificaban en algo la resonancia original. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro.

– ¿Sí? -pregunté sorprendida, volviéndome y viendo a Lao Jiang.

– Por favor, se lo suplico, ¿podría parar?

– ¿Les molesta el sonido?

El maestro Rojo, que seguía sentado en el suelo, dejó escapar una espontánea y por completo insólita carcajada.

– Es insoportable, Elvira. Por favor, déjelo.

Hay cosas que no cambian en esta vida. Cuando era muy pequeña, antes de empezar a estudiar el odioso solfeo, me gustaba aporrear el piano de casa hasta que me arrancaban del asiento entre rabietas y me castigaban. Ahora, más de treinta años después, y en China, se volvía a producir la misma situación. Era mi aciago destino.

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