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– Ve donde está el maestro y dile que recoja él a Lao Jiang. Tú, márchate con la niña. Es el aire, Biao. Hay gas venenoso en el aire. Salid los dos de aquí rápidamente.

Sentí cómo me quitaba a Fernanda de los brazos y noté que se alejaba con paso torpe. No hizo falta que le dijera nada al maestro. Sé que se cruzaron en el camino y que éste le indicó cómo llegar a la trampilla: todo recto en la misma dirección en la que avanzábamos.

– Vamos, madame -oí decir al maestro Rojo junto a mí.

– ¿Y Lao Jiang?

– Ha perdido el conocimiento.

– Cójale a él y sáquelo de aquí. Yo sólo necesito que me permita sujetarme a su túnica para no perderme. No creo que pueda seguir yo sola una línea recta.

¿De dónde saqué la fuerza para caminar, para apretar entre los dedos helados la tela de la túnica del maestro y para acompañarle dificultosamente hasta la trampilla arrastrando los pies, sin ser consciente de mis movimientos y, en realidad, profundamente dormida? No lo sé. Pero, cuando pude volver a pensar, descubrí que era mucho más fuerte de lo que creía y que, como decía la frase del Tao te king que me había regalado el abad de Wudang, cuando todo se puede superar, no hay nadie que conozca los límites de su fuerza.

Aunque suene paradójico, abrí los ojos porque me cegó la claridad. Parpadeé y me froté con las manos hasta que conseguí acostumbrarme de nuevo a la luz. Era la llama de la antorcha de Lao Jiang, radiante como un sol de mediodía. Estaba tumbada en el suelo pero no tenía ni idea de dónde me encontraba y mi primer pensamiento consciente fue para Fernanda.

– ¿Y mi sobrina? -pregunté en voz alta-. ¿Y Biao?

– Aún no se han despertado, madame -me contestó el maestro Rojo inclinándose sobre mí para que le viera la cara. Era él quien sostenía la antorcha. Me apoyé en los codos y levanté la cabeza para observar el lugar en el que estábamos: una plataforma amplia parecida a las del pozo Han por el que habíamos bajado al mausoleo aunque cubierta de baldosas negras y bastante más grande que aquéllas, pues, además de las cuatro personas que estábamos allí tumbadas, aún hubieran cabido cuatro o cinco más. El lugar era también un pozo profundo, circular y amplio como aquél, sólo que en éste las paredes eran de piedra y parecían más sólidas y recias.

Fernanda, Lao Jiang y Biao dormían, completamente inmóviles, sobre el suelo de baldosas.

– ¿Ha intentado despertarles, maestro?

– Sí, madame, y no tardarán en hacerlo. Como a usted, les he aplicado en la nariz unas hierbas de efectos estimulantes que pronto les harán recuperar el sentido. Respirar metano es muy peligroso.

– ¿Y por qué usted no se envenenó? -le pregunté mientras me incorporaba con ayuda de las manos y me quedaba sentada en el suelo.

El maestro Rojo sonrió.

– Eso es un secreto, madame, un secreto de las artes marciales internas.

– No irá a decirme que usted no respira… -bromeé, pero algo vi en su cara que me hizo palidecer-. Porque usted respira, ¿verdad, maestro jade Rojo?

– Quizás un poco menos que ustedes -admitió de mala gana-. O quizá de otra manera. Nosotros aprendemos a respirar con el abdomen. El control de la respiración y de los músculos que la gobiernan es una de nuestras prácticas habituales de meditación. Forma parte del aprendizaje de las técnicas de salud y longevidad. Mientras ustedes inhalan y exhalan unas quince o veinte veces, y los niños algo más, nosotros lo hacemos sólo cuatro, como las tortugas, que viven más de cien años. Por eso no me afectó el metano, porque inhalé mucha menos cantidad.

Los celestes y, en particular, los taoístas no dejaban nunca de sorprenderme, pero no tenía fuerzas para asimilar más cosas raras. Sentía dolor por todo el cuerpo. Echando el resto conseguí ponerme en pie y, al girarme, justo a mi espalda, vi unos barrotes de hierro en la pared que componían, sin duda, la escalinata por la que habíamos bajado -aunque yo no recordara cómo- desde el nivel del metano. Arriba, a unos tres metros, estaba el techo y se distinguía, afortunadamente muy bien cerrada, la trampilla que daba paso a la gran catedral de suelo de bronce saturada de gas. Todavía no podía comprender cómo habíamos salido vivos de allí. Al menos, había sido capaz de seguir dejando caer las turquesas hasta el último momento (el último que recordaba, que no sabía muy bien cuál era). Ya veríamos si servían para algo.

Mi sobrina abrió los ojos y gimió. Me arrodillé a su lado y le pasé la mano por el pelo.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté con afecto.

– ¿Podría alguien apagar la luz, por favor? -protestó, exasperada. La mano que tenía en su cabeza tentada estuvo de bajar y largarle un bofetón como Dios manda, pero yo no era partidaria de esas cosas y, además, no hubiera sabido hacerlo. Ahora que, desde luego, ganas de aprender no me faltaron.

Biao se despertó también quejándose por la luz de la antorcha aunque, como sirviente que era, se comportó con más educación.

– ¿Dónde estamos?

– No podría decirte, Biao. Hemos salido del segundo piso del mausoleo pero todavía no hemos bajado hasta el tercero. Hay rampas como en el pozo en el que te caíste, aunque más grandes y firmes. Mira -dije señalándole la pared de enfrente en la que se veían dos niveles de bajadas. Si nos asomábamos al pozo seguramente podríamos divisar más, pero no tenía ganas de moverme tanto para eso.

Ayudé a los niños a levantarse y entontes fue Lao Jiang el que dio señales de vida.

– ¿Qué tal se encuentra, Da Teh? -le preguntó el maestro acercándole la antorcha.

– ¡Apártela, por favor! -exclamó cubriéndose los ojos con el brazo.

– Bien, estamos todos vivos -dejé escapar con satisfacción, más que nada por disimular mi profundo enfado con Lao Jiang. No tenía intención de decirle nada, pero pensaba vigilarle muy de cerca y leer sus pensamientos si era necesario para evitar que volviera a ponernos a todos en peligro por decisión propia. No sucedería de nuevo.

– ¿Comemos antes de empezar a bajar? -preguntó tímidamente el maestro Rojo.

Los niños pusieron cara de asco y tanto Lao Jiang como yo denegamos con la cabeza. Ni siquiera podía pensar en la comida sin sentir angustia de nuevo.

– ¿Sabe lo que nos vendría bien, tía? -comentó Fernanda cogiendo su hato-. Una infusión de jengibre contra los mareos como las que tomaba usted en el barco.

– Coma algo mientras bajamos, maestro Jade Rojo -dijo Lao Jiang, echando a andar por la plataforma en dirección a la primera rampa. Los demás le seguimos a toda prisa y el maestro no hizo siquiera intención de sacar la comida de su bolsa.

Empezamos a descender aquella fosa por la espiral que, pegada a la pared, formaban las plataformas y las rampas. No resultó muy pesada y lo mejor de todo fue que del fondo ascendía una suave corriente de aire fresco que nos limpiaba el cerebro de brumas y la sangre de veneno. Al cabo de muy poco tiempo, el aire se volvió frío y algo después pasó a ser gélido. Nos arropamos bien y escondimos las manos en las grandes mangas de las chaquetas acolchadas. Pero ya habíamos llegado al final del pozo. La última rampa terminaba súbitamente y, enfrente, la boca de un túnel era el único camino posible a seguir.

– ¿Dónde están los diez mil puentes? -murmuró Lao Jiang.

– El arquitecto Sai Wu le escribió a su hijo que encontraría diez mil puentes en el tercer subterráneo que, en apariencia, no le conducirían a ninguna parte -le dije al maestro Rojo para que entendiera de lo que estaba hablando Lao Jiang-. Sin embargo, existía un camino entre ellos que le llevaría hasta la única salida.

– ¿Diez mil puentes? -repitió él-. Bueno, diez mil es un número simbólico para nosotros. Sólo quiere decir «muchos».

– Lo sabemos -repliqué, observando cómo el anticuario se dirigía con paso firme hacia una vasija situada en la boca del túnel, similar a las de los muros del palacio funerario. Cuando le acercó la llama de la antorcha, quizá por el frío, tardó un poco más que las otras en prenderse pero, una vez que el resplandor adquirió cuerpo y fuerza, vimos la repetición del fenómeno del fuego avanzando por un canalillo a lo largo de la pared. El túnel quedó iluminado.

Avanzamos por él unos quince metros, con mucha cautela y los cinco sentidos alerta. Al fondo, se veía una extraña estructura de hierro y, detrás, la oscuridad. Nos dirigimos hacia allí para examinar aquel armazón que, además de estar completamente oxidado, parecía brotar misteriosamente del suelo. Tres gruesos pilotes de escasa altura (dos a los lados y uno en el centro del pasillo) brotaban de la piedra y sujetaban firmemente unas impresionantes cadenas del mismo material. La cadena del centro avanzaba en línea recta hacia la oscuridad del fondo; las dos de los lados subían en diagonal hacia la parte superior de otros dos robustos postes de algo más de un metro de altura y, desde allí, se lanzaban también al vacío en línea recta.

– ¿Un puente? -preguntó Fernanda, atemorizada.

– Me temo que sí -confirmó Lao Jiang.

Tres cadenas, me dije, sólo tres cadenas de hierro. Una para caminar y otras dos, a un metro y pico de altura, para sujetarse. Desde luego eran enormes, de eslabones tan gruesos como mi puño pero, con todo, no parecía la manera más segura de cruzar un río o una sima.

El fuego del canalillo inflamaba cada vez más y más vasijas y las tinieblas se volvían claridad. Apostados en el límite del túnel contemplábamos boquiabiertos cómo la luz nos iba desvelando poco a poco el tercer subterráneo del mausoleo. Nuestro puente de hierro terminaba a unos treinta metros de distancia, en un pedestal de tres metros cuadrados del que nacían otros dos puentes más que seguían avanzando hacia el fondo y hacia un lado. El problema era que había muchos pedestales como ése y que todos estaban conectados por puentes de hierro y que esos pedestales eran, en realidad, unas gigantescas pilastras que se hundían en la tierra tan profundamente que no podíamos ver el final y que, hasta donde la vista alcanzaba mirando hacia abajo, cientos, miles de puentes formaban un laberinto tejido con hierro en horizontal y diagonal, a distintas alturas y con diferentes inclinaciones, naciendo y muriendo en la superficie de pilastras de elevaciones desiguales. Sai Wu no había mentido ni exagerado cuando le escribió a su hijo: «Hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte.»

Abrumados, contemplábamos el laberinto sin hablar, conteniendo la respiración mientras el fuego avanzaba hacia abajo, ampliaba nuestro campo de visión y confirmaba lo que temíamos. En algún momento, las llamas llegaron al fondo e iniciaron un recorrido ascendente por las pilastras. No mucho después, todo el lugar estaba perfectamente iluminado y se olía de nuevo ese desagradable aroma que producía la combustión del aceite de ballena.

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