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– Pero ¿debemos seguir hacia el sur? -pregunté. El dolor de cabeza se iba agudizando por momentos y cada vez que me inclinaba para dejar una turquesa me parecía que dejaba también una parte de mi cerebro pegada al suelo.

– Sí, madame, puesto que el hexagrama no menciona otra dirección, debemos seguir hacia el sur. Cójanse otra vez y síganme lo más rápido que puedan, por favor.

– ¿Seguro que usted se encuentra bien, maestro Jade Rojo? -pregunté mientras sujetaba las manos heladas de los niños. Si él se desorientaba o perdía el conocimiento, los demás estábamos muertos.

– Sí, madame. Me encuentro perfectamente.

– Yo tengo angustia, tía -lloriqueó la niña-. Y me duele la cabeza.

– Eso son tonterías -exclamó Lao Jiang con voz dura-. En cuanto salgamos de aquí se te pasará todo. Es por la oscuridad.

– Yo también me encuentro mal, tai-tai -murmuró Biao.

– ¡Silencio! -ordenó el anticuario.

Él lo sabía. Lao Jiang sabía que estábamos en una trampa de grisú. Lo había comprendido al mismo tiempo que yo y había decidido, en nombre de todos, que había que correr el riesgo. Supongo que pensaba que nadie más se había dado cuenta.

– Caminad más rápido, niños -les pedí, empujando con el hombro a Biao y tironeando de la mano fría de Fernanda.

¿Qué pasaba por la mente del anticuario? Algo le ocurría y necesitaba saber qué era. Dejé una nueva turquesa en el suelo y, cuando me incorporé, además de luchar por mantener el equilibrio, tropecé con la cara de mi sobrina que se había inclinado para hablar conmigo sin que los demás se enteraran.

– ¡Ay! -exclamé, llevándome una mano a la cabeza. El mentón de Fernanda casi me había agujereado el cráneo.

– ¡Uf! -dijo ella al mismo tiempo.

– ¿Qué les pasa? -gruñó Lao Jiang.

– Nada, siga caminando -le respondí desabridamente.

– ¿Por qué me suelta la mano y se agacha de vez en cuando, tía? -me susurró la niña al oído.

– Porque estoy dejando un rastro de piedrecitas blancas como Pulgarcito.

No sé si me creyó o si pensó que su tía se había vuelto loca de remate, pero no dijo nada. Me sujetó la mano con fuerza y seguimos avanzando. A partir de ese momento, noté que, cada vez que la soltaba y la volvía a coger, sus dedos apretaban los míos afectuosamente, como aprobando lo que hacía. Aquella niña era un tesoro. En bruto, desde luego, pero un tesoro.

– Otro hexagrama -anunció el maestro-. Permítanme comprobar cuál es.

Nos quedamos quietos, a la espera.

– K'un, «Lo Receptivo». Este signo es complicado y suele interpretarse en conjunción con el anterior, Ch'ien, «Lo Creativo». Ambos son como el yin y el yang.

– Al grano, maestro Jade Rojo -le ordenó el anticuario.

– Ciñéndonos al dictamen -abrevió éste, un tanto apurado-, «Lo Receptivo» implica que si el noble quiere avanzar solo, puede extraviarse mientras que si se deja conducir por otros con la perseverancia de una yegua, animal que combina la fuerza y la velocidad del caballo con la suavidad y docilidad de lo femenino, alcanzará el éxito.

– ¿Eso es todo? -se enfadó Lao Jiang-. ¿Hemos de cambiar la anterior velocidad del caballo por la de la yegua de ahora? O sea, que este hexagrama es otro recordatorio de que debemos continuar hacia el sur a toda velocidad.

– No, hacia el sur ya no -denegó el maestro-. «Es propicio encontrar amigos al Oeste y al Sur y evitar los amigos al Este y al Norte», declara el dictamen.

– ¿Por qué no hablan más claro estos hexagramas? -se quejó mi sobrina.

– Porque su función no es ésta, Fernanda -le expliqué-. Se trata de un libro milenario que se utiliza como texto oracular.

– Muy bien, entonces hay que evitar el este y el norte, que es de donde venimos -resumió Lao Jiang-, y dirigirnos hacia el sur y el oeste. ¿No es así? Pues vayamos hacia el sudoeste.

– No, Da Teh, no es así como hay que interpretarlo. El I Ching, cuando quiere proponer una dirección, la indica correctamente. Si tuviéramos que ir hacia el sudoeste, lo diría. En cambio, habla de sur y de oeste por separado. Como ya veníamos del sur, la dirección que nos señala es el oeste y lo hace así porque, de los sesenta y cuatro hexagramas del I Ching, K'un, «Lo Receptivo», es el único que menciona el oeste. Quien seleccionó los hexagramas de este lugar sólo tenía K'un para señalarnos esta dirección.

– Si usted lo dice, maestro Jade Rojo, así será. Llévenos hacia el oeste. No perdamos más tiempo.

– Sí, Da Teh.

El siguiente hexagrama que encontramos fue Pi, «La Solidaridad», que hablaba de que debíamos permanecer unidos y correr porque «Los inseguros avanzan poco a poco y el que llega tarde tiene desventura». Otra advertencia de que el tiempo era vital. Sin embargo, no hacía falta que nos lo dijeran porque, entre Lao Jiang y yo, que sabíamos lo que nos estábamos jugando, obligábamos al grupo a caminar con pasos acelerados. Mi trabajo de dejar las turquesas en el suelo se había vuelto sumamente complicado e incómodo pero, en cierto momento, me di cuenta de que, yendo a la velocidad que íbamos, podía dejar caer las piedras sin preocuparme por el ruido ya que las pisadas rápidas y los resoplidos lo disimulaban.

Siguiendo en línea recta hacia el oeste, dimos con el sexto hexagrama, Chien, «El Impedimento» que quizá nos indicaba la presencia de algo que entorpecía nuestro camino aunque no tropezamos contra nada. Allí fue donde Biao vomitó. Y, luego, instantes después, Fernanda. Y poco faltó para que yo fuera la tercera porque el dolor de cabeza me estaba matando. No podía creer que a Lao Jiang y al maestro Rojo no les afectara el metano. Era imposible que no manifestaran síntomas de envenenamiento. Por eso no me sorprendió cuando el anticuario, de pronto, se cayó al suelo.

Oímos un golpe tremendo y Biao, que iba de su mano, soltó una exclamación.

– ¡Lao Jiang se ha caído! -gritó.

– Estoy bien, estoy bien… -murmuró el afectado. Todos nos habíamos acercado y el maestro Rojo, a oscuras, le estaba reconociendo.

– El peligro del que hablan los hexagramas… -empezó a decir el maestro.

Saltándome las normas de cortesía, me acerqué a su oído y le dije:

– Este sitio está lleno de metano, maestro Jade Rojo. Los niños no deben saberlo. Hay que salir rápidamente de aquí. No nos queda mucho tiempo.

Él afirmó con la cabeza, sin decir nada, y lo noté por el roce de su pelo contra mi cara. Olía mal. Atufaba a grasa rancia y recordé las quejas de Biao cuando tuvo que meter la mano en los recipientes con la grasa seca de ballena que ahora ardía iluminando el piso superior.

Lao Jiang se puso en pie con la ayuda de todos, aseguró repetidamente que se encontraba bien y nos pidió que le soltáramos.

– Interprete el signo, maestro jade Rojo -pidió.

– Por supuesto, Da Teh. Se trata de Chien, «El Impedimento», cuyo dictamen asegura que es propicio ir hacia el sudoeste.

– Otro cambio de dirección.

– Ya no puede faltar mucho -aseguré-. Juraría que avanzamos en diagonal.

– Con algún molinete por en medio -admitió el anticuario-. Rápido, maestro, no nos queda tiempo.

Se encontraba mal, no cabía duda. Lo había ocultado pero, de todos nosotros, era el que peor estaba y, si quedaba alguna duda, Biao me la despejó tirando de mi mano y susurrándome:

– Lao Jiang camina como si estuviera bebido. ¿Qué hago?

– Nada -repuse-. Intenta que no se caiga.

– Yo sigo teniendo mucha angustia.

– Ya lo sé Biao. Recuerda lo que significa tu nombre. Piensa que eres un pequeño tigre, fuerte y poderoso. Puedes vencer la angustia.

– Debería cambiar de nombre, tai-tai, porque ya soy bastante mayor.

Él aún podía pensar en cosas como ésa. Yo no. Mi angustia se redoblaba al hablar.

– Después, Biao. Cuando salgamos de aquí -murmuré conteniendo una arcada.

Por fortuna, el maestro Rojo no tardó en encontrar el séptimo hexagrama, uno que tenía un nombre precioso y esperanzador: Lin, «El Acercamiento», cuyo dictamen decía literalmente: «El acercamiento tiene elevado éxito.»

– Tía -me llamó Fernanda con voz débil-. Tía, no puedo más. Creo que voy a caerme como Lao Jiang.

– ¡No, Fernandina, ahora no! -le supliqué utilizando el nombre que a ella le gustaba-. Aguanta un poco más, venga.

– No creo que pueda, de verdad.

– ¡Eres una Aranda y una mujer! ¿Quieres que Lao Jiang, Biao y el maestro Rojo piensen que nosotras no valemos para esto porque somos débiles? ¡Te ordeno que camines y te prohíbo que te desmayes!

– Lo intentaré -lloriqueó.

Una eternidad después, casi una vida entera después, el maestro Rojo anunció el octavo hexagrama. Ya no corríamos; nos arrastrábamos. Biao, no sé cómo, sujetaba a Lao Jiang por los hombros para que no trastabillase y cayese y yo, que no podía dar un solo paso, llevaba a Fernandina por la cintura y tiraba del brazo que ella me pasaba por el cuello. No íbamos a aguantar. Apenas nos quedaban unos minutos antes de perder el conocimiento. Habíamos respirado mucho gas durante demasiado tiempo y el veneno ya había hecho su trabajo. Supongo que sólo nos quedaba el instinto de supervivencia para no morir allí.

– ¡Anímense! -exclamó el resistente maestro Rojo cuya voz llena de vida era como un faro en la oscuridad-. Hemos encontrado el hexagrama Hsieh, «La Liberación».

Sonaba muy bien. La liberación.

– ¿Saben qué dice el dictamen? «La Liberación. Es propicio el sudoeste. Si todavía hay algún lugar a donde uno debiera ir, entonces es venturosa la prontitud.» ¡Vamos, dense prisa! Estamos a punto de llegar a la salida.

Pero no nos movimos. Oí alejarse al maestro y pensé que la niña y yo deberíamos dejarnos caer al suelo para descansar y dormir. Yo tenía mucho sueño, un sueño terrible.

– ¡Aquí, aquí está la trampilla! -gritó el maestro Rojo-. ¡La he encontrado! ¡Vengan, por favor! ¡Tenemos que salir!

Sí, claro que teníamos que salir, pero no podíamos. Ya me hubiera gustado a mí seguirle y abandonar aquel lugar, pero era incapaz de moverme y mucho menos de arrastrar a mi sobrina conmigo.

– Tai-tai, ¿vamos a morir?

– No, Biao. Saldremos. Camina hacia el maestro Jade Rojo.

– No puedo con Lao Jiang.

– ¿Podrías con Fernanda?

– A lo mejor… No lo sé.

– Venga, inténtalo.

– ¿Y usted, tai-tai ?

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