Por fin, alcanzamos el primero de los edificios monásticos habitados de Wudang. Lao Jiang golpeó una campana con un tronco que colgaba en horizontal de unas cadenas. Al poco, salieron del Gong, o sea, del templo, un par de monjes vestidos con el habitual traje chino de color azul pero con la cabeza cubierta por unos curiosos gorritos negros y unas polainas blancas que les llegaban hasta las rodillas. Ambos sonreían educadamente e hicieron numerosas inclinaciones a modo de saludo. Tenían la cara arrugada y la piel curtida por el sol y el aire de la montaña. ¿Aquéllos eran los grandes maestros de artes marciales? Pues no hubiera dicho tal cosa ni en diez mil años, la cifra mágica china que simboliza la eternidad.
Lao Jiang se les acercó cortésmente y habló con ellos durante un buen rato.
– Se ha presentado y ha pedido hablar en privado con el abad sobre un asunto muy importante relacionado con el antiguo maestro geomántico Yue ling -nos explicó Biao. Si Fernanda había perdido diez kilos como mínimo, Pequeño Tigre había crecido diez centímetros o más desde que salimos de Shanghai. Pronto sería un gigante y, por desgracia, se movía con la torpeza y el desgarbo que le imponía su estatura: andares de pato, hombros cargados y huesos descoyuntados. De momento ya era más alto que yo y le faltaba poco para superar la estatura del anticuario.
– ¿Sólo se ha presentado él? -observó, molesta, Fernanda-. ¿De nosotros no ha dicho nada?
– No, Joven Ama.
Mi sobrina bufó y dio la espalda a la escena, entreteniéndose, en apariencia, con el paisaje. El cielo estaba empezando a nublarse y pronto comenzaría a llover.
Al cabo de un instante, Lao Jiang regresó a nuestro lado. Uno de los monjes inició una rápida ascensión por el «Pasillo Divino» como si la empinada escalera no fuera más que un prado suave.
– Debemos esperar aquí hasta que seamos llamados por el abad, Xu Benshan [33] .
– ¿Seamos llamados? -repetí con sorna.
– ¿A qué se refiere?
– A mí también me gustaría encontrarme con el abad.
El anticuario reflejó contrariedad en el rostro.
– Usted no habla chino -objetó.
– A estas alturas -repliqué muy digna- conozco bastantes palabras y puedo entender mucho de lo que se dice. Me gustaría estar presente cuando seamos recibidos por el abad. Biao podrá explicarme lo que no comprenda.
El silencio fue la única respuesta que obtuve de Lao Jiang pero me dio lo mismo. Ahora éramos él y yo los adultos responsables de aquel viaje y, aunque mi condición de occidental me colocaba en una posición incómoda y poco útil, no estaba dispuesta a convertirme en una simple herramienta al servicio de los intereses políticos del anticuario.
Tuvimos que refugiarnos en el Tazi Gong porque la lluvia empezó a caer con fuerza y el mensajero del abad tardaba mucho en volver. Nos sentamos sobre unas esteras de caña y dos jóvenes monjes vestidos de blanco nos sirvieron un agradable té. Fue mi sobrina la que se dio cuenta de que uno de aquellos monjes era una chica de su edad.
– ¡Tía, fíjese! -exclamó emocionada señalando con la mirada a la novicia.
Sonreí complacida. Wudang empezaba a gustarme. De pronto, Fernanda se volvió hacia el anticuario.
– ¿Se ha dado cuenta, Lao Jiang, de que uno de los monjes es una joven monja?
No llegué a tiempo de darle un pellizco o un manotazo para hacerla callar, pero yo sí que enmudecí de asombro cuando el anticuario giró la cabeza hacia ella y, con absoluta parsimonia, respondió:
– Así es, Fernanda. Me había dado cuenta.
¡Cielo santo! ¡Lao Jiang estaba hablando directamente con mi sobrina! ¿Qué había ocurrido para que se produjera el milagro? A mí me había llamado por mi nombre de pila el día anterior y ahora se dirigía a la niña con absoluta normalidad después de ignorarla durante casi dos meses. O había un plazo prudencial y protocolario para estas cosas (plazo que ya debía de haber transcurrido) o al anticuario le habían hecho mella todas nuestras pullas y comentarios (algo que a mí me parecía bastante improbable). En fin, por lo que fuese, allí estaba el prodigio y no debíamos permitir que cayera en saco roto.
– Gracias, Lao Jiang -dije con una reverencia.
– ¿Por qué? -preguntó complacido, aunque se notaba que sabía de qué iba el asunto.
– Por usar mi nombre y el de mi sobrina. Le agradezco la confianza que demuestra.
– ¿Acaso no utiliza usted mi nombre de amistad desde hace meses?
Tras unos segundos de sorpresa descubrí que tenía razón, que tanto los niños como yo habíamos estado usando, inapropiadamente, el nombre de amistad (Lao Jiang, «Viejo Jiang») por el que le llamaba Paddy Tichborne. Sonreí complaciente y seguí bebiendo mi té mientras Fernanda, ajena ya a la conversación, seguía con la mirada a la joven monja que, por semejanza de edad y disparidad de cultura, despertaba en ella una gran curiosidad.
Al cabo de una hora, poco más o menos, regresó el monje-mensajero con la noticia de que seríamos recibidos inmediatamente por el honorable Xu Benshan, abad de Wudang, en el Pabellón de los Libros de Zixiao Gong, el Palacio de las Nubes Púrpuras, y que, para protegernos de la lluvia que se había transformado en aguacero, el monasterio ponía a nuestra disposición unas elegantes sillas de mano con ventanas de celosía. De esta guisa ascendimos el último tramo hasta el mismo corazón de la Montaña Misteriosa.
El Palacio de las Nubes Púrpuras era una edificación enorme, casi como una ciudad medieval amurallada. Atravesamos un puente de piedra sobre un foso antes de llegar al templo principal, levantado sobre tres terrazas excavadas en la falda de un monte y construido con madera lacada de rojo y brillantes tejas de cerámica verde ribeteadas de dorado. Las sillas se detuvieron y, al bajar, nos encontramos frente a una elevada escalinata de piedra. No parecía haber ninguna duda, pese a que los porteadores no dijeron nada, sobre la necesidad de ascender aquella gradería para poder encontrarnos con Xu Benshan. El lugar era imponente, majestuoso, casi diría que imperial, aunque la implacable lluvia nos impidiese disfrutar de una tranquila contemplación. Chapoteando en los charcos, con las sandalias y los sombreros absolutamente mojados, comenzamos a subir a toda prisa mientras unos monjes ataviados como los de Tazi Gong descendían hacia nosotros llevando en las manos sombrillas de paja encerada. Ambos grupos nos encontramos en un rellano entre dos tramos de escalera, junto a una especie de caldero gigante de hierro negro con tres patas, y, con gestos amables, los monjes nos protegieron del diluvio y nos acompañaron hasta el interior del pabellón en el que, con la sencillez y, al mismo tiempo, la suntuosidad propia de un abad taoísta tan importante, Xu Benshan nos esperaba sentado al fondo de una habitación iluminada por antorchas en la que, a derecha e izquierda, se apilaban cientos o quizá miles de antiguos jiances hechos con tablillas de bambú. El lugar era tan impresionante que cortaba la respiración, pero no parecía el salón adecuado para recibir la visita de unos extraños excepto en el caso de que el abad supiera por qué estábamos allí y qué queríamos exactamente, así que supuse que el mensaje de Lao Jiang incluyendo el nombre del viejo maestro geomántico Yue Ling había sido como una flecha que se clava en el centro de la diana.
Nos fuimos acercando al abad con unos pasos cortos y ceremoniosos que imitábamos de los monjes que nos precedían. Una vez frente a él, todos ejecutamos una profunda inclinación. El abad no tenía ni barba ni bigote, así que no contaba con ningún indicio que pudiera servirme para adivinar su edad porque, además, llevaba la cabeza cubierta por un gorro parecido a una tartaleta puesta del revés. Vestía una rica y amplia túnica de brocado con motivos en blanco y negro y sus manos quedaban ocultas dentro de las largas «mangas que detienen el viento». En lo que sí pude fijarme al hacer la inclinación fue en sus zapatos de terciopelo negro, que me dejaron absolutamente perpleja: disponían de unas alzas de cuero de casi diez centímetros de grosor. ¿Como podía caminar con ellos? ¿O es que no caminaba…? En fin, por lo demás, y a pesar de su porte indiscutiblemente aristocrático, Xu era un hombre muy normal, más bien menudo, delgado, con una cara agradable en la que destacaban dos pequeños ojos rasgados muy negros. No parecía un peligroso guerrero aunque también era verdad que en aquel monasterio nadie lo parecía y, sin embargo, ésa era su característica más famosa.
– ¿Quiénes sois? -se interesó, y me sentí muy contenta al darme cuenta de que le había comprendido. Para sorpresa de los niños y mía, Lao Jiang le respondió con la verdad, ofreciéndole al abad toda la información sobre nosotros, incluyendo mi nombre español y el de Fernanda. Biao seguía representando su papel de traductor porque mi sobrina se empeñaba en no aprender ni una sola palabra de chino y a mí me venía bien porque todavía había muchos términos y expresiones que no conocía o de los que no identificaba correctamente el tono musical que les daba un significado u otro.
– ¿Qué asunto es ése relacionado con el maestro geomántico Yue Ling del que queréis hablar conmigo? -preguntó el abad después de las presentaciones.
Lao Jiang tomó aire antes de responder.
– Desde hace doscientos sesenta años obra en poder de los abades de este gran monasterio de Wudang el fragmento de un viejo jiance que fue confiado a su custodia por el maestro geomántico Yue Ling, amigo íntimo del Príncipe de Gui, conocido como emperador Yongli, último Hijo del Cielo de la dinastía Ming.
– No sois los primeros en venir a Wudang reclamando el fragmento -repuso el abad tras una breve reflexión-. Pero, al igual que a los emisarios del actual emperador Hsuan Tung del Gran Qing, debo informaros de nuestra completa ignorancia sobre este asunto.
– ¿Los eunucos imperiales de Puyi han estado aquí? -se inquietó Lao Jiang.
El abad se sorprendió.
– Veo que sabéis que se trataba de eunucos del palacio imperial. En efecto, el Alto Eunuco Ghang Ghien-Ho y su ayudante el Vice-Eunuco General visitaron Wudang hace sólo dos lunas.
Se hizo tal silencio en el salón que pudimos oír el tenue chasquido de las tablillas de bambú y el leve crepitar del fuego de las antorchas. La conversación había llegado a un punto muerto.
– ¿Qué ocurrió cuando les dijisteis que no sabíais nada del fragmento del jiance ?
– No creo que sea asunto vuestro, anticuario.
– Pero ¿se enfurecieron?, ¿os agredieron?