El tal Shao no le quitaba el ojo de encima a Fernanda y eso no me gustó.
– Adviértales que no se acerquen a mi sobrina.
Quizá las relaciones políticas entre los nacionalistas del Kuomintang y los comunistas del Kungchantang fueran buenas, no digo que no, pero, durante todo el tiempo que duró nuestro peculiar viaje, ni los cinco soldados nacionalistas, ni Shao y sus seis hombres cruzaron media palabra como no fuera para pelearse a gritos. Creo que, de haber podido, se habrían matado y yo, también de haber podido, los hubiera dejado atrás a todos en algún pueblo abandonado del que no supieran salir. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas: de vez en cuando, en el momento más inesperado, escuchábamos disparos en la distancia y gritos que nos ponían los pelos de punta. Entonces, nuestros doce paladines, sin importarles sus diferencias políticas, sacaban sus armas y nos rodeaban, apartándonos de los caminos o escondiéndonos tras cualquier montículo o loma cercana y no dejaban de protegernos hasta que consideraban que había pasado el peligro. Con todo, la convivencia se había vuelto muy incómoda y para cuando llegamos a las montañas Qin Ling, cerca ya de mediados de octubre -un mes desde que habíamos dejado el Yangtsé en Hankow-, no veía la hora de entrar por la puerta del monasterio. Sin embargo, aún nos quedaba la parte más dura del viaje porque el ascenso a las montañas coincidió con el principio del frío invernal. Los hermosísimos paisajes verdes bañados en brumas blancas nos dejaban sin aliento. Lo malo era que también dejaban sin aliento a nuestros caballos, que se agotaban pronto con las subidas a pesar de que su carga había disminuido mucho. Apenas nos quedaban alimentos y sandalias de repuesto y, aunque nosotros llevábamos abrigos de mangas muy largas -llamadas «mangas que detienen el viento»- y gorros de piel, los jóvenes campesinos de Shao afrontaban las heladas nocturnas y los vientos glaciales con la misma ropa raída con la que aparecieron en Yang-chia-fan. Esperé inútilmente a que se marcharan, a que desistieran de seguir viaje con nosotros, pero no fue así. Las primeras nieves les hicieron reír a carcajadas y con un pequeño fuego tenían suficiente para sobrevivir a las gélidas noches; sin duda, estaban acostumbrados a la dureza de la vida.
Por fin, una tarde, llegamos a un pueblo llamado Junzhou [30] , situado entre el monte Wudang y el río Han-Shui, el mismo afluente del Yangtsé que habíamos dejado en Hankow un mes y medio atrás. En Junzhou se levantaba el inmenso y ruinoso palacio Jingle, una antigua villa de Zhu Di, el tercer emperador Ming [31] , devoto taoísta, que mandó construir la casi totalidad de los templos de Wudang a principios del siglo xv. Al tratarse de un pueblo montañés aislado, solitario y venido a menos, decidimos que sería un buen lugar para pasar la noche pero, por supuesto, no había posadas, así que tuvimos que alojarnos en casa de una familia acomodada que, previo pago de una considerable cantidad de dinero, nos cedió sus cuadras y nos proporcionó una olla grandísima llena de un cocido hecho con carne, col, nabo, castañas y jengibre. Los niños y yo bebimos agua, pero el resto, por desgracia, se empapó de un terrible licor de sorgo que les calentó la sangre y les mantuvo despiertos buena parte de la noche entre enardecidos discursos políticos, cantos de los himnos de sus partidos y ruidosas disputas. La brutalidad de aquellos muchachos no estaba, por desgracia, iluminada por la reflexión. No vi al anticuario cuando los niños y yo nos acurrucamos al calor de los animales para dormir, entre la maloliente paja seca y las mantas, pero, al día siguiente, antes de la salida del sol, allí estaba el anciano practicando silenciosamente sus ejercicios taichi sin haber bebido siquiera el tazón de agua caliente que tomaba por todo desayuno desde que iniciamos el viaje. Sin despertar a Fernanda y a Biao, y helada de frío, me incorporé a los ejercicios viendo cómo las primeras luces de la mañana iluminaban un cielo perfectamente azul y unos inmensos y escarpados picos cubiertos de selva que cambiaban de matiz verdoso sin perder ni un ápice de intensidad.
Al acabar, tras el movimiento de cierre, Lao Jiang se volvió hacia mí.
– Los soldados no pueden venir con nosotros al monasterio -me dijo, muy serio.
– ¡No sabe cuánto me alegro! -se me escapó. Un calorcillo agradable recorría mi cuerpo a pesar de las bajas temperaturas del amanecer. Los ejercicios taichi tenían la curiosa propiedad de entibiar el organismo a la temperatura adecuada, ni más de la necesaria ni tampoco menos, ya que, según decía Lao Jiang, alcanzada la relajación, la mente y la energía interna se acomodaban entre sí como el yin y el yang. Aunque el agua estuviese congelada en los pucheros, yo me sentía espléndidamente, como todas las mañanas después del taichi. No en vano había sobrevivido a una marcha de casi cuatrocientos kilómetros después de muchos años de total inactividad.
– La Banda Verde podría infiltrarse en el monasterio de Wudang, madame.
– Pues que vengan con nosotros.
– No lo entiende, Elvira. -Aquella mención de mi nombre, por primera vez, me hizo dar un respingo y mirarle como si se hubiera vuelto loco, pero el anticuario, sin darle importancia, continuó hablando-. Los militares del Kuomintang podrían, quizá, quedarse en las inmediaciones del monasterio con algún permiso especial del abad, pero los soldados del Kungchantang, por principio, están en contra de todo lo que consideran superstición y doctrina contraria a los intereses del pueblo y, posiblemente, la emprenderían a tiros y culatazos contra las imágenes sagradas, los palacios y los templos. No podemos llevar a unos y dejar a otros. Si los comunistas se quedan, los nacionalistas también.
– ¿Y nuestra seguridad?
– ¿Cree que más de quinientos monjes y monjas expertos en artes marciales serán suficientes? -me preguntó con ironía.
– ¡Oh, vaya! -repuse muy contenta-. ¿Monjas también? Así que Wudang es un monasterio mixto, ¿eh? Eso no nos lo había dicho.
Como hacía siempre que algo le molestaba, el anticuario se dio la vuelta y me ignoró, pero yo estaba empezando a comprender que esa forma de actuar no era tan ofensiva como había pensado, sino la torpe reacción de alguien que, ante una situación incómoda a la que no sabe replicar porque carece de razones, da la callada por respuesta y huye. El anticuario también era humano, aunque a veces no lo pareciese.
Así que nuestros milicianos se quedaron en Junzhou, con serias protestas por parte del teniente del Kuomintang y de Shao, el jefe de los comunistas, aunque yo lo sentía más por las gentes del pueblo que iban a tener que soportarles hasta que volviésemos por ellos. Sin embargo, la orden de Lao Jiang fue tajante y sus razones eran lógicas: había que respetar a los monjes y monjas de Wudang y no convenía a nuestros intereses aparecer acompañados por militares armados. La exhibición de fuerza era un error que no nos podíamos permitir, sobre todo porque, esta vez, no íbamos a rescatar algo escondido -o eso creíamos entonces- sino, tal y como indicaba el mensaje del Príncipe de Gui, a pedir humildemente al abad de Wudang que fuera tan amable de entregarnos un viejo pedazo de jiance que obraba en poder del monasterio desde que, unos cuantos siglos atrás, lo dejara allí un misterioso maestro geomántico llamado Yue Ling. No dije nada a nadie, por supuesto, pero tenía muchas y muy serias dudas sobre el éxito de esta empresa ya que, sinceramente, me preguntaba por qué motivo el abad de Wudang iba a acceder a algo así.
De manera que el anticuario, los niños y yo nos dirigimos, todavía acompañados por nuestros doce guerreros custodios, hacia la primera de las puertas del monasterio, Xuanyue Men, que significaba nada más y nada menos que «Puerta de la Montaña Misteriosa», cosa que, de entrada, ya me preocupó. ¿Montaña misteriosa…? Aquello sonaba mal, tan mal como poner una puerta en una montaña. ¿Había algo más absurdo? Pero Xuanyue Men, en realidad, sólo era una especie de arco conmemorativo de piedra de unos veinte metros de altura perdido en mitad de la floresta, con cuatro columnas y cinco tejadillos superpuestos. Era bonito, desde luego, y no inspiraba la desconfianza que producía su nombre. Nos despedimos de los soldados, que regresaron a Junzhou, y, cargados con nuestras bolsas de viaje, iniciamos el ascenso hacia la cumbre subiendo los anchos peldaños de piedra de una solitaria y antigua escalera que Lao Jiang llamó «Pasillo divino» porque así estaba escrito en la roca. El primer templo que divisamos fue el llamado Yuzhen Gong [32] y era de unas dimensiones descomunales, pero estaba vacío y sólo pudimos vislumbrar desde la puerta una inmensa estatua plateada de Zhang Sanfeng, el gran maestro de taichi, colocada en el salón principal.
Estuvimos ascendiendo tanto tiempo que la noche se nos echó encima. A ratos la escalera se volvía camino empinado y, a ratos, estrecho desfiladero junto a un grandioso precipicio. Pero no perdí los nervios, ni temblé de miedo ante la posibilidad de una caída; la vida se había vuelto mucho más sencilla desde que afrontaba peligros reales. Por suerte, la Montaña Misteriosa era un lugar de peregrinación taoísta y disponía de una humilde posada para atender a los fieles, así que pudimos cenar adecuadamente y dormir sobre calientes k'angs de bambú. A la mañana siguiente reanudamos la subida dejando atrás hermosos bosques de pinos sumergidos en un mar de nubes y nos dirigimos hacia la cumbre en la que ya podían divisarse, esparcidos por aquí y por allá, numerosos y extraños edificios de muros rojos y tejados cornudos verdes que lanzaban al aire limpio y ligero de la mañana centelleantes reflejos dorados. La escena volvía a tener, como en la casa de Rémy, un aspecto simétrico, ordenado, armonioso, como si cada una de aquellas construcciones hubiera sido puesta en el lugar perfecto que le estaba destinado desde el principio de los tiempos. Mis piernas, mucho más fuertes que antes, caminaban a buena marcha sin que yo notara el cansancio. Podía sentir cómo se flexionaban mis músculos al afirmar en el suelo un pie y después el otro. Bajo la luz del sol, las mil hierbas y matorrales que alfombraban el suelo exhalaban al aire fragancias nuevas que fortalecían mis sentidos y los chillidos y aullidos de los monos salvajes que poblaban la Montaña Misteriosa le daban a aquella ascensión el brillo de una gran aventura. ¿Dónde había quedado mi triste neurastenia? ¿Dónde todas mis enfermedades? ¿Era yo ya aquella Elvira ocupada y preocupada de París y Shanghai? Casi decido que no en el preciso momento en que mi atención se quedó prendada de los movimientos de un feo insecto que revoloteaba a un lado de las escaleras de piedra y que desprendía unos increíbles destellos incandescentes.